Secretariado de Medios

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Jueves, 29 Noviembre 2018 11:44

Estad siempre despiertos. Domingo I Adviento

Estad siempre despiertos»

La Iglesia comienza su año litúrgico bajo el dinamismo de la esperanza. El Adviento impregna de esperanza nuestra vida. Jesús nos invita a esperar. Lo hace con imágenes expresivas: «No se os embote la mente con el vicio, la bebida y los agobios de la vida… Estad siempre despiertos». Sabe que el hombre puede caer en el sueño espiritual, que conduce a la muerte de la esperanza en algo que va más allá de lo que le aferra a esta vida: el vicio, la bebida, los agobios mundanos. Quien deja de esperar se desespera. La muerte tiene el camino abierto para anidarse en él.
El hombre no puede vivir sin esperanza. Necesita confiar en que la felicidad puede estar al alcance de la mano. Aspira a un mundo más justo y fraterno y lucha por conseguirlo, aunque se tope con su propia impotencia y los límites de los demás. Un mundo sin esperanza es un mundo inhabitable, inhumano. Pero si lo pensamos bien, en la entraña de la esperanza está siempre la confianza en alguien. Alguien que sostiene en la lucha; alguien que asegura un futuro mejor; alguien en quien se confía el logro de los anhelos profundos. En realidad, el hombre sólo puede esperar en alguien, no en algo que siempre será inadecuado a los deseos infinitos del corazón. Bien sabemos que ningún objeto, por valioso que sea, puede darnos la felicidad. Sólo alguien adecuado y semejante a nosotros es digno de nuestra confianza y sostenernos en la esperanza de la felicidad. Sólo el amor sostiene la esperanza, la acrecienta, la desarrolla en la historia en formas diversas de realización y plenitud humana.
En la tercera parte de la «Suma contra gentiles», Tomás de Aquino dice que todas las cosas aspiran a parecerse a Dios. Todo tiende hacia él, que es como decir: todos los seres le esperan. El Adviento, que simboliza la esperanza de la humanidad y del cosmos, es la espera de Dios. Esperamos a Alguien. Dios es el único que puede colmar la esperanza humana, porque, creados a su imagen, es el único adecuado al hombre. Y detrás de cada esperanza humana, por pequeña que sea, se esconde el deseo de Dios. Como dice Mauriac: «El que os pide fuego para un cigarrillo, si esperáis cinco minutos, os acabará pidiendo a Dios». Hay que tener paciencia para esperar a que germine en el corazón del hombres esta súplica: «Ven, Señor, no tardes más». Por eso, reducir el horizonte de la esperanza a lo mundano es conducir al hombre hacia la desesperanza, porque un cigarrillo, un placer sexual, un poco más de dinero, una satisfacción sensible —aunque sea legítima— sólo puede aumentar en el hombre la sed de plenitud. Por eso, es errónea la imagen que mucha gente se hace de la esperanza cristiana, al situarla en un futuro, en el que nuestro mundo haya desaparecido. Como si lo que vivimos aquí, en esta amada tierra, con nuestros seres queridos, no tuviera continuidad con los nuevos cielos y nueva tierra que esperamos. Dios quiere colmar ya aquí nuestra esperanza. La venida de su Hijo, en nuestra carne, el gozo de la Navidad, es ya el cumplimiento de las promesas de Dios, que quiere habitar entre los hombres para educarnos a vivir según la forma que alcanzaremos una vez consumada la historia. El mundo nuevo que esperamos no es algo, según dice Ch. Moeller, «prefabricado por Dios», que cae sobre nosotros como un aerolito provocando un terrible apocalipsis. Ese mundo nuevo viene en su Hijo, que asume nuestra condición humana para transformarla a su imagen de hombre nuevo. La eternidad entra en el tiempo y nos permite gustar ya aquí lo que un día gozaremos para siempre libre de toda atadura de imperfección y muerte. No esperamos algo; esperamos a Alguien. Se llama Dios con nosotros. Vivamos, pues, siempre despiertos.

Jueves, 22 Noviembre 2018 07:47

Cristo Rey. Domingo XXXIV.T.O

Cristo Rey:
Entre la esperanza y el juicio

El año litúrgico se clausura con la solemnidad de Cristo Juez. La Iglesia nos invita a mirar con seriedad hacia el futuro, conscientes de que un día seremos juzgados ante Cristo. En la construcción de los templos cristianos se solía representar en la parte oriental la venida de Cristo Rey, como el sol que viene de lo alto, anuncio de esperanza, y en la parte occidental el Juicio final, como invitación a la responsabilidad que espolea al cristiano a vivir atento a la rectitud de sus obras. Este juicio último alcanzó, por la fascinación que ejercía en los artistas, aspectos sombríos y amenazadores que desplazaron el matiz esperanzador que comporta también la venida del Señor. Es difícil separar ambos aspectos de la venida de Cristo, en la carne y en la gloria. Esperanza y temor son dos caras del juicio último, que, como aparece en dramáticas expresiones artísticas, establecerá definitivamente el destino de los hombres en la luz o en la oscuridad eternas.
Todo juicio tiene su fundamento último en la verdad. Aunque ésta resulte hoy poco valorada —se dice que vivimos en la posverdad, en decir, en la mentira— cuando el juicio nos amenaza de modo personal apelamos a la verdad y deseamos que se esclarezca con todos los medios a nuestro alcance. Porque el hombre no puede vivir sin verdad, a no ser que se recree en un absoluto cinismo. El juicio último de Dios es el triunfo de la Verdad, definitivo e inapelable. Un juicio que suscita esperanza para los hombres rectos que desean ver satisfechas sus aspiraciones de justicia, y, por el contrario, amargura y tedio en quienes viven de espaldas a la verdad.
Cuando Pilato, según el evangelio de hoy, pregunta a Cristo si es rey, porque de ello le acusan ante su tribunal, Jesús le deja claro que, efectivamente, lo es. Pero afirma que su reino no es de este mundo, es decir, no ha venido a competir con ningún rey de la tierra; más aún, define su condición de rey como ser «testigo de la verdad». Por eso, quien es de la verdad, escucha su voz. Ser de la verdad es vivir en el ámbito más hermoso de la libertad. «La verdad os hace libres», dice Jesús. Es la mayor exigencia ética del hombre: establecer su vida en la verdad, hacer de ella su estructura íntima, su hogar de paz y de gozo sin límites. Por eso, el juicio de Cristo al fin de los tiempos es fuente de esperanza porque sabemos que, al final, prevalecerá la verdad sobre toda impostura, falsedad, cinismo y mascarada. No hay nada oculto, dice Jesús, que no llegue a saberse, porque la verdad es luz que vence toda oscuridad. Para quienes son de la verdad, a pesar de las enormes dificultades que supone establecerse en ella, el juicio no es aterrador ni lúgubre. El juicio es luz, certeza de bien, anuncio de la belleza sin fin.
Quienes son de la verdad, escuchan a Cristo, le pertenecen. Saben que en él serán siempre libres. Cuando Pilato oye decir a Cristo que él ha venido a dar testimonio de la verdad, le pregunta: ¿y qué es la verdad? Pero no se detiene a escuchar la respuesta del reo a quien juzga. Esta actitud de Pilato es considerada por muchos exegetas como escepticismo, cobardía, desinterés o desprecio. Sea lo que sea, es evidente que Pilato estaba convencido de que Jesús era inocente y, presionado por los acusadores, condenó a Jesús lavándose las manos con agua, como si así quedara exento de culpa. En realidad, Jesús pasó de ser reo a juez; y Pilato, representante de todo un Imperio, se hizo reo al rechazar la verdad.
Al terminar el año litúrgico, cada cristiano debe mirar al futuro desde el Oriente, donde brilló el sol de Cristo, y desear que venga pronto a consumar la salvación.

Lunes, 05 Noviembre 2018 09:05

Revista Diocesana. Noviembre 2018

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Viernes, 02 Noviembre 2018 07:13

Comunicado Oficial

Nota ante la polémica sobre la estatua del diablo
Durante las últimas semanas se ha suscitado un encuentro dialéctico, acompañado de una protesta, ante la noticia de la colocación por parte del Ayuntamiento de Segovia de la figura del diablo en un lugar público de la ciudad. Ante las invitaciones directas e indirectas que algunos ciudadanos y cristianos han dirigido a los representantes de la Diócesis pidiendo la toma de posición de ésta sobre el tema en debate, este obispado tiene a bien manifestar:
La creencia en el diablo —bajo diversos nombres que muestran la complejidad de los estudios bíblico-teológicos y de otras ciencias sobre la demonología (satán, lucifer, diablo, demonio, príncipe de las tinieblas, acusador)— forma parte de la enseñanza dogmática católica y está presente dentro de la religiosidad popular cristiana.
El diablo existe y es a la vez signo y expresión del mal. Se manifiesta de diversas formas aunque, como describe Santo Tomás de Aquino, su apariencia es espiritual e incorpórea. Forma parte, por tanto, del acerbo religioso tanto del cristianismo como de otras confesiones.
Sobre la polémica suscitada por el tema en cuestión, consideramos que las autoridades del gobierno de la ciudad son libres y tienen potestad para reorganizar y regir la vida pública. Pero su tarea, además de ser coherente, ha de respetar las creencias religiosas de los ciudadanos. La religión es una creencia y praxis de los ciudadanos que pertenecen tanto al campo privado como público. Por esta razón, la autoridad debería saber modelar la tensión existente entre un signo religioso y un valor cultural.
Las autoridades de la ciudad tienen todo el apoyo de esta institución eclesiástica para la búsqueda del bien común de los ciudadanos entre los que se encuentran los cristianos con sus propias creencias quienes, al igual que otras religiones y grupos, tienen derecho a ser respetados en la manifestación de las mismas.

 

El domingo pasado el Papa Francisco clausuraba el sínodo sobre los jóvenes. El documento final, con las proposiciones de los padres sinodales, ha sido entregado al Papa para que, según su criterio, lo convierta en una exhortación postsinodal o lo sancione con su autoridad en el modo que considere oportuno.
Al final de la asamblea sinodal, el Papa improvisó un breve discurso que apenas ha sido comentado a pesar de decir que era «dos pequeñas cosas que me importan mucho». En primer lugar, dijo que «el Sínodo no es un Parlamento, sino un espacio protegido para que actúe el Espíritu Santo». El Papa sabe que existe una mentalidad sobre la Iglesia que pretende asimilarla a las estructuras de gobierno de las naciones que suelen contar con un parlamento. La Iglesia no es así. Se reúne en sínodo para dejar actuar al Espíritu. Por eso, dijo expresamente: «No olvidemos esto: ha sido el Espíritu el que ha trabajado aquí». Y añadió que el resultado del sínodo no es un documento que tendrá más o menos efecto cuando sea presentado a los demás, sino el mismo hecho de haberse reunido sinodalmente, trabajar juntos y situarse bajo la acción del Espíritu.
Conviene no olvidar esta idea del Papa si queremos entender el sentido del sínodo y no interpretarlo desde una visión de la Iglesia puramente sociológica en la que se debaten problemas, se llega a acuerdos y se ejecutan como si fuera una empresa. «Por esta razón —dice el Papa— la información que se da es general y no son las cosas más particulares, los nombres, la forma de decir las cosas con las que el Espíritu Santo trabaja en nosotros».
La segunda idea que el Papa quiso ofrecer a los miembros del Sínodo se refiere a la Iglesia. Aludiendo a los tres últimos números sobre la santidad, que se recogen en el documento sinodal, el Papa recordó una fórmula de los Santos Padres que presenta a la Iglesia como la «casta meretriz». Recordó que nuestra Madre la Iglesia es santa, pero sus hijos somos pecadores. Es evidente que el Papa tenía ante sus ojos los problemas de los pecados de quienes formamos la Iglesia, pecados de los que se sirve el gran Acusador —como designa el libro de Job al diablo— para intentar manchar el rostro de la Iglesia. Cuando el Papa decía estas palabras, presidía la asamblea sinodal el patriarca Sako de la iglesia de Irak, que ha conocido la persecución de manera dramática. A renglón seguido, Francisco aludió a otro tipo de persecuciones que la Iglesia sufre hoy con acusaciones continuas que intentan ensuciarla. Y dijo: «Pero a la Iglesia no se la ensucia; a sus hijos sí, todos estamos sucios, pero la Madre no. Y por eso es hora de defender a la Madre; y a la Madre se la defiende del Gran Acusador con la oración y la penitencia. Por eso pedí, en este mes que termina en unos pocos días, que se rezase el Rosario, que se rezase a San Miguel Arcángel, que se rezase a Nuestra Señora para que siempre cubra a la Madre Iglesia. Sigamos haciéndolo. Es un momento difícil, porque el Acusador, atacándonos, ataca a la Madre, pero la Madre no se toca. Quería decir esto sinceramente al final del Sínodo».
Hay que agradecer al Papa estas confidencias al final del sínodo. Nos pone en guardia del peligro que todos tenemos de atacar a la Iglesia olvidando que cada uno de quienes la componemos somos pecadores. La paradoja de la Iglesia es precisamente ésta: que, por su unión a Cristo, es santa, como confesamos en el Credo; pero, al estar formada por hombres pecadores, nuestros pecados pueden desfigurar su rostro. Por eso, la mejor forma de amar a la Iglesia es vivir la santidad que nos trasmite como Esposa de Cristo y Madre nuestra. Y a una madre no se la toca.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

La Catedral de Segovia acogió este último domingo del mes de octubre un acto religioso poco habitual pero de gran importancia para la vida diocesana: la recepción por Álvaro Marín Molinera de los ministerios laicales de acólito y lector.
Álvaro, uno de los dos seminaristas mayores con que cuenta la diócesis, dio así un paso más en su preparación como servidor del pueblo de Dios. El acto del que fue protagonista y en el que se halló arropado por su familia y muchos fieles segovianos deseosos de comprobar cómo nuestra Iglesia particular va dando pasos adelante en su misión evangelizadora, es preceptivo antes de recibir el sacramento del Orden sacerdotal y está orientado a su participación cada vez más activa en los menesteres litúrgicos y celebrativos.
Cerca de concluir su formación teológica en Salamanca Álvaro enriquece su experiencia pastoral colaborando en la Unidad Parroquial Centro, en Segovia capital, y también presta su ayuda en la pastoral juvenil y en el seminario menor de la diócesis.

Viernes, 26 Octubre 2018 07:10

Maestro, que pueda Ver

La curación del ciego Bartimeo, narrada en el evangelio de este domingo, describe magistralmente la situación del hombre que necesita salir de la oscuridad a la luz. El evangelista presenta el estado menesteroso del ciego que pide limosna al borde del camino por donde pasa Jesús. Oyendo que pasaba, le invoca con un título mesiánico —Hijo de David— y pide compasión. Como suele ocurrir, la gente le increpa para que no moleste con sus súplicas, pero él seguía gritando sin desfallecer. Jesús se detiene y pide que le llamen. El ciego da un salto, suelta su manto y se acerca a Jesús. El diálogo es escueto, dirigido a lo esencial: ¿Qué quieres que haga por ti?, pregunta Jesús. El ciego responde: Maestro, que pueda ver. Y Jesús accede con estas palabras: «Anda, tu fe te ha curado». El evangelista añade: «Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino».
El encuentro del hombre con Jesús tiene en esta escena un valor ejemplar. Todos necesitamos ver. Sin luz no podemos andar el camino. La ceguera es, en cierto sentido, la imagen del hombre necesitado de Dios. Son muchos los que no creen, pero desearían creer. No hace mucho, una destacada periodista decía, ante la situación vital por la que pasaba, que desearía creer, pero no sabía cómo llegar a la fe. El ciego suplica, insiste, hasta que Jesús se para en el camino. La fe comienza por una súplica ardiente, profunda, que nace de la necesidad más radical del hombre: poder ver.
Ante esta necesidad, son muchos los que pretenden silenciar la súplica, sofocar la plegaria. Carecen de la compasión más elemental y humana, que nos hace solidarios con los hombres que viven en la oscuridad. Por eso, la petición del ciego es muy sencilla y radical: Maestro, que pueda ver. No pide dinero, ni ayuda material. Pide la luz. Necesita ver.
Jesús realiza el milagro al ver la fe de aquel hombre necesitado de compasión. Una vez curado, dice el evangelista que lo seguía por el camino. El beneficiado del milagro se convierte en seguidor de Jesús. Es la respuesta lógica a la gracia recibida. De modo indirecto, se dice que la visión que otorga Jesús nos sitúa en el seguimiento de su persona. El camino es él mismo, que va delante de nosotros para no perdernos. Podemos decir que la visión física no es nada comparada con la visión espiritual, que nos permite discernir el camino de la verdad para llegar a la meta. En otro pasaje del evangelio de Juan, Jesús cura a un ciego de nacimiento. Los fariseos no quieren aceptar que Jesús ha hecho el milagro y someten al ciego a un sin fin de preguntas dudando de que fuera ciego. Al final, Jesús pronuncia una sentencia que pone al descubierto la paradoja del hombre que, ante la acción de Dios, se niega a creer: «Para un juicio he venido a este mundo —dice Jesús—: para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». Al escuchar estas palabras, los fariseos le preguntan con ironía: «¿También nosotros estamos ciegos? Jesús les contestó: Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado, pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece» (Jn 9,39-41).
El hombre de hoy adolece de autosuficiencia. Creemos que captamos en profundidad el misterio de la vida. Nos parece que nuestra visión de las cosas es certera, objetiva, sin margen de error. Esta actitud nos impide, aunque sea de modo inconsciente, abrirnos al horizonte de la fe. Como dice Jesús, somos ciegos que creen ver, seguros de sí mismos y de sus conocimientos adquiridos. Necesitamos sentirnos ciegos ante el gran misterio de la vida humana. Pedir la limosna de la luz, suplicar la compasión de Dios. Sólo entonces se opera el milagro porque Dios escucha el grito de sus hijos.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

Miércoles, 24 Octubre 2018 09:17

Comunicado oficial Obispado de Segovia

Nota de la Diócesis de Segovia sobre el uso de templos y objetos religiosos

El Obispado de Segovia quiere salir al paso de algunas noticias referidas al uso de templos para conciertos y a la administración de otros objetos religiosos sagrados.

La Iglesia considera que los templos dedicados al culto son lugares que han sido consagrados para que se dediquen a la Liturgia y a la transmisión de la fe. El último responsable de que este fin se cumpla es el Obispo. Para ello, nombra un administrador, ordinariamente el párroco en cada parroquia, o una institución religiosa que actúa en su nombre

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Normativa sobre conciertos en Iglesia

Viernes, 19 Octubre 2018 08:49

Cambia el Mundo.

 

La campaña del Domund para este año se presenta bajo el lema «cambia el mundo». Puede parecer pretencioso y utópico, pues muchos consideran que es imposible cambiarlo. Existen motivos para el desencanto. La llamada posmodernidad se caracteriza, entre otras cosas, por la desilusión ante las ideologías o «mitologías», según la terminología de G. Steiner, que han pretendido sin éxito cambiar el mundo. Quienes esperaban que, después del fenómeno conocido como la «muerte de Dios», el hombre, liberado de la supuesta «esclavitud» religiosa, conseguiría lo que las religiones no han logrado, ocuparía el lugar de Dios y construiría un mundo feliz, se han visto obligados a reconocer el fracaso. La pregunta sigue formulada: ¿Es posible cambiar este mundo?
La Iglesia no tiene duda: es posible. Este mundo puede cambiar si cambian los hombres ayudados por la gracia de Dios. Es verdad que el cambio definitivo del mundo sólo sucederá con la venida gloriosa de Cristo cuando todo le sea sometido y la muerte vencida para siempre. Pero el mundo ha empezado a cambiar desde que el Hijo de Dios asumió nuestra carne, murió y resucitó para llevarnos al Padre. Ahí empezó el cambio que no tiene vuelta atrás. Por eso, la Iglesia no deja de anunciar a Cristo como esperanza del mundo. Él es el motor de la historia que la lleva a plenitud, entre luces y sombras, ciertamente, pero con la certeza de que el bien es más poderoso que el mal y la verdad triunfa siempre sobre la mentira.
El Domund nos invita a la esperanza, porque nos urge a convertirnos en testigos del Resucitado y nos propone el anuncio del Evangelio como la fuerza más eficaz para cambiar el mundo. Ser discípulos misioneros, como quiere el Papa, es vivir con la convicción de que Cristo puede cambiar el corazón del hombre y convertirlo en germen y fermento del mundo nuevo que anhelamos. En torno a cada cristiano y a cada comunidad que vive con sinceridad su fe y se entrega a Cristo como instrumento dócil en sus manos, se hace realidad la transformación de este mundo y se adivina lo que puede llegar a ser si todos los hombres se dejaran renovar por el amor de Dios. Dios no se niega a sí mismo cuando nos promete que hay un cielo nuevo y una tierra nueva donde habita la justicia, la misericordia y la paz.
¿Cómo llegar a ello? El Papa Francisco nos lo ha recordado recientemente en su carta Gaudete et Exsultate sobre la santidad en el mundo actual: viviendo y practicando las bienaventuranzas. Cada cristiano, que cree en la santidad y se ejercita en ella, se convierte en ese nuevo mundo, real y palpable, que contradice cualquier ideología meramente intramundana y que es capaz de suscitar en los hombres la esperanza de que este mundo tiene en su entraña la fuerza sanadora y transformadora de la gracia de Cristo. Por eso el Papa se dirige a cada cristiano y le dice: «Tú también necesitas concebir la totalidad de tu vida como una misión. Inténtalo escuchando a Dios en la oración y reconociendo los signos que él te da. Pregúntale siempre al Espíritu qué espera Jesús de ti en cada momento de tu existencia y en cada opción que debas tomar, para discernir el lugar que eso ocupa en tu propia misión. Y permítele que forje en ti ese misterio personal que refleje a Jesucristo en el mundo de hoy» (GeE 23).
Esta es la esperanza que no defrauda nunca, ni al cristiano ni al mundo: Saber que Dios nos ofrece vivir para la misión, es decir, para que en cada uno de los redimidos por Cristo se forje su propio misterio personal y en cada uno se refleje el único que tiene poder para hacer nuevas todas las cosas.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

Martes, 09 Octubre 2018 07:53

Iglesia en Segovia. Septiembre 2018

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