MISA CRISMAL: EL UNGIDO Y LA SALVACIÓN DEL HOMBRE

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En la mañana de este Lunes Santo, la Catedral ha acogido a la comunidad presbiteral de la Diócesis de Segovia para celebrar la misa crismal. Este año, las condiciones sanitarias a causa de la pandemia sí han permitido que la Eucaristía haya tenido lugar en su día habitual, respetando las medidas pertinentes de aforo e higiene para evitar la propagación de la Covid-19. Además, la presencia del Obispo Emérito, D. Ángel Rubio Castro, ha sumado simbolismo a esta celebración ya de por sí tan especial en la que se ha bendecido el Crisma y los sagrados óleos. Como es habitual, los sacerdotes de la Diócesis han renovado las promesas de su ministerio sacerdotal, con origen en la llamcrismal1ada personal que Cristo les hizo para enviarles a predicar. 

En su homilía, el Obispo de Segovia, Mons. César Franco, ha señalado la misa crismal como «la celebración litúrgica más significativa de la comunión existente entre el obispo y su presbiterio, y entre el presbiterio y el pueblo de Dios». Sabedores de que la Iglesia ha de ser para el mundo, y viceversa, el prelado ha recordado que no deben existir dudas sobre la misión de Jesús, tampoco sobre la nuestra. 


Haciendo alusión a la pandemia en la que, más de un año después, seguimos inmersos, don César ha querido subrayar que, tanto cuando el mal nos aflige como cuando el bien nos inunda, «entre los hombres existe una conexión innegable». Así, ha manifestado que el mayor bien que la Iglesia puede transmitir es el de la unción, a través de la cual puede sanar, liberar, restcatar al hombre y liberarlo del pecado. 

Monseñor Franco ha resaltado que «el pecado más grave de los cristianos, pues supone la pérdida de su identidad» es apagar el Espíritu o despreciar las profecías puestcrismal2o que esto supone renunciar a ser «luz del mundo y sal de la tierra». Así, en este mundo en el que hemos dejado de creer, los cristianos y los sacerdotes, por medio de la unción, tenemos la capacidad de juzgar, «no de condenar» y poner de manifiesto que por medio del carisma, «iluminamos las situaciones de este mundo desde una perspectiva inusitada, la profética».

Antes de renovar los compromisos sagrados asumidos en la ordenación sacerdotal, don César ha recordado a la comunidad presbiteral que el Señor ha confiado en ellos para guiar al pueblo en un «oficio de amor», recordando que los óleos de catecúmenos y enfermos y el santo crisma son la respuesta de Dios para pasar «de la ceguera a la luz».

Finalmente, el Obispo de Segovia ha llamado a la esperanza y a proclamar que a pesar de pandemias y sufrimientos, el hombre tiene en Cristo la respuesta a sus deseos de felicidad y salvación.

A continuación reproducimos al completo la homilía pronunciada por Monseñor César Franco Martínez en la misa crismal. 

  

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MISA CRISMAL DE LUNES SANTO, MONS. CÉSAR FRANCO MARTÍNEZ

(Puedes descargar el texto completo pinchando aquí)

 

La misa crismal es la celebración litúrgica más significativa de la comunión existente entre el obispo y su presbiterio, y entre el presbiterio y el pueblo de Dios. En el centro está Cristo, «que nos ama, y nos ha librado de nuestros pecados con su sangre, y nos ha hecho reino y sacerdotes para Dios, su Padre» (Apc 1,5-6). Cuantos estamos aquí somos su pueblo, su reino y sacerdotes, en razón de nuestro bautismo. Para el servicio de este pueblo de Dios, hemos sido ungidos ministros del Señor quienes recibimos la capacidad de ungir a otros y mantener viva la alianza entre Dios y su pueblo. El obispo y los presbíteros somos miembros del pueblo santo y servidores de su identidad y santidad. Por eso, hoy, recordando nuestra unción ministerial, renovaremos a favor de nuestros hermanos las promesas sacerdotales, que tienen su origen en la llamada personal de Cristo que nos eligió para que estuviéramos con él, a su servicio, y para enviarnos a predicar y sanar a los hombres. Esta eucaristía —insisto— expresa la relación entre el Ungido del Señor —Jesús es el Cristo—, el Crisma, que lo representa, y los ungidos por los diversos sacramentos. La Iglesia aparece en su dinamismo misionero con la tarea de atraer a los hombres hacia Cristo, fuente y guía de la salvación.

La Iglesia no es para sí misma, sino para el mundo. Y el mundo —como decían los Padres— es para la Iglesia. En el horizonte de las promesas de Isaías, cumplidas en Cristo, aparecen los destinatarios de la misión: los pobres, los corazones desgarrados, los cautivos y afligidos, los ciegos y cuantos viven en las tinieblas del pecado. Jesús se define a sí mismo como el que viene a cumplir esta Escritura profética, entonces y ahora. No hay duda sobre su misión ni puede haberla sobre la nuestra. La pandemia que estamos viviendo nos permite reconocer que entre los hombres existe una conexión innegable cuando el mal nos cerca y aflige. Nadie puede sentirse e indiferente ante el mal de los otros. Sería una grave irresponsabilidad, un fratricidio. Pero del mismo modo que el mal —tanto físico como moral— nos estrecha en una solidaridad inevitable, el bien también lo hace.
Hay un bien, sin embargo, que solo puede trasmitir la Iglesia en cuanto Cuerpo y sacramento de Cristo: es el bien gratuito que nos viene del misterio pascual, el bien que trasciende las posibilidades humanas, el bien que llamamos «unción». Gracias a esta unción, la Iglesia puede sanar, liberar, rescatar al hombre de sus esclavitudes más hondas y redimirlo del dinamismo del pecado que conduce a la muerte. La «unción» es el don del Espíritu que, introducido en la entraña de este mundo, lo conduce hacia la verdadera libertad de los hijos de Dios. La «unción» es la capacidad de perdonar los pecados, regenerar al hombre caído, y renovar la creación entera que gime con dolores de parto aspirando a su plenitud. Nada de esto sería posible sin el Ungido de Dios, Jesús a quien llamamos Cristo.

Se comprende, pues, que la liturgia de este día nos remita a la identidad de nuestra condición de «ungidos». Reavivemos el carisma bautismal, reavivemos el carisma de la imposición de manos en el sacramento del orden. Reavivemos nuestra pertenencia al Cuerpo de Cristo. No valen las excusas que, con frecuencia, ralentizan nuestra acción o disminuyen la convicción sobre el realismo del don recibido: la secularización de nuestra sociedad, la indiferencia religiosa, el ateísmo práctico que pretende silenciar el ansia de trascendencia propia del hombre, nunca serán excusas para el declive o el deterioro de la misión evangelizadora ¿Imaginamos a Cristo en la sinagoga de Nazaret renunciando a su misión por las dificultades que encontraría, incluso en aquellos que lo proclamaban el profeta esperado? ¿Entenderíamos que Pablo, a la vista del afán de novedades que bullía en Atenas se hubiera refugiado en lamentos y escepticismos? ¿No nos ha presentado con valentía y claridad el Papa Francisco en la Evangelii Gaudium las tentaciones que pueden acechar a los evangelizadores de hoy? Sabemos, ciertamente, que la misión es difícil y arriesgada. Pero, sabemos también que la gracia es poderosa y eficaz, capaz de convertir los corazones obstinados y endurecidos.

Hemos olvidado, quizás, que la unción de Cristo brota de su misterio pascual. Dicho de otra manera: para salvar al hombre, Cristo ha entregado su vida. El Padre no se reservó a su Hijo; el Hijo no se buscó a sí mismo ni vino a ser servido; y el Espíritu, que tiene la misión de hacer eficaz la unción de Cristo, encuentra resistencias en el corazón de quienes debíamos seguir sus impulsos e inspiraciones. «No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías», dice san Pablo (1 Tes 5,19). ¿A qué se refiere con estas expresiones que parecen sinónimas? Apagar el Espíritu es poner obstáculos a su acción, es ofrecer resistencia a su dinamismo en los creyentes. Al hacer esto se desprecia las «profecías» que aquí vienen a ser los «carismas» y dones del Espíritu a través de los cuales lleva adelante su acción, en especial, el carisma profético que impulsa a anunciar el Evangelio de Cristo y a exhortar con el poder de la palabra de Dios.

Es un anti-testimonio que los «ungidos» por Dios apaguemos el Espíritu o despreciemos las profecías. Diría que es el pecado más grave de los cristianos pues supone la pérdida o negación de su identidad. En realidad, es renunciar a ser luz del mundo y sal de la tierra. Una vez que se pone la mano en el arado no se mira hacia atrás: supone desconfianza, presunción, descreimiento. Precisamente en un mundo como el nuestro en que se ha dejado de creer en todo —lo que se dice creer— mediante la negación de una verdad objetiva y universal que afecta a toda la humanidad, el cristiano y el sacerdote, gracias a la «unción» tiene la capacidad profética de juzgar este mundo con la Palabra de Cristo y con la fuerza del Espíritu. Hablo de juzgar, no de condenar, para poner en evidencia que, por medio del carisma recibido, iluminamos las situaciones de este mundo desde una perspectiva inusitada, la profética, que se vuelve contra nosotros mismos en la medida en que desconfiamos de ella y debilitamos su poder.

Cuando esto sucede, nos convertimos en mundo, nos mundanizamos. El Papa Francisco ha advertido del peligro que supone para la Iglesia la «mundanidad espiritual» (EG 93-97) «¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire puro del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos, escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el Evangelio!» (EG 97). No es ninguna novedad en el Magisterio de la Iglesia. Sobre este peligro, ya nos prevenía el Señor: «Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya, pero no sois del mundo» (Jn 15,19).

Dentro de unos momentos los sacerdotes renovaremos nuestros compromisos sagrados asumidos en la ordenación. El Señor confía en nosotros y nos pide, como a Pedro, la confesión del amor para poder guiar a su pueblo. Nuestro ministerio es un «oficio de amor». Sin el amor no somos nada. Después, mediante la acción potente del Espíritu, los diferentes aceites que ofrecemos a Dios como fruto de la tierra recibirán la capacidad de fortalecer, sanar y consagrar a los miembros del pueblo de Dos. El Señor nos envía al mundo desprovistos de todo lo superfluo y enriquecidos con la gracia eficaz de los sacramentos. No vamos desprovistos de lo que el hombre necesita para ser salvado. Todo lo contrario, el Evangelio y los sacramentos nos permiten actuar en el mundo con el poder santificador de Cristo. Por eso, no están bajo nuestro dominio ni podemos manipularlos a nuestro antojo. Son dones de Dios, que no podemos menospreciar considerando que el hombre puede vivir sin ellos. Sin la gracia de Dios, el hombre seguirá formando parte de esos destinatarios a los que se refiere el profeta Isaías y Jesús en su predicación en Nazaret: los pobres, los corazones desgarrados, los cautivos y afligidos, los ciegos y cuantos viven en las tinieblas del pecado. No interpretemos estas designaciones desde una perspectiva meramente material, pues caeremos en un grave error. La mirada del profeta y de Jesús se dirige al corazón del hombre, habitáculo de las más trágicas pobrezas y esclavitudes. El óleo de los catecúmenos, el óleo de los enfermos y el santo crisma es la respuesta que Dios ofrece a los hombres de todos los tiempos para pasar de la esclavitud a la libertad, de la ceguera a la luz, de la muerte a la vida.

Confiados en lo que Dios nos da gratuitamente, ofrezcamos a nuestros hermanos la alegría de la salvación que desborda esta liturgia. Vayamos al mundo con esperanza y proclamemos que, aunque el hombre viva asediado por pandemias, desolación, guerras y sufrimientos, en Cristo tiene la respuesta a sus deseos de felicidad y salvación, en la medida en que lo acoge como aquel que ha venido a proclamar y hacer presente «el año de gracia del Señor». Amén.