La imagen del buen pastor, que da nombre al cuarto domingo de Pascua, comporta una idea fundamental para entender por qué Cristo se aplica a sí mismo este título tan entrañable: Yo soy el buen pastor que da la vida por sus ovejas. En contraste con los ladrones, salteadores y bandidos, Jesús no sólo cuida del rebaño, sino que, cuando llega el lobo, da la vida por el rebaño. Jesús insiste en que este gesto, el de amar y morir, nace de su soberana libertad. E insiste de forma inequívoca: «Nadie me quita la vida, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre» (Jn 10,18). Llama la atención, frente a esta claridad evangélica, que algunos exegetas expliquen la muerte de Cristo como algo inesperado para él, de forma que no tuvo más remedio que aceptar el desenlace de la muerte. Es obvio que, en la muerte de Jesús, han intervenido factores religiosos y políticos que provocaron su muerte. Esto no quita para que previera su muerte y la asumiera con entera libertad. De esto se trata en la imagen del buen pastor, sobre la que un investigador de la talla de A. Wikenhauser dice: «Este rasgo de la figura del pastor no proviene ni del Antiguo Testamento ni de las fuentes extrabíblicas; ni aparece siquiera en los sinópticos. Su origen no tiene otra explicación que el hecho mismo de la entrega que Jesús hizo de su vida sobre la cruz». Jesús fue consciente de que su enseñanza y su actuación le conducirían a la muerte, que aceptó con absoluta libertad como encargo recibido del Padre. Por eso, en las plegarias eucarísticas se subraya, antes de la consagración, que su pasión fue «voluntariamente aceptada». Dicho con otras palabras: en su amor a los suyos hasta la muerte, Cristo ha mostrado su libertad de amar y de morir. Este dato es esencial para entender el dogma cristológico. Así lo confesó también ante el procurador Poncio Pilato cuando este le advierte que tiene autoridad para condenarlo. La réplica de Jesús es contundente: «No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de lo alto» (Jn 19,11). Hay otra afirmación de Jesús que conviene comentar para entender su misión y la de la Iglesia. Es la siguiente: «Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor» (Jn 10,16). Muchos cristianos y no cristianos no entienden que la Iglesia deba llevar el Evangelio a todos los hombres. Consideran esta tarea como una especie de «colonización cristiana» de las diferentes culturas y pueblos. ¿No sería mejor —se preguntan— que los hombres siguieran sus propios caminos de salvación, que, en la providencia de Dios, pueden conducirle a él? Este planteamiento haría inútil, en primer lugar, la encarnación del Hijo de Dios, que ha venido precisamente a revelar el camino hacia el Padre. Aunque el hombre pueda salvarse por caminos que solo Dios conoce, éste ha querido revelarse en su Hijo para manifestar su amor a los hombres de una manera que ninguna mente humana hubiera sospechado. Por eso dice Jesús que el Padre le ha enviado a congregar a todos los hombres en un solo rebaño bajo un solo pastor. Por otra parte, el cristianismo se presenta como una oferta de libertad. La fe se propone, no se impone. Pero iría contra la universalidad de la fe y contra la fraternidad universal de los hombres privarles del conocimiento de lo acontecido en Cristo —la salvación eterna— y, en último término, dejaría a los hombres huérfanos del amor y de la compañía de quien nos ama hasta dar la vida por nosotros. Como decía san Juan Pablo II, Cristo es un derecho de los pueblos y de cada hombre. + César FrancoObispo de Segovia.