Secretariado de Medios

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La libertad es un don precioso que el hombre protege con todas sus fuerzas para que no se lo arrebaten. Pero la libertad implica también a uno mismo, pues —querámoslo o no— con harta frecuencia somos esclavos de nosotros mismos. Podemos gritar: ¡libertad, libertad!, y ser pobres esclavos en la cárcel que nos fabricamos. Cuando Pablo dice que «para ser libres nos liberó Cristo», no se refiere a esclavitudes externas, como la del pueblo de Israel en Egipto o en Babilonia. El apóstol se refiere a la libertad que Cristo nos da al rescatarnos de nuestras esclavitudes internas: el tributo que pagamos servilmente a nuestro amor propio. Por eso, el apóstol aclara: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; ahora bien, no utilicéis la libertad como estímulo para el egoísmo; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor» (Gál 3,13). En realidad, nacemos esclavos de nuestro yo, y la vida nos reta a ser libres mediante la entrega generosa a los demás. Por eso, la tentación del hombre en su marcha hacia la libertad es mirar hacia atrás añorando todo aquello de lo que se ha desprendido. El pueblo de Israel, ante la dificultad de ser libre en el desierto, miraba hacia atrás y hambreaba los ajos y cebollas de Egipto, es decir, la esclavitud en la que en cierto sentido vivía cómodamente; al menos, con ajos y cebollas.
En el evangelio de hoy, Jesús dice que quien mira hacia atrás no vale para el Reino de Dios. El contexto de estas palabras es el relato de tres personas que se acercan a Jesús porque quieren seguirle, y Jesús les plantea la vocación con toda claridad. A uno le dice: las zorras tienen madrigueras y los pájaros nido, pero yo no tengo donde reclinar la cabeza. Otro quiere seguirle pero le pide primero enterrar a su padre, es decir, esperar a que su padre muera. Jesús le responde sin contemplaciones: deja que los muertos entierren a sus muertos. Por último, otro le pide despedirse de su familia antes de seguirle, y Jesús replica: quien pone la mano en el arado y mira hacia atrás no vale para el Reino de Dios.
¿Qué se esconde detrás de esta pedagogía sorprendente? Sencillamente la llamada a la libertad. Dios no admite condiciones cuando se trata de servirle y trabajar por su Reino. Quiere hombres libres: sin ataduras de ningún tipo. La vocación es una llamada a la libertad plena, la que se ejercita frente a sí mismo cuando el hombre pone su vida a disposición de Dios. Mirar hacia atrás supone retornar a la esclavitud, al anhelo de lo que un día se entregó incondicionalmente. Es la tentación del hombre que desea recuperar espacios para sí mismo olvidando que Dios basta y llena la vida plenamente. Se añoran los afectos perdidos, las posesiones abandonadas y hasta los pecados cometidos. Preferimos la esclavitud a la libertad.
Cristo educa en la libertad. Cuando envía a los suyos a predicar, les pide que no lleven nada, salvo un bastón y sandalias. Se trata de vivir en la confianza suprema en Dios y a la intemperie. Este tipo de libertad hoy no se entiende, por eso escasean las vocaciones. Preferimos depender de nosotros mismos, de nuestras cosas, seguridades, costumbres arraigadas, diversiones y todo tipo de distracciones. Exaltamos la libertad, pero si nos miramos bien, somos más esclavos de lo que creemos. Mirar hacia el futuro engrandece nuestra sed de libertad y de progreso. Mirar hacia atrás nos impide desarrollar nuestras posibilidades y nos ata al pasado del que terminamos dependiendo con la falsa ilusión de conservar nuestra historia. Pero sólo quien pone la mano en el arado y deja de mirar atrás, abre surcos de vida y de esperanza. Sólo ese vale para el Reino de Dios.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

El acto tendrá lugar el próximo día 26 de junio, a las 20.00 horas, en el interior del Palacio Episcopal y estará amenizado por la Orquesta Sinfónica californiana Mira Costa.

El Palacio Episcopal de Segovia dispondrá desde el próximo día 26 de un elegante jardín romántico de influencia francesa. Entre las intervenciones que se han llevado a cabo para la puesta en valor de este pintoresco espacio destacan: la plantación de césped natural y otras plantas de ornamentación, la sustitución de toda la instalación eléctrica, tratamiento y arreglo de árboles catalogados como bien de interés cultural e instalación de escenario para eventos musicales. Además, dicho jardín estará disponible para su utilización en eventos gastronómicos y sociales. Toda intervención se ha llevado a cabo de acuerdo a las pautas establecidas por la Comisión Territorial de Patrimonio.

La puesta en valor de este entorno natural privilegiado incluirá la actuación de la Orquesta Sinfónica Mira Costa HS. Esta agrupación musical californiana es reconocida mundialmente por presentar un programa diverso y de excelente calidad para sus múltiples conciertos anuales. Ha actuado en algunos de los mejores escenarios del mundo como el Beijing Concert Hall, el Shangai Oriental Arts Center, el Carnegie Hall de Nueva York y el Walt Disney Concert Hall.

Esta actuación forma parte de la serie de conciertos musicales que artiSplendore y Performinspain organizan en diferentes espacios monumentales de España. La entrada será gratuita pero tendrán que retirarse las invitaciones en el Gastrobar, Batihoja, situado en el patio del Palacio Episcopal.

Viernes, 21 Junio 2019 07:41

Eucaristía: Dios abajado.Corpus Christi.

Puede abajarse Dios más de lo que se ha humillado en un trozo de pan y un poco de vino? ¿Pude pensarse mayor humildad que la de quedar al alcance de la mano como alimento de pobres y sencillos?
La revelación cristiana conoce muchos abajamientos de Dios. En el Edén, a la brisa de la tarde, Dios bajaba a pasear con Adán y Eva. Se dejó acoger por Abrahán en su tienda del desierto, bajo figura de tres caminantes. Luchó cuerpo a cuerpo con Jacob como si fuera un semejante. Permitió que Moisés le viera la espalda —nunca el rostro— y hablaba con él como con un amigo. En todo esto, Dios siempre protegió su trascendencia. Pero anunció que sería pastor y cordero, gusano y cacharro inútil, un maldito colgado del madero.
Al llegar la plenitud de los tiempos —es decir, cuando el tiempo alcanzó su madurez— el Hijo de Dios tomó nuestra carne, asumió nuestra vida y nuestra muerte. Nació y vivió pobre. Murió desnudo y ultrajado. Sufrió el desprecio, la blasfemia, el rechazo y la ignominia. Vendido y negado por dos de los suyos. Crucificado entre dos malhechores. ¿Hay mayor abajamiento? Sí, lo hay.
Descendió al sepulcro en una «noche» terrible que ha permitido decir: «Dios ha muerto». ¿Quién creerá nuestro anuncio?, se preguntaba el profeta, previendo cuánto costaría aceptar que Dios se abajaba hasta tal punto. Es como si Dios quisiera enseñar que se negaba a sí mismo para que entendiéramos que en él la fuerza de la gravedad es el amor, por el que desciende y se anonada hasta el sacrificio de sí mismo «por vosotros y por muchos».
¿Puede abajarse aún más? Sí, repartiéndose como el pan que multiplica sus manos en el evangelio de hoy, solemnidad del Corpus Christi. Jesús levanta los ojos al cielo, suplica y da gracias al Padre, y los cincos panes se multiplican como profecía de lo que hará con su cuerpo partido en la cruz en ofrenda al mundo. Como la sangre derramada para el perdón de los pecados. Jesús se autoprodiga en una donación de sí mismo que alcanza al último rincón del mundo, donde un sagrario conserva al mismo Dios escondido y humillado en un trozo de pan.
Cuando Jesús reparte su cuerpo y sangre en la última cena no hace magia. Anuncia su donación en la cruz: y este gesto quedará para siempre en la memoria de la Iglesia, de modo que, al repetirse, todos sabemos que es Cristo vivo dándose en su existencia encarnada y gloriosa. Siempre será reconocido en la fracción del pan, por la sencilla razón de que tal abajamiento, humildad y entrega sólo es posible en Dios. Por eso, la Eucaristía resume y concentra todos los dogmas de la Iglesia y revela como ningún otro misterio la trascendencia de Dios en su inconcebible e inefable inmanencia. En la Eucaristía se juntan cielo y tierra, autoridad y servicio, divinidad y humanidad, gloria y pobreza, tiempo y eternidad. La Eucaristía es el Amor en acto. Por eso, dice Pablo que cada vez que comemos este pan y bebemos este cáliz, anunciamos la muerte del Señor hasta que venga. Anunciar la muerte del Señor es lo mismo que actualizar su memoria: la memoria de lo que él hizo, hace y hará por nosotros: amar hasta dar la vida. Sólo en este contexto de hacer lo que él hizo podemos celebrar y vivir la Eucaristía. Sólo así entendemos la humildad de Dios, que nos invita a entregar la vida como él y a abajarnos —nosotros que somos puro barro— cada vez que tengamos la tentación del orgullo, que es autoidolatría. Pasó entonces y sigue pasando ahora en la Iglesia: que mientras Jesús se disponía al máximo abajamiento en la entrega de su cuerpo y de su sangre, los discípulos discutían entre sí quién era el mayor entre ellos. ¿Cuándo nos enteraremos de una vez que Dios se ha hecho pan al alcance de la mano?

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

La Trinidad y la vida contemplativa

 

El domingo de la Santísima Trinidad la Iglesia nos invita a orar por quienes forman la vida contemplativa. Son hombres y mujeres que, a diferencia de quienes se dedican a la vida activa, escogen el silencio, la oración y el trabajo para dedicarse a Dios mediante la contemplación de su verdad, bondad y belleza. La importancia de este modo de vivir sólo se comprende si tenemos en cuenta que Dios es el Absoluto, bien supremo y felicidad infinita. Dios supera todo lo creado e imaginable. De ahí que haya personas que experimenten la atracción irresistible de buscar su rostro, contemplar en la fe lo que un día será la visión cara a cara de Dios, meta de todo hombre.
En un mundo que ha perdido —hablamos en general— el sentido de la trascendencia, no es fácil entender la vida contemplativa que da sentido a tantos monasterios. Sin embargo, cuando la gente se acerca a estos lugares de paz, silencio y oración, y participa en la liturgia, descubre ese otro mundo que habitualmente resulta desconocido. Hasta personas que no creen, confiesan, cuando pasan por un monasterio, que hay algo que les invade como una ráfaga de otro mundo imperceptible para los sentidos, pero real. Es el mundo de Dios en el que se adentran quienes aspiran a la contemplación.
Con mucha frecuencia, se piensa que lo más importante del hombre es hacer. El homo faber se ha convertido en el prototipo que construye civilizaciones, técnicas, arte y cultura. Es evidente que el hombre ha sido creado para la acción. «Creced, multiplicaos, dominad la tierra y sometedla», dice el Creador a Adán y Eva. Pero no olvidemos que este mandato de Dios sólo se explica desde el presupuesto de que el hombre ha sido hecho «a imagen y semejanza de Dios». Y Dios, además de Creador, es relación entre las tres divinas personas. Su ser más íntimo es esta comunión interpersonal que hace de la vida de Dios una fascinante realidad de comunicación amorosa. Entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fluye la vida divina no sólo entre ellos sino entre quienes, por la gracia del bautismo, participamos de su mismo ser.
Para la vida contemplativa, por tanto, la Santísima Trinidad es el icono en que mirarse para realizar su vocación. Cada una de las tres personas nos introduce en el diálogo eterno del único Dios que busca relacionarse con el hombre. Y los tres, en su armonía indestructible, nos enseñan a vivir como reflejo de su comunión. Un misterio tan insondable hace de la contemplación una tarea inacabable, pues Dios, en su inmensidad sin principio ni fin, siempre está más allá de nuestras posibilidades de comprensión. Sólo a través del silencio interior y exterior, de la adoración y de la súplica confiada, de la acogida de lo que nos sobrepasa, podemos llegar a ser contemplativos, aunque no vivamos en un claustro. Dios se revela a quienes le buscan con humildad y sencillez de corazón, y, sobre todo, a los que le aman. Como dice Jesús, Dios pone su morada en quienes cumplen su voluntad y le agradan en todo.
Contemplar a Dios no es sólo tarea de las personas contemplativas sino de todo hombre que tiene su origen y meta en Dios. Y aunque nos parezca difícil hacerlo, no olvidemos que, al hacerse hombre, el Hijo de Dios nos ha facilitado el camino, pues quien ve al Hijo ve al Padre, dado que ambos son uno. Y ambos viven en el amor del Espíritu Santo que, según san Pablo, ha sido derramado en nuestros corazones para que podamos llevar la vida misma de Dios. En realidad, basta recordar que cada cristiano es templo vivo del Espíritu de Dios y no olvidar que Dios «es más íntimo a nosotros mismos que nuestra propia intimidad» (San Agustín).

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

El pensamiento teológico moderno ha acentuado la importancia del Espíritu en la vida del cristiano. Es comprensible que la espiritualidad cristiana se haya centrado en Cristo, único Mediador entre Dios y los hombres. Se empobrece, sin embargo, la fe si olvidamos que Cristo ha venido a revelarnos al Padre para mantener con él una relación de hijos. Y esto no sería posible si no hubiéramos recibido el Espíritu Santo, que conduce a la Iglesia desde su inicio hasta su consumación. Marginar al Espíritu Santo de la vida cristiana nos incapacita para ser cristianos. El tiempo que va desde la Ascensión hasta la venida gloriosa de Cristo se llama «tiempo de la Iglesia» o «tiempo del Espíritu».
En general, a los cristianos nos cuesta mantener una relación vital con el Espíritu Santo. Quizás, porque, de las tres personas de la Trinidad, sea la más difícil de representar. Del Padre y del Hijo tenemos representaciones accesibles, especialmente del Hijo, que tomó nuestra carne. El Espíritu es representado simbólicamente mediante el viento, el agua, las lenguas de fuego que aparecen sobre la cabeza de los apóstoles en Pentecostés. También influye en esta incapacidad para representarnos al Espíritu el poco valor que la sociedad actual da a «lo espiritual», que ha quedado marginado, privado de consistencia, y reducido a lo que subjetivamente el hombre considera experiencias íntimas, sean o no verdaderamente espirituales. Hablando con propiedad, «lo espiritual» en el cristianismo tiene dos acepciones: la más general se refiere a esa parte de nuestro ser, que, junto a lo material, constituye nuestra identidad: somos seres espirituales. En nosotros, hay «algo» que no se reduce a la materia. La segunda acepción es la más original del cristianismo: lo «espiritual» es todo lo que se refiere al Espíritu Santo recibido en el bautismo, y que desarrolla la vida cristiana en nosotros. Por eso decimos que el cristiano es «templo del Espíritu Santo», pues habita y actúa en nosotros con su fuerza personal. Podemos decir que la historia de la Iglesia es todo lo que el Espíritu Santo ha realizado, con la colaboración de quienes se han hecho dóciles a su inspiración. El desarrollo de la vida de la Iglesia es inexplicable sólo desde la mera sociología. Pentecostés es la acción sobrenatural de Dios en la primitiva comunidad apostólica. Sin esa acción propia y directa de Dios, la Iglesia no habría nacido ni se habría desarrollado. Se explica así que el pecado más grave que puede cometer un cristiano es oponerse a la acción del Espíritu. Y la virtud más típica del cristiano es la docilidad al Espíritu.
Hace no muchos días, un periodista de brillante pluma publicaba un valiente artículo, en el que alertaba del olvido de la «dimensión trascendente que nos diferencia de las bestias y vuelve nuestras vidas sagradas». Afirmaba que «sin espiritualidad carecemos de sentido». A eso nos ha llevado expulsar a Dios «de las aulas, de los periódicos, de los programas de televisión, de las conversaciones con los amigos, como si fuera un objeto obsoleto que alguien ha subido al desván». Es un certero juicio de lo que sucede en nuestra sociedad. Llevamos demasiado tiempo pretendiendo arrancar a Dios de la tierra doliente en que vivimos. Y buscando sustituir su presencia con el llamado laicismo —que no laicidad—, como si lo laico estuviera en guerra con lo espiritual y religioso. El realidad el hombre ha querido vengarse de Dios, pero como sucedió en Babel no lo ha conseguido. Se ha hundido en su propia confusión: de lenguas y de conductas. Ha olvidado que existe Pentecostés, es decir, el triunfo del Espíritu sobre la carne.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

Los cristianos confesamos en el Credo que Jesús subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Son dos imágenes que no pueden interpretarse literalmente, porque el cielo al que sube Jesús no es el que contemplamos sobre nuestras cabezas ni el Padre tiene derecha e izquierda como si fuera un ser humano. Los evangelistas utilizan imágenes asequibles para visualizar los misterios de la fe. Cuando Jesús habla de su partida de este mundo creado, dice que se va al Padre. Este mundo, por hermoso que sea, es creación de Dios, obra suya. Por la resurrección, Jesús ha trascendido esta creación, ya no está sujeto a las leyes de este mundo ni condicionado por el espacio y el tiempo. Ha entrado para siempre en el mundo de Dios. Antes de encarnarse —dice el prólogo de Juan— estaba junto a Dios, y, resucitado, vuelve a Dios. «Elevarse al cielo» es afirmar que Cristo retorna al Padre como Señor de todo lo creado. Eso significa sentarse a la derecha de Dios, imagen bíblica que subraya la idea de que el Hijo posee la misma gloria que el Padre.
En el relato de la Ascensión, según dice Lucas en los Hechos de los Apóstoles, hay otro aspecto de este misterio que nos afecta a nosotros. Dice el relato que, mientras Jesús ascendía al cielo, sus discípulos se quedaron con la mirada fija en el cielo, viéndole irse. Dos hombres de blanco —una forma de designar a los ángeles— les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hch 1,11). Sin decirlo expresamente, Lucas está indicando la misión de los cristianos y de la Iglesia. Entre la partida de Jesús y su retorno al fin de la historia, los seguidores de Cristo no deben permanecer con los brazos cruzados. El cielo no es nunca una excusa para desentendernos de la tierra. Antes de su partida, Jesús dice a los suyos que serán sus testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo. Partiendo de Jerusalén se dispersarán por todo el mundo para testimoniar todo lo que Jesús ha dicho y hecho. El cristianismo es misión, testimonio, vida apostólica. La mística cristiana no nos separa de este mundo, sino que nos introduce en él con la fuerza del Espíritu para transformarlo según el proyecto de Dios. Por eso, celebramos en este día la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, subrayando con ello que la fe cristiana es un anuncio gozoso de salvación que debe ser comunicado a todos los hombres. Silenciar esta Buena Noticia es un atentado al núcleo mismo del evangelio, una infidelidad al mandato de Cristo: id y enseñad a guardar lo que yo os he mandado.
Es frecuente escuchar hoy que la religión es un asunto privado. Nada hay más opuesto a la entraña de la religión, y del cristianismo, que este despropósito. La religión es un hecho social y público indiscutible. Los creyentes no vivimos censurándonos a nosotros mismos ni ocultándonos ante la opinión pública. La fe religiosa pertenece al patrimonio universal de los pueblos. Cuando Jesús predica el evangelio, lo hace públicamente, en las calles, plazas y sinagogas. Sólo quienes pretenden imponer su «religión» a los demás tienen la osadía de censurar la libertad de los creyentes para expresar sus creencias y convicciones. Los cristianos, y los hombres de fe en general, no estamos en el mundo para quedarnos mirando al cielo en un misticismo desencarnado de la realidad. Somos artesanos, trabajadores, cooperadores de la verdad de Cristo en un mundo que necesita la presencia de Aquel que ha sido constituido Señor de cielos y tierra y ha revestido a los suyos con su mismo poder y autoridad.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

Martes, 28 Mayo 2019 10:32

Revista Diocesana. Junio 2019

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Viernes, 24 Mayo 2019 12:27

La Pascua del Enfermo

El sexto domingo de Pascua celebramos la Pascua del enfermo. El lema de este año toma las palabras de Jesús: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Es una invitación a ofrecer a los demás la salvación de Cristo, don gratuito del Resucitado. Un don que no tiene precio.
Entre los predilectos del Señor y de la Iglesia están los enfermos. Cuando envía a los apóstoles, les dice: «curad enfermos» (Mt 10,8). Y cuando nos juzgue al fin de la historia, incluirá entre los criterios de salvación o condena el de «estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,36). Cristo se ha identificado con los enfermos de manera explícita y ha querido situarlos en las prioridades del Reino que anuncia y trae la salvación. De ahí que la Iglesia, desde sus orígenes, los ha distinguido con la oración constante por su salud y la ayuda en su necesidad material y espiritual. Baste recordar que hay un sacramento dedicado a implorar la salud del cuerpo y del alma de los enfermos. Un sacramento que responde de manera personal y directa a la fragilidad de la condición humana cuando experimenta su propio límite, la infirmitas propia del hombre.
El hombre es, según la Biblia, «sangre y carne». Con esta expresión, se quiere decir: pura fragilidad. Tarde o temprano, todo hombre experimenta el límite de su naturaleza, cuando falla alguno de sus mecanismos físicos o síquicos. Decía san Agustín que «quien larga vida desea, larga enfermedad desea», aludiendo a un hecho incontestable: cuanto más larga es la vida, más aumenta la posibilidad de experimentar la enfermedad que llevamos dentro: nuestra condición mortal, que se manifiesta cuando, con más o menos fuerza, nos visita la enfermedad.
La atención a los enfermos es un signo de comunión en el dolor y en la esperanza. La Iglesia, como una auténtica familia, se apiña junto al enfermo para sostenerlo como el miembro más necesitado. Y todos sabemos hasta qué punto es necesario el acompañamiento de los enfermos. Como también sabemos que los familiares y los que se dedican al cuidado de los enfermos deben, a su vez, ser sostenidos por la comunidad eclesial. Enfermedades largas, dolorosas, que conllevan procesos y tratamientos médicos complejos, de atención durante las veinticuatro horas del día, pueden minar la fortaleza de los cuidadores, y convertirse en auténticos calvarios que necesitan la presencia de los cristianos, como hizo María al pie de la cruz de su Hijo.
La enfermedad es también una ocasión extraordinaria para descubrir el sentido cristiano del dolor como lugar donde quien sufre descubre la oportunidad de unirse a Cristo doliente y ofrecerse con él al Padre. Los sacerdotes sabemos por experiencia que esos momentos duros de la vida pueden convertirse en ocasiones para crecer interiormente, aceptar la propia limitación y descubrir que el hombre no sólo es materia que se deteriora sino espíritu que tiene la capacidad de asumir y trascender los límites materiales y reconocer que Dios es el Buen Pastor que nos conduce en ocasiones por cañadas oscuras disipando los temores propios de nuestra fragilidad. ¡Cuántas personas han encontrado el sentido pleno de la vida al experimentar pruebas que, en un primer momento, se resistían a aceptar! La Pascua del enfermo es una ocasión para proclamar el gozoso mensaje de Pascua: El Resucitado, venciendo la muerte, ha iluminado de modo definitivo la fragilidad de nuestra condición y nos enseña que, en la peregrinación hacia la casa del Padre, todo lo que forma parte de nuestra vida —incluyendo al dolor y la enfermedad— ha sido asumido por él y redimido, de manera que en la salud y en la enfermedad tenemos la certeza de su salvación.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

La diócesis de Segovia organiza una jornada festiva para las familias.
El entorno de la Virgen de la Aparecida, lugar de celebraciones de muchos matrimonios segovianos, acogerá la peregrinación de las familias que deseen participar de una jornada de campo y fe.
El punto de encuentro escogido y desde donde se saldrá caminando será el santuario de Nuestra Señora de la Fuencisla, a partir de las 11:15, por la senda verde del Eresma, hasta la Virgen de la Aparecida, el trayecto tiene una duración aproximada de una hora. Es necesario ir provistos de calzado cómodo, protección solar, agua y comida.
Antes de la comida en la pradera, se compartirán juegos y diferentes dinámicas.
Con la Eucaristía presidida por D. César a las 17:00 horas, se dará por concluida la actividad que supone también la cierre del curso pastoral para el Secretariado de familias.

Jueves, 16 Mayo 2019 08:05

La señal del amor. D. V. de Pascua.

 

En el evangelio de este domingo Jesús anuncia que le queda poco tiempo de estar con los suyos. Su partida al Padre en la Ascensión es inminente. Sus palabras hablan de la gloria que recibirá del Padre, que es una clara referencia a la resurrección, aunque también la gloria —por paradójico que parezca— se refiere a la cruz. ¿En qué sentido? En la cruz, cuando Cristo sea levantado sobre el madero de la ignominia, revelará el amor que tiene a los hombres dando la vida por ellos. Cuando hablamos de la cruz gloriosa de Cristo confesamos que en ella el amor ha sido enaltecido al grado más alto: no hay amor más grande que el de dar la vida por los demás. Esa es la gloria de Cristo y también la del hombre. Lo entendemos bien cuando alguien ofrece su vida para salvar a otro. Un gesto así vale por sí mismo; no necesita comentarios. Por amar así, y porque el Hijo de Dios no podía quedar sometido al poder de la muerte, Dios lo ha glorificado resucitándolo de entre los muertos.
A la luz de esta verdad entendemos que, al despedirse, Jesús deje a sus discípulos el mandamiento del amor. Es un mandamiento nuevo, no porque antes de Cristo no se conociera la supremacía del amor, piedra angular de la moral judía. Es nuevo, porque Cristo encarna una forma de amar radicalmente nueva. O si queremos decirlo de otra manera: Cristo revela en su plenitud y grandeza qué significa amar. Por eso, no dice que nos amemos como lo hacía los justos del Antiguo Testamento, sino como él mismo nos ha amado. La señal por la que se conocerá que somos cristianos es amarnos como él mismo no ha amado. Esta es la novedad absoluta que interpreta la Ley y los Profetas. Sólo este amor —dice un teólogo actual— «será la demostración de todas las doctrinas, de todos los dogmas y de todas las normas morales de la Iglesia de Cristo».
Si lo pensamos bien, la norma para el cristiano no es una ley escrita, es la persona misma de Cristo que se convierte, por su resurrección, en la referencia indispensable para todo cristiano. Cuanto hace, dice y enseña es el camino que conduce a la perfección moral y al testimonio convincente de la fe cristiana. Sobra todo discurso cuando se ama de verdad. El amor se justifica a sí mismo y tiene la virtualidad de tocar al hombre en su fibra más íntima. El mejor elogio que se hace de las primeras comunidades cristianas se resume en estas palabras: «¡Mirad cómo se aman!».
Al dejarnos este mandamiento nuevo, Jesús ha simplificado mucho las cosas, porque todo cristiano puede fijar su mirada en él y descubrir en cada circunstancia de su vida cómo debe amar. No hay dificultad, por grande que sea, que se resista a ser iluminada por el ejemplo de Cristo. De ahí que los santos han hecho de la imitación de Cristo el camino seguro de la vida cristiana. Quien imita a Cristo no se equivoca nunca, porque es el Maestro que nos invita a hacer lo que él ha hecho. Cristo siempre va por delante en nuestro camino de fe y siempre ilumina nuestras oscuridades. Basta contemplarle con ojos de fe, la fe que ha encendido en nosotros la resurrección, para acertar en el camino.
Se cuenta de san Buenaventura que le preguntaron en cierta ocasión en qué libros se inspiraba para componer sus sermones y tratados espirituales. Él condujo a la persona que le interrogaba al interior de su habitación y le mostró un crucifijo ante el cual hacía su oración y le dijo: he aquí mi biblioteca. El Crucificado y Resucitado es el libro abierto para entender la existencia cristiana. Gracias a que el Hijo de Dios ha tomado nuestra carne comprendemos, con la simplicidad de una mirada, qué significa vivir, morir y amar como Cristo. Es la novedad absoluta.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia