«Proclama mi alma la grandeza del Señor» con ocasión del Año Jubilar Henarense

«Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1,46)

Carta pastoral con ocasión del Año Jubilar de Nuestra Señor del Henar

 

Queridos diocesanos:

El Papa Francisco nos ha concedido la gracia de celebrar un año jubilar con ocasión del cuarto centenario del breve pontificio de Gregorio XV mediante el que establecía la fiesta de Nuestra Señora del Henar el 9 de agosto de 1621. Desde entonces la devoción a la Virgen en el santuario que lleva su nombre ha crecido hasta convertirse en una seña de identidad de la diócesis de Segovia y en un lugar privilegiado de piedad mariana de Castilla y León. En torno a la imagen venerada de María y a su santuario se ha desarrollado, además, una cultura popular en la que el folclore castellano y, especialmente, la música, ha encontrado su cuna. Se cumple una vez más que la fe cristiana es inspiradora y creadora de cultura cuando realmente arraiga en el pueblo.

            Con ocasión de este año jubilar deseo dirigirme a los diocesanos para animarles a aprovechar las gracias que trae consigo. Los jubileos nos recuerdan, en primer lugar, que Dios es Señor de la historia y la conduce hasta la segunda venida de Cristo. La nota de los jubileos, como indica su nombre, es la alegría de la salvación que su Hijo nos ha traído con su encarnación en el seno de María. Nos alegramos, pues, de que el Hijo de Dios e hijo de María viva entre nosotros y comparta nuestro destino haciendo de todos los hombres hermanos. Nos alegramos de pertenecer al pueblo santo de Dios, al Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Nos alegramos por el amor que Dios nos tiene y nos hace capaces de amar a los hombres como él mismo los ama. Y nos alegramos de comunicar a otros el evangelio de la alegría, de la verdad y de la vida.

1.        Llamados a la conversión y reconciliación

            Hemos atravesado tiempos difíciles de pandemia, que aún convive con nosotros. Muchos nos han dejado, otros han sufrido dramáticamente la enfermedad y sus secuelas, y todos hemos experimentado la fragilidad e, incluso, el temor a morir. En estas circunstancias, la celebración de un año jubilar tiene más significación. Levantamos los ojos a nuestra Madre y Señora del Henar para suplicarle que acabe la pandemia y nos permita vivir con salud y normalidad la vida cotidiana. Ella, que es Madre, comprende nuestras necesidades y, como en las bodas de Caná, las presenta a su Hijo para que las remedie. «Vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos», rezamos en la Salve. Y añadimos: «muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre». María, en efecto, nos muestra a Jesús como Salvador del mundo y consuelo en la tribulación.

La misión de María es conducirnos a su Hijo. «Ponme con tu Hijo», suplicaba san Ignacio de Loyola. Un jubileo mariano tiene su centro en Cristo, «guía de la salvación» (Heb 2,10), aunque se celebre en honor de su Madre. Por eso, la gracia fundamental del Jubileo, es la conversión a Cristo y la reconciliación para vivir siempre como hijos de Dios. Os invito, por tanto, a pedir la conversión y responder a la llamada de Dios a través de san Pablo: «En nombre de Cristo, os pedimos que os reconciliéis con Dios» (2 Cor 5,20). Los graves problemas de nuestro tiempo tienen como raíz el orgullo y la prepotencia del hombre que, alejado de Dios, se considera totalmente autónomo y señor de sí mismo. La realidad, tan dura como la que vivimos en esta pandemia, nos dice lo contrario. El hombre no tiene el dominio sobre el mundo, ni es capaz de salvarse a sí mismo no solo de la muerte, sino de sus propias miserias, fragilidades y fracasos.  Un mundo sin Dios se destruye a sí mismo. De ahí que el Evangelio nos llame constantemente a la conversión, a salir de nosotros mismos en búsqueda de Dios y de nuestros hermanos para ofrecerles nuestra ayuda. Solo la caridad da plenitud al hombre y le hace ser feliz.

            La reconciliación supone reconocer nuestras culpas y confesarlas al único que puede perdonar y santificar: Cristo Jesús. La Iglesia es casa de reconciliación y de perdón. Y el sacramento de la confesión es como un segundo bautismo que nos purifica de todo pecado. Este sacramento no ha pasado de moda, es muy actual. Basta mirar al mundo para comprender la necesidad que tenemos de ser perdonados por tantos graves atentados contra la persona, su dignidad y derechos, que degradan a quienes los cometen y a toda la sociedad que termina por acostumbrarse al mal que nos rodea. Cristo amó al pecador, pero denunció y condenó el pecado. Tiende la mano siempre al que ha caído, pero le anima y exhorta a no pecar más. Está siempre dispuesto a la misericordia y nos exige ser misericordiosos con nuestros hermanos.

2.        Llamados a evangelizar

            El jubileo es también una ocasión de evangelizar a quienes no tienen fe, la viven con tibieza o la han perdido. Cuando Cristo predica en su ciudad de Nazaret, anuncia un año de gracia del Señor, proclama la noticia más bella jamás escuchada: Dios viene a liberarnos. Hoy se habla mucho de libertad, pero, como decía san Pablo, utilizamos la libertad «como estímulo para la carne» (Gál 5,13), es decir, en nuestro propio beneficio y para nuestras satisfacciones. La libertad que nos ofrece Cristo es la que nos libera de nuestro propio interés, del egoísmo y del afán de dominio sobre los demás. Se es verdaderamente libre cuando se ama y se entrega la vida por los demás y por el bien común. Evangelizar es dar testimonio de esta libertad que tiene en Cristo su más potente ejemplo y estímulo. Los cristianos nos hacemos creíbles si conformamos nuestra vida a la del Señor que no «ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10,45).

A lo largo de este año se convocarán muchos actos pensando en destinatarios diversos: jóvenes, niños, adultos, personas mayores, etc. Los fundamentales serán, sin duda, los actos litúrgicos: eucaristías, adoración al Santísimo, la liturgia del sacramento de la confesión, las devociones marianas, retiros espirituales, etc.  Otros tendrán una finalidad catequética y formativa. También habrá actos culturales, que ayuden a comprender que la fe cristiana no está separada de la vida social, sino que forma parte de su expresión más genuina a través del arte, la música, la poesía y todo lo que el hombre es capaz de crear animado por las convicciones religiosas que han configurado nuestro pueblo. Todos estos actos deben estar unidos por un mismo fin: trasmitir a la sociedad que la fe y la vida no son dos realidades separadas ni contrapuestas, sino que se relacionan en perfecta armonía y contribuyen a que la alegría sea plena y perfecta.

3.        Llamados a la caridad

            Tampoco puede faltar en este año jubilar la intensificación de la caridad con aquellos que más necesitan nuestra cercanía y ayuda material y espiritual. Los jubileos han sido siempre ocasión para redimir condenas, ofrecer libertad a cautivos, crear cauces e instituciones que ayuden a superar las esclavitudes que padecen los hombres de cada época. La promoción integral de la persona, el desarrollo de una sociedad que piense en el bienestar de los más pobres, la lucha contra todo tipo de desigualdad y marginación, la protección de los más débiles, la atención a las personas que viven en soledad o en situación de riesgo por falta de recursos o por el abandono de los suyos, son signos inequívocos de que el año jubilar es un año de gracia para aquellos que son los preferidos de Dios porque son los más olvidados de los hombres. También la Virgen, desde su trono de gracia, los mira con piedad y renueva su Magníficat cantando las misericordias de Dios que ensalza a los humildes y enriquece a los pobres. Invito, pues, a que este año jubilar potencie la caridad individual y comunitaria de manera que nadie se sienta al margen de la vida de la iglesia por culpa de nuestro desinterés, negligencia o pecado. Recordemos que «quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1 Jn 4,20).

4.        Peregrinar con fe y desprendimiento

            Peregrinar es un acto de fe y de desprendimiento. Creemos en el Dios que sacó a Abrahán de su tierra, casa y parentela para conducirle a una tierra llena de promesas, figura de la mansión celeste. También su Hijo Jesucristo dejó la morada celeste para peregrinar por este mundo acompañando a los hombres, y lo hace ahora con cada uno de nosotros. La fe, cuando es verdadera, lleva anejo el desprendimiento. Ponerse en camino con lo necesario e imprescindible, es peregrinar en la fe en espera de llegar al lugar santo que nos habla de la patria del cielo.

El Santuario de Nuestra Señora del Henar será durante este año, la meta de nuestra peregrinación. Vayamos a él, desde todos los lugares de la diócesis, con fe y desprendimiento de todo lo que impide caminar con ligereza, con libertad y con la alegría de ir a la casa de nuestra Madre. Ella nos espera, porque durante toda su vida fue peregrina: de Nazaret a Ein Karem y a Belén; de Belén a Egipto; de Egipto a Nazaret; y de Nazaret, siguiendo a su Hijo, por los caminos de Palestina. Peregrina fue, sobre todo, en el camino hacia al Calvario para llegar a ser la Madre de todos los cristianos. Y peregrina es porque no hay rincón de este mundo donde ella deje de ir a ejercer su papel de Madre y buscar la unidad de los hijos de Dios dispersos.

            Ella es maestra de la fe y del desprendimiento. Creyó al recibir el mensaje de Gabriel y su vida quedó colgada de Dios para siempre. Se desprendió de su voluntad para caminar libre de todo lo que no fuera la voluntad del Padre y el amor de su Hijo. Por eso es la que muestra el camino, que es Cristo, y la que acompaña a la Iglesia que «va peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (San Agustín. Cf. LG 8)

            Que nuestra Madre y Señora del Henar nos colme con todas las gracias y dones de su Hijo en este año jubilar y conceda a la Iglesia de Segovia cantar con ella su Magníficat y vivirlo con pureza y alegría de corazón.

            En Segovia, a veinticinco de marzo de dos mil veintiuno, solemnidad de la Anunciación del Señor.

            Con mi bendición y afecto

           

           

            + César A. Franco Martínez

            Obispo de Segovia