Secretariado de Medios

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Martes, 18 Diciembre 2018 08:22

Revista Diocesana. Diciembre 2018

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A medida que se acerca la Navidad, la Iglesia intensifica su llamada a la alegría. El cristianismo es Buena Noticia. Eso significa la palabra evangelio. El Papa Francisco dedicó su primera exhortación apostólica a la alegría del evangelio para que nunca nos dejemos vencer por la tristeza. En la liturgia del tercer domingo de Adviento, el apóstol Pablo nos insiste así: «Alegraos siempre en el Señor, os lo repito, alegraos» (Flp 4,4). Comentando esta carta del apóstol, un gran biblista alemán, H. Schlier, sintetizaba así su contenido: «Ser cristiano quiere decir alegría».
¿Por qué este empeño en vivir alegres? ¿Podemos vivir así cuando tanta gente padece hambrunas, guerras y odios ancestrales, y soporta una pobreza inhumana? ¿Es posible vivir la alegría en un escenario tan desolador? ¿No resulta en ocasiones la alegría una especia de bofetada a quienes no pueden sonreír ante su destino? Una vez más nos enfrentamos con el problema del mal en el mundo y las consecuencias de un pecado que no es sólo personal —el egoísmo de cada hombre— sino estructural, es decir, un pecado que conforma las mismas estructuras sociales. Frente a esta situación, que no es nueva, aunque sí más incomprensible dado el progreso técnico y científico, Juan Bautista exhorta a compartir con los demás, a no extorsionar a nadie, ni aprovecharse del poder para beneficio propio. Proclama la justicia del Mesías, que consiste en la compasión con los hombres, especialmente los pobres y marginados. Quien vive así, abre su corazón a la alegría.
La alegría que trae Cristo, sin embargo, es de una naturaleza distinta de la meramente temporal. Es una alegría capaz de abrirse paso en las más densas oscuridades, que envuelven al hombre sin distinción de clase social y situación económica. Todo hombre padece la servidumbre del pecado y la amenaza certera de la muerte. Cristo vino, viene y vendrá a un mundo condenado a morir, como dice el libro de la Sabiduría. El pecado y la muerte entraron en el mundo, según afirma el Génesis, por la acción envidiosa del diablo, que no soportaba ver a nuestros primeros padres en el estado de amistad con Dios. La venida de Cristo en nuestra carne tiene que ver con esta situación radical del hombre que, sin la gracia de Dios, caminaría sin esperanza hacia la muerte. Cuando Jesús aparece predicando el evangelio, dice san Mateo que se cumple la profecía según la cual a quienes estaban postrados en tinieblas y sombras de muerte les brilló una gran luz. Cuando Jesús habla de redención, salvación, vida eterna y otras expresiones semejantes, se refiere a la novedad que él trae porque sólo él puede ofrecerla de manera gratuita y sobreabundante: ésta es la alegría que penetra hasta el fondo del sepulcro para iluminar la muerte y arrancarle su poder esclavizante. Con Cristo, a llegado el tiempo de la gracia y la salvación eterna. Por eso, la Iglesia nos invita a la alegría.
Esta alegría es compatible con situaciones de sufrimiento, de dolor y de noches oscuras como han mostrado los santos místicos Juan de la Cruz, Teresa de Lisieux, Teresa de Calcuta, Maximiliano Kolbe, que han sabido aceptar sobre sí el sufrimiento humano y ofrecer a Dios su oscuridad con la certeza de que la vida humana está abocada a la luz y a la gloria. La Navidad nos desvela algo de este misterio cuando en su liturgia, y en sus villancicos, une la alegría de contar con Dios entre nosotros y la certeza de que ese Niño, naciendo en un pesebre, prepara su muerte en una cruz. Nos invita así, con un ejemplo más elocuente que cualquier discurso, a vivir la alegría de la salvación y trasmitirla a quienes viven aún bajo el temor de la muerte.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

Lunes, 10 Diciembre 2018 08:10

Dios en la historia. D. II. Adviento.

 

De los cuatro evangelistas, Lucas se distingue por escribir su evangelio como si se tratara de un historiador. Presta especial atención, como dice en el prólogo, a recoger los datos que le aportan los testigos oculares de lo que ha dicho y hecho Jesús, ordenarlos y presentarlos de forma que el cristianismo no aparezca como una enseñanza desencarnada de la historia. Para Lucas, la historia es el lugar donde se cruzan los caminos de Dios y del hombre. Es una encrucijada perfecta para que, en el momento oportuno, Dios se haga presente. Así aparece en el evangelio de este domingo de Adviento, cuando presenta a Juan Bautista, precursor de Jesús. En un párrafo solemne que recuerda los anales de su tiempo, dice así: «En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto» (Lc 3,1-2). La afirmación central es una confesión de fe: vino la palabra de Dios sobre Juan. Esto sólo puede decirse desde una comprensión de la historia en la que Dios interviene, lo cual supone la fe. Sin embargo, todos los personajes nombrados son históricos. La mirada de Lucas descubre en la trama de los sucesos la presencia de Dios que comunica a Juan Bautista su palabra. Lucas, además de historiador, es teólogo. Sus palabras vienen de Dios.
Esta observación no es baladí. Con frecuencia, el hombre actual, que ha logrado grandes éxitos en el campo del conocimiento y de la ciencia, se considera a sí mismo como el centro del mundo en torno al cual todo gira. Llega a creer que todo es producto del llamado progreso, de las intervenciones políticas, de los pactos entre las naciones. Cuando se reúnen los grandes de la tierra, en sesiones que tienen el aspecto de dueños que organizan su futuro, da la impresión de que todo depende de sus decisiones, de su sabiduría política o de su poder militar. Todo está bajo el control del hombre. No es así. Basta un dato incontrolable, un suceso imprevisible para que todo se descontrole. Un chispa produce un incendio.
Cuando Juan Bautista aparece en el desierto predicando la conversión con una palabra que le viene de Dios, tiene un mensaje muy simple: Preparad un camino al Señor. Se refiere a Dios, al Dios Creador y al Señor de la Historia que se dispone a entrar en el mundo. El Bautista pide que se le haga un camino, abajando los montes y elevando los valles, como había dicho el profeta Baruc. Dios se interesa por la historia de los hombres y quiere ser un ciudadano más, llevando adelante, entre los avatares dramáticos y gozosos de sus hijos, una historia que tiene su lugar en los anales, aunque sólo sea perceptible para quien recibe la luz de la fe. Lo que se ha dado en llamar Historia Sagrada no transcurre en paralelo a la historia de los hombres. Es la misma historia en cuyo engranaje hay un hecho que la orienta hacia su culminación y plenitud: Dios ha venido a buscar al hombre. Lo ha hecho encarnándose en el seno de una Virgen, naciendo en un pueblo pequeño de Judea, recorriendo él mismo los caminos de Palestina, muriendo en la cruz sobre el Gólgota, y resucitando del sepulcro. El cristianismo no es un piadoso relato, un cuento de Navidad, un mito inventado por excelentes narradores. Es un acontecimiento histórico que perdura a través de los siglos y que hace posible que el hombre prepare a Dios un camino para encontrarse con él y ser destinatario de su amor. A esto nos invita el Adviento, porque un día vino sobre Juan la Palabra de Dios.

Viernes, 30 Noviembre 2018 09:00

Formación familiar

La Iglesia, como agente social que es, está implicada de manera muy especial en la atención a las familias y a los futuros esposos, con el fin último de la consecución de una vida personal y familiar plena de todos ellos. En este contexto, es muy necesaria la buena formación técnica y humanista de aquellos que aportan su saber y testimonio de vida como monitores en los cursos de preparación al matrimonio (los famosos cursillos de novios).
El Obispado, a través de su Secretariado de Familia y Vida, cuida especialmente este detalle. A lo largo de todo el curso, se programan sesiones formativas para los 30 hombres y mujeres que atienden desinteresadamente este servicio, una de las cuales tiene lugar hoy sábado en el propio Obispado. En ella, además, se presentará y revisará la programación de estos cursillos para 2019 que destaca por la amplia oferta de parroquias y localidades donde los novios pueden acudir, así como por la flexibilidad de días y horarios para adaptarse a todas las circunstancias personales de los futuros esposos.

Calendario de Cursillos de Novios 2019

Jueves, 29 Noviembre 2018 11:44

Estad siempre despiertos. Domingo I Adviento

Estad siempre despiertos»

La Iglesia comienza su año litúrgico bajo el dinamismo de la esperanza. El Adviento impregna de esperanza nuestra vida. Jesús nos invita a esperar. Lo hace con imágenes expresivas: «No se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida… Estad siempre despiertos». Sabe que el hombre puede caer en el sueño espiritual, que conduce a la muerte de la esperanza en algo que va más allá de lo que le aferra a esta vida: el vicio, la bebida, los agobios mundanos. Quien deja de esperar se desespera. La muerte tiene el camino abierto para anidarse en él.
El hombre no puede vivir sin esperanza. Necesita confiar en que la felicidad puede estar al alcance de la mano. Aspira a un mundo más justo y fraterno y lucha por conseguirlo, aunque se tope con su propia impotencia y los límites de los demás. Un mundo sin esperanza es un mundo inhabitable, inhumano. Pero si lo pensamos bien, en la entraña de la esperanza está siempre la confianza en alguien. Alguien que sostiene en la lucha; alguien que asegura un futuro mejor; alguien en quien se confía el logro de los anhelos profundos. En realidad, el hombre sólo puede esperar en alguien, no en algo que siempre será inadecuado a los deseos infinitos del corazón. Bien sabemos que ningún objeto, por valioso que sea, puede darnos la felicidad. Sólo alguien adecuado y semejante a nosotros es digno de nuestra confianza y sostenernos en la esperanza de la felicidad. Sólo el amor sostiene la esperanza, la acrecienta, la desarrolla en la historia en formas diversas de realización y plenitud humana.
En la tercera parte de la «Suma contra gentiles», Tomás de Aquino dice que todas las cosas aspiran a parecerse a Dios. Todo tiende hacia él, que es como decir: todos los seres le esperan. El Adviento, que simboliza la esperanza de la humanidad y del cosmos, es la espera de Dios. Esperamos a Alguien. Dios es el único que puede colmar la esperanza humana, porque, creados a su imagen, es el único adecuado al hombre. Y detrás de cada esperanza humana, por pequeña que sea, se esconde el deseo de Dios. Como dice Mauriac: «El que os pide fuego para un cigarrillo, si esperáis cinco minutos, os acabará pidiendo a Dios». Hay que tener paciencia para esperar a que germine en el corazón del hombres esta súplica: «Ven, Señor, no tardes más». Por eso, reducir el horizonte de la esperanza a lo mundano es conducir al hombre hacia la desesperanza, porque un cigarrillo, un placer sexual, un poco más de dinero, una satisfacción sensible —aunque sea legítima— sólo puede aumentar en el hombre la sed de plenitud. Por eso, es errónea la imagen que mucha gente se hace de la esperanza cristiana, al situarla en un futuro, en el que nuestro mundo haya desaparecido. Como si lo que vivimos aquí, en esta amada tierra, con nuestros seres queridos, no tuviera continuidad con los nuevos cielos y nueva tierra que esperamos. Dios quiere colmar ya aquí nuestra esperanza. La venida de su Hijo, en nuestra carne, el gozo de la Navidad, es ya el cumplimiento de las promesas de Dios, que quiere habitar entre los hombres para educarnos a vivir según la forma que alcanzaremos una vez consumada la historia. El mundo nuevo que esperamos no es algo, según dice Ch. Moeller, «prefabricado por Dios», que cae sobre nosotros como un aerolito provocando un terrible apocalipsis. Ese mundo nuevo viene en su Hijo, que asume nuestra condición humana para transformarla a su imagen de hombre nuevo. La eternidad entra en el tiempo y nos permite gustar ya aquí lo que un día gozaremos para siempre libre de toda atadura de imperfección y muerte. No esperamos algo; esperamos a Alguien. Se llama Dios con nosotros. Vivamos, pues, siempre despiertos.

Jueves, 22 Noviembre 2018 07:47

Cristo Rey. Domingo XXXIV.T.O

Cristo Rey:
Entre la esperanza y el juicio

El año litúrgico se clausura con la solemnidad de Cristo Juez. La Iglesia nos invita a mirar con seriedad hacia el futuro, conscientes de que un día seremos juzgados ante Cristo. En la construcción de los templos cristianos se solía representar en la parte oriental la venida de Cristo Rey, como el sol que viene de lo alto, anuncio de esperanza, y en la parte occidental el Juicio final, como invitación a la responsabilidad que espolea al cristiano a vivir atento a la rectitud de sus obras. Este juicio último alcanzó, por la fascinación que ejercía en los artistas, aspectos sombríos y amenazadores que desplazaron el matiz esperanzador que comporta también la venida del Señor. Es difícil separar ambos aspectos de la venida de Cristo, en la carne y en la gloria. Esperanza y temor son dos caras del juicio último, que, como aparece en dramáticas expresiones artísticas, establecerá definitivamente el destino de los hombres en la luz o en la oscuridad eternas.
Todo juicio tiene su fundamento último en la verdad. Aunque ésta resulte hoy poco valorada —se dice que vivimos en la posverdad, en decir, en la mentira— cuando el juicio nos amenaza de modo personal apelamos a la verdad y deseamos que se esclarezca con todos los medios a nuestro alcance. Porque el hombre no puede vivir sin verdad, a no ser que se recree en un absoluto cinismo. El juicio último de Dios es el triunfo de la Verdad, definitivo e inapelable. Un juicio que suscita esperanza para los hombres rectos que desean ver satisfechas sus aspiraciones de justicia, y, por el contrario, amargura y tedio en quienes viven de espaldas a la verdad.
Cuando Pilato, según el evangelio de hoy, pregunta a Cristo si es rey, porque de ello le acusan ante su tribunal, Jesús le deja claro que, efectivamente, lo es. Pero afirma que su reino no es de este mundo, es decir, no ha venido a competir con ningún rey de la tierra; más aún, define su condición de rey como ser «testigo de la verdad». Por eso, quien es de la verdad, escucha su voz. Ser de la verdad es vivir en el ámbito más hermoso de la libertad. «La verdad os hace libres», dice Jesús. Es la mayor exigencia ética del hombre: establecer su vida en la verdad, hacer de ella su estructura íntima, su hogar de paz y de gozo sin límites. Por eso, el juicio de Cristo al fin de los tiempos es fuente de esperanza porque sabemos que, al final, prevalecerá la verdad sobre toda impostura, falsedad, cinismo y mascarada. No hay nada oculto, dice Jesús, que no llegue a saberse, porque la verdad es luz que vence toda oscuridad. Para quienes son de la verdad, a pesar de las enormes dificultades que supone establecerse en ella, el juicio no es aterrador ni lúgubre. El juicio es luz, certeza de bien, anuncio de la belleza sin fin.
Quienes son de la verdad, escuchan a Cristo, le pertenecen. Saben que en él serán siempre libres. Cuando Pilato oye decir a Cristo que él ha venido a dar testimonio de la verdad, le pregunta: ¿y qué es la verdad? Pero no se detiene a escuchar la respuesta del reo a quien juzga. Esta actitud de Pilato es considerada por muchos exegetas como escepticismo, cobardía, desinterés o desprecio. Sea lo que sea, es evidente que Pilato estaba convencido de que Jesús era inocente y, presionado por los acusadores, condenó a Jesús lavándose las manos con agua, como si así quedara exento de culpa. En realidad, Jesús pasó de ser reo a juez; y Pilato, representante de todo un Imperio, se hizo reo al rechazar la verdad.
Al terminar el año litúrgico, cada cristiano debe mirar al futuro desde el Oriente, donde brilló el sol de Cristo, y desear que venga pronto a consumar la salvación.

Lunes, 05 Noviembre 2018 09:05

Revista Diocesana. Noviembre 2018

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Viernes, 02 Noviembre 2018 07:13

Comunicado Oficial

Nota ante la polémica sobre la estatua del diablo
Durante las últimas semanas se ha suscitado un encuentro dialéctico, acompañado de una protesta, ante la noticia de la colocación por parte del Ayuntamiento de Segovia de la figura del diablo en un lugar público de la ciudad. Ante las invitaciones directas e indirectas que algunos ciudadanos y cristianos han dirigido a los representantes de la Diócesis pidiendo la toma de posición de ésta sobre el tema en debate, este obispado tiene a bien manifestar:
La creencia en el diablo —bajo diversos nombres que muestran la complejidad de los estudios bíblico-teológicos y de otras ciencias sobre la demonología (satán, lucifer, diablo, demonio, príncipe de las tinieblas, acusador)— forma parte de la enseñanza dogmática católica y está presente dentro de la religiosidad popular cristiana.
El diablo existe y es a la vez signo y expresión del mal. Se manifiesta de diversas formas aunque, como describe Santo Tomás de Aquino, su apariencia es espiritual e incorpórea. Forma parte, por tanto, del acerbo religioso tanto del cristianismo como de otras confesiones.
Sobre la polémica suscitada por el tema en cuestión, consideramos que las autoridades del gobierno de la ciudad son libres y tienen potestad para reorganizar y regir la vida pública. Pero su tarea, además de ser coherente, ha de respetar las creencias religiosas de los ciudadanos. La religión es una creencia y praxis de los ciudadanos que pertenecen tanto al campo privado como público. Por esta razón, la autoridad debería saber modelar la tensión existente entre un signo religioso y un valor cultural.
Las autoridades de la ciudad tienen todo el apoyo de esta institución eclesiástica para la búsqueda del bien común de los ciudadanos entre los que se encuentran los cristianos con sus propias creencias quienes, al igual que otras religiones y grupos, tienen derecho a ser respetados en la manifestación de las mismas.

 

El domingo pasado el Papa Francisco clausuraba el sínodo sobre los jóvenes. El documento final, con las proposiciones de los padres sinodales, ha sido entregado al Papa para que, según su criterio, lo convierta en una exhortación postsinodal o lo sancione con su autoridad en el modo que considere oportuno.
Al final de la asamblea sinodal, el Papa improvisó un breve discurso que apenas ha sido comentado a pesar de decir que era «dos pequeñas cosas que me importan mucho». En primer lugar, dijo que «el Sínodo no es un Parlamento, sino un espacio protegido para que actúe el Espíritu Santo». El Papa sabe que existe una mentalidad sobre la Iglesia que pretende asimilarla a las estructuras de gobierno de las naciones que suelen contar con un parlamento. La Iglesia no es así. Se reúne en sínodo para dejar actuar al Espíritu. Por eso, dijo expresamente: «No olvidemos esto: ha sido el Espíritu el que ha trabajado aquí». Y añadió que el resultado del sínodo no es un documento que tendrá más o menos efecto cuando sea presentado a los demás, sino el mismo hecho de haberse reunido sinodalmente, trabajar juntos y situarse bajo la acción del Espíritu.
Conviene no olvidar esta idea del Papa si queremos entender el sentido del sínodo y no interpretarlo desde una visión de la Iglesia puramente sociológica en la que se debaten problemas, se llega a acuerdos y se ejecutan como si fuera una empresa. «Por esta razón —dice el Papa— la información que se da es general y no son las cosas más particulares, los nombres, la forma de decir las cosas con las que el Espíritu Santo trabaja en nosotros».
La segunda idea que el Papa quiso ofrecer a los miembros del Sínodo se refiere a la Iglesia. Aludiendo a los tres últimos números sobre la santidad, que se recogen en el documento sinodal, el Papa recordó una fórmula de los Santos Padres que presenta a la Iglesia como la «casta meretriz». Recordó que nuestra Madre la Iglesia es santa, pero sus hijos somos pecadores. Es evidente que el Papa tenía ante sus ojos los problemas de los pecados de quienes formamos la Iglesia, pecados de los que se sirve el gran Acusador —como designa el libro de Job al diablo— para intentar manchar el rostro de la Iglesia. Cuando el Papa decía estas palabras, presidía la asamblea sinodal el patriarca Sako de la iglesia de Irak, que ha conocido la persecución de manera dramática. A renglón seguido, Francisco aludió a otro tipo de persecuciones que la Iglesia sufre hoy con acusaciones continuas que intentan ensuciarla. Y dijo: «Pero a la Iglesia no se la ensucia; a sus hijos sí, todos estamos sucios, pero la Madre no. Y por eso es hora de defender a la Madre; y a la Madre se la defiende del Gran Acusador con la oración y la penitencia. Por eso pedí, en este mes que termina en unos pocos días, que se rezase el Rosario, que se rezase a San Miguel Arcángel, que se rezase a Nuestra Señora para que siempre cubra a la Madre Iglesia. Sigamos haciéndolo. Es un momento difícil, porque el Acusador, atacándonos, ataca a la Madre, pero la Madre no se toca. Quería decir esto sinceramente al final del Sínodo».
Hay que agradecer al Papa estas confidencias al final del sínodo. Nos pone en guardia del peligro que todos tenemos de atacar a la Iglesia olvidando que cada uno de quienes la componemos somos pecadores. La paradoja de la Iglesia es precisamente ésta: que, por su unión a Cristo, es santa, como confesamos en el Credo; pero, al estar formada por hombres pecadores, nuestros pecados pueden desfigurar su rostro. Por eso, la mejor forma de amar a la Iglesia es vivir la santidad que nos trasmite como Esposa de Cristo y Madre nuestra. Y a una madre no se la toca.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.