MISA CRISMAL: «El amor de Cristo nos urge»

MISA CRISMAL 02

 

En esta mañana de Lunes Santo, la S.I. Catedral ha vuelto a acoger al presbiterio de la Diócesis de Segovia en la celebración de la Misa Crismal. Una Eucaristía presidida por el obispo D. César Franco, que esta vez no ha podido ser acompañado por del MISA CRISMAL 03
Obispo Emérito, D. Ángel Rubio. Una celebración, habitualmente especial en el marco de la Semana Santa, en la que se ha bendecido el Santo Crisma y los sagrados óleos de catecúmenos y enfermos. Asimismo, y como es preceptivo en esta Eucaristía, los sacerdotes de la Diócesis han renovado las promesas que realizaron al comenzar su ministerio sacerdotal, y que tienen origen en esa llamada personal que Cristo les hizo y a la que respondieron con un «sí».

             En su homilía, Mons. César Franco ha señalado que esta celebración, la Misa Crismal, «nos remite al ambiente del jueves santo cuando Jesús celebra con los suyos la eucaristía». Para, a renglón seguido asegurar que: «Esta catedral se convierte en el cenáculo de la intimidad con Jesús, lugar de misterios y confidencias, de secretos y verdades que nos revela como enviado del Padre: nos sitúa en la antesala de la pasión y de la gloria. Somos la estirpe que ha bendecido el Señor, su pueblo sacerdotal y sus ministros que, ungidos como él, son enviados para anunciar la buena noticia a quienes sufren en su cuerpo y en su espíritu. Cada uno de nosotros ha recibido la unción del Espíritu para formar parte de este pueblo».

 

********************

 

MISA CRISMAL 04

A continuación reproducimos al completo la homilía pronunciada por Monseñor César Franco Martínez en la Misa Crismal que puede descargar pinchando aquí

 

«El amor de Cristo nos urge»

Homilía para la misa crismal

(Segovia, 3 de abril de 2023)

 

Esta celebración de la misa crismal nos remite al ambiente del jueves santo cuando Jesús celebra con los suyos la eucaristía. Esta catedral se convierte en el cenáculo de la intimidad con Jesús, lugar de misterios y confidencias, de secretos y verdades que nos revela como enviado del Padre: nos sitúa en la antesala de la pasión y de la gloria. Somos la estirpe que ha bendecido el Señor, su pueblo sacerdotal y sus ministros que, ungidos como él, son enviados para anunciar la buena noticia a quienes sufren en su cuerpo y en su espíritu. Cada uno de nosotros ha recibido la unción del Espíritu para formar parte de este pueblo que, según Isaías, «será célebre entre las naciones» (Is 61,9). Ya se entiende que no es celebridad mundana.

            Cuando Jesús entró en la sinagoga para la liturgia del sábado, dio sentido al texto de Isaías que hemos proclamado aplicándoselo a sí mismo. Ha llegado el único que puede leer con todo derecho en primera persona el texto del profeta: «Hoy se ha cumplido esta escritura que acabáis de oír». Es el Ungido de Dios, «el Alfa y la Omega, el que es, el que era y el que ha de venir», según el Apocalipsis. Es el que puede darse a sí mismo el nombre que Dios reveló a Moisés: «Yo soy». Aquí y ahora, el Señor nos lo recuerda para que no pensemos que la Unción que él nos deja, y sus frutos, es obra e institución nuestra. Somos su pueblo, sus vástagos, sus sacerdotes y ministros. Nada de lo que hace la Iglesia puede hacerse sin él. Sólo en su nombre y persona se nos da la unción para que la llevemos a los hombres como don y regalo de la salvación de Cristo. Si miramos hacia atrás escuchamos a Jesús que nos dice: «Hoy se cumple esta Escritura»; si miramos hacia el futuro, nos dice también: «Mirad, viene entre las nubes. Todo ojo lo verá, también los que lo traspasaron» (Apc 1,7).

            Vivimos, por tanto, entre el cumplimiento de la profecía y la consumación final. En Cristo se ha cumplido la Escritura; cuando vuelva, consumará la salvación. Vivimos en el tiempo de la Iglesia, de la esperanza, de la salvación ofrecida a todas las naciones, que pone al hombre ante la decisión a favor o en contra de Cristo. En este tiempo, el Espíritu es el impulsor de la obra de Cristo hacia la consumación final. Nosotros no podemos precipitar la historia hacia su final ni garantizar lo que conviene en cada momento ni ofrecer solución definitiva al drama del hombre, con sus implicaciones sociales, políticas y culturales. Tampoco Jesús lo hizo durante su ministerio entre los hombres. Como él, somos enviados para anunciar la buena noticia a los pobres, para consolar y sanar a los afligidos, para abrir las puertas de este pueblo sacerdotal a quienes deseen entrar. Para cumplir con esta misión, tenemos lo único y necesario que la hace posible: «El Espíritu de Dios está sobre mí». Es el Espíritu de la verdad y de la unidad en el amor.

            Gracias al Espíritu nos mantenemos unidos. Él nos cohesiona con la unción que se extiende desde la Cabeza, que es Cristo, hacia todos los miembros del Cuerpo. En cuanto ungidos, los cristianos laicos hacen presente la salvación de Cristo como fermento en la masa, con la vida indestructible que han recibido en el bautismo, en la confirmación y en los demás sacramentos. El Señor ha hecho con vosotros «un pacto perpetuo». Sois pueblo sacerdotal que ofrece a Dios el culto de la propia vida, del trabajo, de la edificación de la iglesia y de la sociedad. Dios os da su «salario fielmente» cada vez que actuáis en su nombre y para su gloria. Dios es fiel.

            Para que podáis realizar el sacerdocio bautismal y regio, Dios os ha dado en vuestros hermanos presbíteros, el servicio inestimable de su ministerio que visibiliza al único y definitivo Pastor y Obispo de nuestras almas, que es el Señor Jesús, el Ungido. Vivimos por tanto en una estrecha e indivisible relación, gracias a los sacramentos de Cristo, que nos permite, a pesar de nuestros fallos y pecados, estar unos al servicio de otros sin competencias estériles ni rivalidades sobre quiénes son los más importantes, los primeros. La unción de Cristo es para que el Cuerpo se mantenga unido en todos sus miembros. Sólo así podemos vivir la sinodalidad que desea el Papa Francisco. La fuente de la sinodalidad está en Cristo, Camino, Verdad y Vida. Si vivimos en él con la gracia de los sacramentos, caminaremos en él y confesaremos la Verdad. Sin el Espíritu de Dios nadie puede decir que Jesús es el Cristo, y nadie puede vivir unido a él, puesto que es el Espíritu el que da cohesión y vida a los miembros. El Espíritu de la unidad.

              Gracias a la unción bautismal y sacerdotal vivimos unidos a Cristo como sarmientos a la vida. Si caminamos en él, confesaremos la verdad y poseeremos la vida eterna. Nos lo ha dicho el texto del Apocalipsis: «Al que nos ama y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre, a él la gloria y el poder por los siglos». Todos nosotros sabemos hasta qué punto Cristo nos ama y nos redime cada día. La respuesta a este amor solo puede ser la correspondencia de dar la vida por los hermanos, como dice la primera carta de Juan. Este es el secreto de la fecundidad de la iglesia. Si decimos que hemos conocido el amor, solo podemos amar como él nos amó. He aquí el gran reto de cada cristiano y de la totalidad de la Iglesia. Esto significa la bendición de los óleos y la consagración del Crisma. Si el Señor ha querido hacer del aceite, útil y sencilla criatura, el cauce del sacramento, ¡qué no habrá querido hacer con nosotros al elegirnos miembros suyos y ministros de su gracia! ¿Cabe mayor confianza y responsabilidad?

            Al contemplar cómo Dios recrea el universo por medio del aceite, una sencilla criatura que ni ama ni tiene libertad, ¿cuál será su plan sobre nosotros? Más aún. En nuestras manos ha puesto su iglesia, que es el germen de la humanidad recreada. Nos envía, ungidos por el Espíritu, para predicar el evangelio, sanar al hombre de sus males y librarlo de pecado. Nos cede su lugar para que actuemos en su nombre. Si miramos el mundo con los ojos de Dios, sabremos qué necesidad tiene de Dios, de su gracia, y de nosotros. Es cierto que los hombres no nos dicen: ¡os necesitamos! En verdad, pero no es preciso que nos lo digan. Nosotros lo sabemos, a no ser que pequemos de indiferencia. Sí, hermanos sacerdotes, el mundo nos necesita porque necesita a Cristo, a Dios, a esta pobre casa de pecadores que es la iglesia. Necesita la palabra de la verdad y de la vida. ¡Hay tanto dolor, sufrimiento, violencia, guerra, corazón endurecido! ¡Hay tanta mentira, manipulación y oscuridad que estaríamos ciegos si no lo viéramos y, en consecuencia, si no acudiéramos en ayuda de quienes lo padecen! No se equivoca Isaías cuando dice que el Mesías viene a cambiar las cenizas por una diadema, el duelo por perfume de fiesta y un vestido de alabanza por un espíritu abatido (Is 61,3).

            Vayamos, pues, sin tardanza. No esperemos a que los hombres vengan a solicitar nuestro servicio. No podemos retener en nuestras manos el aceite de la salvación. La caridad nos urge, dice Pablo. Vayamos con la prisa de María para ayudar a Isabel. Con la prisa de Jesús para encender este mundo con su fuego. Con la fidelidad de los santos que era fuente de energía y creatividad. Vayamos a nuestro mundo, porque Dios lo ama y le ha entregado a su Hijo como signo de su amor infinito. Eso basta. Y, aunque experimentemos rechazo, recordemos que ya lo dijo el Señor que nos unió a su destino. Vayamos y cantemos sus misericordias. Amén.

 

+ César Franco

Obispo de Segovia.