MISA CRISMAL: «HE UNGIDO A MI SIERVO CON ÓLEO SAGRADO»

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En esta mañana de Lunes Santo, la S.I. Catedral ha vuelto a acoger al presbiterio de la Diócesis de Segovia en la celebración de la Misa Crismal. Una Eucaristía presidida por el obispo D. César Franco, que ha contado con la presencia del Obispo Emérito, D. Ángel Rubio. La presencia de ambos prelados ha dotado de simbolismo a esta celebración, ya especial de pro sí, en la que se ha bendecido el Santo Crisma y los sagrados óleos de catecúmenos y enfermos. Asimismo, y como es habitual, los sacerdotes de la Diócesis han renovado las promesas que realizaron al comenzar su ministerio sacerdotal, y que tienen origen en esa llamada personal que Cristo les hizo y a la que respondieron con un «sí».

            En su homilía, Mons. César Franco ha señalado que esta celebración, la Misa Crismal, es «un anticipo gozoso de la Pascua» con un horizonte de salvación del cuerpo y alma que solo podemos esperar de Dios, el único que puede salvarnos del pecado y la muerte.

          crismal 2 Durante su intervención, era inevitable mencionar la guerra de Ucrania, lugar donde encontramos hoy muerte, desolación y crímenes fratricidas. «Es imposible quedar impasibles ante el horror que el odio y la muerte siembran entre los hombres que somos hermanos», ha señalado el obispo. Cabe recordar que el óbolo entregado generosamente por los sacerdotes de la Diócesis con motivo de esta celebración irá destinado —junto con los donativos del Domingo de Ramos— a colaborar con la emergencia humanitaria de Ucrania.

            Haciendo alusión a los óleos, don César ha recordado que Dios, como Padre, se conmueve ante el sufrimiento de los pueblos y es por eso por lo que envía a su Hijo para que, «con criaturas tan sencillas como el agua, el pan, el vino y el aceite renueve y perfeccione lo que el pecado intenta destruir». Así, ha remarcado que todo aquello que el pecado destruye puede ser restaurado gracias a ese fruto del olivo, «que nos unge como cristianos, nos consagra como ministros, nos fortalece en nuestra fragilidad».

    Antes de renovar los compromisos sagrados asumidos en la ordenación sacerdotal, el obispo ha recordado a la comunidad presbiteral que el Señor actúa por medio de ellos para realizar la salvación en la historia. Asimismo, ha subrayado que «el ministerio sacerdotal no es una estructura inventada por los hombres para organizar la iglesia según los parámetros y pretensiones de cada época», sino que se fundamenta en la figura del Mesías. En esta línea, don César ha señalado que las contradicciones que conlleva el ministerio son las mismas que sufrió Jesús para asegurar que «nuestro ministerio no puede ser entendido desde concepciones de liderazgo que busca, de manera más o menos encubierta, el dominio de los demás (...) Nuestro ministerio se realiza en el (...) Espíritu de Cristo, el mismo que en la acción litúrgica convierte el óleo en crisma de salvación».

            Finalmente, el Obispo de Segovia ha llamado a confiar en que la unción de Cristo es signo de la presencia salvadora de Dios «que ofrece esperanza y alegría a la humanidad, amenazada por todo tipo de esclavitudes».

 

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A continuación reproducimos al completo la homilía pronunciada por Monseñor César Franco Martínez en la Misa Crismal que puede descargar pinchando aquí

 

«He ungido a mi siervo con óleo sagrado»

Homilía para la misa crismal

Segovia, 11 de abril de 2022

 

La Misa Crismal es un anticipo gozoso de la Pascua. La Iglesia, antes de celebrar el triduo sacro, nos ofrece una visión unitaria del misterio de Cristo, al que contempla en esta celebración como primogénito de entre los muertos, el que es, el que era y el que vendrá, el Alfa y la Omega de la historia, el Señor todopoderoso. Confiesa, además, que él nos ha redimido por su sangre y nos ha constituido en «reino y sacerdotes para Dios su Padre» (Ap 1,6). Todos nosotros, por el bautismo y el orden sacerdotal, somos «la estirpe que bendijo el Señor», «sacerdotes del Señor, ministros de nuestro Dios» (Is 61,8).

En esta liturgia la Palabra de Dios nos revela el plan del Dios Creador y Renovador del universo que fija su mirada en la humanidad doliente, en los corazones heridos, en los cautivos, en los tristes y los que hacen duelo. Dios viene a consolar, a sanar, a vestirnos de fiesta y ungirnos con el óleo de la alegría. Las vasijas del óleo y del crisma que traeremos en solemne procesión simbolizan los dones de la creación, y en especial el aceite sanador, que recupera su belleza perdida por el pecado, y se nos regala como medicina, santificación y liberación de todas las opresiones que tienen su origen en el pecado. ¡Cuánto necesitamos celebrar hoy esta Eucaristía! Si miramos el mundo con los ojos Dios encontramos muerte, desolación, luto, crímenes fratricidas y sacrílegos, como ha llamado el Papa Francisco a la guerra en Ucrania. Es imposible quedar impasibles ante el horror que el odio y la muerte siembran entre los hombres que somos hermanos. La celebración de hoy tiene como horizonte la salvación integral del hombre — cuerpo y alma — que Dios realiza como Señor del mundo, el único que puede salvarnos del pecado y de la muerte.

El hecho de que una criatura como el aceite se convierta en instrumento de sanación y santificación quiere decir que Dios tiene poder para renovar su creación, y al hombre entero, con el poder de su gracia. Las entrañas de Dios se conmueven ante el sufrimiento de los pueblos y envía a su Hijo para que, con criaturas tan sencillas como el agua, el pan, el vino y el aceite, renueve y perfeccione lo que el pecado intenta destruir. En esta acción litúrgica la creación se renueva y recupera la alabanza primigenia que Dios mismo entonó cuando dijo «que todo era bueno». El poder destructor del pecado no es absoluto. Tiene remedio. El hombre puede ser sanado, restaurado y devuelto a la creación como quien la custodia y perfecciona. La acción de Dios se hace patente en el fruto del olivo, que nos unge como cristianos, nos consagra como ministros, nos fortalece en nuestra fragilidad y nos perfuma con la alegría del evangelio. El duelo, la ceniza y el luto dan paso al consuelo, a las galas de fiesta y a la alegría. Así obra el Dios misericordioso. La creación se ve libre de la esclavitud del pecado, como enseña el Papa Francisco, cuando el hombre reconoce el señorío de Dios en ella y alaba a Dios uniéndose a la alabanza que brota de su misma naturaleza. Y el hombre, unido a todos sus hermanos, alcanza su dignidad plena cuando se mira en el Creador y reconoce que está hecho a su imagen y semejanza.

Para que el plan de Dios se realice en todas sus dimensiones, Dios no se ha contentado con enviar a su Hijo, sino que se ha escogido un pueblo sacerdotal para realizar la liturgia de la creación renovada. El hombre restaurado en Cristo es sacerdote que dirige la creación hacia su término mediante la liturgia del trabajo, del amor conyugal, de la constitución de familias que, como iglesias domésticas, celebran cada día la vida nueva del Resucitado. Queridos cristianos de Segovia, Dios ha puesto en vuestras manos la gozosa responsabilidad de ofrecer vuestras vidas a Dios en el culto de la verdad, la rectitud, la justicia social, la caridad con los más desfavorecidos. Ungidos por el bautismo sois Cristo para la sociedad, el Cristo que hoy nos recuerda que ha venido a ungirnos con su misión de Mesías para que nos convirtamos todos en un pueblo, escogido de entre los pueblos de la tierra, que tiene como título la estirpe del Señor, su descendencia. Ningún cristiano puede renunciar a la misión de Cristo. Se convertiría en sarmiento estéril de la vid, en sal insípida. Renunciaría a la paternidad de Dios que hace de cada uno de nosotros hijos muy amados. Lo que se ha llamado en estos tiempos últimos la «apostasía silenciosa» de los cristianos es una de las causas por las que este mundo va hacia la deriva y se convierte en un desierto donde la acedia engendra, como enseñan los Padres, todo tipo de pasiones, de desolación y de muerte. Dios no expulsó del paraíso a nuestros primeros padres para condenarlos a la infelicidad, sino para que la memoria de su dignidad perdida los llevara a convertir este mundo en una réplica del que disfrutaron en los orígenes de la historia. Para esto vino Jesucristo en la realidad de nuestra carne y actúa ahora en esta liturgia de la misa crismal.

Su acción se hace patente gracias al ministerio que nos concedió a los ministros ordenados. A través de los signos litúrgicos que nos introducen en el misterio inaprensible a los sentidos, Cristo actúa, por medio del obispo y de su presbiterio, para realizar la salvación en la historia. Dios es autor de la liturgia, no el hombre, porque solo Dios puede intervenir en la historia de manera definitiva y eficaz para liberar al hombre y a la creación entera de la esclavitud del pecado.

El ministerio sacerdotal no es una estructura inventada por los hombres para organizar la iglesia según los parámetros y pretensiones de cada época. El ministerio sacerdotal tiene sus raíces y fundamento en la persona misma del Mesías, el Ungido de Dios que ha querido hacernos partícipes de su propia unción y compartir con los elegidos su misión salvadora. Por eso, nuestro ministerio, ahora y siempre, estará marcado por el signo de contradicción que configuró a la persona misma de Cristo. Cualquier intento que lleve al sacerdote a desmarcarse de la contradicción que conlleva el ministerio lo convertirá en un ser aislado, estéril, mundanizado, aceptado quizás por la sociedad del momento, pero extraño para sí mismo y para la Iglesia a la que ha sido destinado. Jesús sufrió en sus propias carnes, como vamos a celebrar en estos días, la contradicción de venir a salvar y ser rechazado; de querer dar la vida y ser condenado a muerte; de revelar los misterios de Dios y ser llamado blasfemo y endemoniado. Nunca pretendió el éxito mundano, ni siquiera ser aceptado con el aplauso de las multitudes. Huyó del intento de nombrarlo rey, guardó silencio ante quienes le juzgaban y se burlaban de él, y, en el colmo del amor, se ofreció en la cruz al Padre desoyendo a quienes le reclamaban que fuera eficaz, que bajara de la cruz y diluyera su identidad agradando a sus contemporáneos.  

¿Quién puede creer, si no es con la gracia de Cristo, que un poco de aceite santifica al hombre? ¿Quién acepta, sin ayuda del misterio, que unas breves palabras pueden absolver al penitente de sus pecados? ¿Quién, en el lecho de muerte, puede reconocer en el óleo de los enfermos que se le promete la inmortalidad si no reconoce en el Crucificado al que resucitará de entre los muertos? Nuestra sociedad, queridos hermanos cristianos y sacerdotes, ha dado la espalda al misterio. Como a Jesús, nos reclaman signos milagrosos, eficaces, como si el poder espiritual que ostentamos pudiera equipararse al poder temporal que tanto daño ha hecho en ocasiones a la Iglesia. Nuestra poder o autoridad está en el Siervo de Dios, muerto y resucitado. Nuestra misión vive de la contradicción del Mesías Jesús, como repetidamente enseña san Pablo. Nuestro ministerio no puede ser entendido desde concepciones de liderazgo que busca, de manera más o menos encubierta, el dominio de los demás, con clericalismos de izquierdas o derechas, si se nos permite hablar así. Nuestro ministerio se realiza en el Espíritu, no en la carne; y no es un espíritu cualquiera —sincretista, ideológico, o meramente humano—, sino que se trata del Espíritu de Cristo, el mismo que en la acción litúrgica convierte el óleo en crisma de salvación, y el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. ¿Pensamos que nosotros, con nuestras capacidades, podemos realizar semejante intercambio? ¿Pensamos que podemos ofrecer al mundo una salvación que nos trasciende y supera al tener su origen en Dios? ¿No es esto motivo suficiente para agradecer a Dios que un día nos eligiera, por medio de su Hijo, para configurarnos con él y participar del ministerio encarnado en su persona?

Cuando dentro de unos momentos renovemos nuestros compromisos sacerdotales que han hecho de nosotros un pueblo sacerdotal y un presbiterio unido por la acción del Espíritu, se nos invita a alegrarnos con toda la creación y alabar a Dios porque ha hecho con nosotros obras grandes. Así hemos proclamado en el salmo responsorial que recoge los contenidos teológicos y espirituales de esta liturgia de alabanza: «Cantaré eternamente tus misericordias, Señor». La razón de este cántico la comunica Dios en persona: «He ungido a mi siervo con óleo sagrado; para que mi mano esté siempre con él y mi brazo lo haga valeroso. Mi fidelidad y misericordia lo acompañarán, por mi nombre crecerá su poder». A pesar de nuestra pequeñez y pobreza, Dios nos ha ungido y su presencia —simbolizada en la mano y el brazo del Señor— nos hace valerosos. Gracias a su nombre, crecerá nuestro poder. En el mundo somos, ciertamente, un signo de contradicción, como lo fue Cristo, pero la fuerza y el poder del Espíritu —superiores a cualquier dominio temporal— nos acompañarán siempre. Nuestra pobre vida insignificante a los ojos de este mundo se convierte, por la unción de Cristo, en el signo de la presencia salvadora de Dios que ofrece esperanza y alegría a la humanidad, amenazada por todo tipo de esclavitudes. Dios se abaja hasta nosotros; lo hizo en la encarnación, en su pasión y su muerte. Lo hace ahora en el humilde aceite de la alegría, que anticipa ciertamente la unción de su muerte, pero, sobre todo, la gloria que resplandecerá en la solemne vigilia pascual. Cantemos, por tanto, su misericordia, y renovemos nuestra fidelidad que nos permite vivir y actuar como ministros de la salvación. Amén.