El domingo de Pentecostés nos recuerda que la Iglesia es católica, es decir, universal. No podía ser de otra manera. Si Cristo es el mediador definitivo entre Dios y los hombres, su Iglesia tiene que estar abierta a todos los pueblos. Por eso, en el relato del libro de los Hechos sobre Pentecostés, san Lucas incluye entre los habitantes de Jerusalén a gentes de los pueblos entonces conocidos para indicar que el Espíritu Santo viene para unir a todos los pueblos en la comunidad fundada por Cristo. Desde entonces hasta hoy se han ido incorporando a la Iglesia pueblos y pueblos que han acogido el evangelio. Se puede decir, sin vano orgullo, que la catolicidad es un signo de la autenticidad de la Iglesia de Cristo. Y viceversa, negar la catolicidad es atentar contra la Iglesia de Cristo. El autor de esta apertura de la Iglesia a todas las naciones es el Espíritu Santo, que ha sido llamado admirable constructor de la Iglesia. El es el artífice de su unidad en la sinfónica diversidad de pueblos y culturas. Dice san Pablo que todos «hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo». Basta viajar un poco por el mundo para descubrir hasta qué punto es verdad esta afirmación. El Espíritu ha hecho posible que el evangelio se inculturice en los cinco continentes y en sus magníficas y diversas culturas. Es hermoso ver a Cristo pintado con los rasgos étnicos de cada pueblo, escuchar el Evangelio en la lengua de cada uno, como sucedió en Pentecostés. «Cada uno, dice Lucas, les oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua» (Hch 2,11). Esta expresión tiene un profundo significado. Sin decirlo expresamente, Lucas hace alusión a la confusión de lenguas, que, según el libro del Génesis, tuvo lugar como consecuencia del pecado de los hombres que quisieron alcanzar la morada de Dios construyendo una torre altísima que llegara a los cielos. Dios, según dicho relato, castigó a los hombres confundiendo su lengua para que no se entendieran, y así la torre de Babel, que significa confusión, representa la ruptura de la unidad del género humano que dejó de hablar una lengua común. Es evidente que estamos ante un relato profundamente simbólico. Pentecostés representa el retorno a la unidad perdida, a la conciencia de que la humanidad es una. Porque el Espíritu de Dios no desapareció de la tierra con la confusión de Babel. Siguió trabajando por la unidad entre los pueblos, y sigue haciéndolo en el corazón de cada hombre. En la entraña de la humanidad dividida, el Espíritu alentaba, inspiraba, promovía la unidad. Era su tarea cotidiana, oculta entre las luchas fratricidas y entre las trágicas rupturas que se sucedían entre los hombres. Hasta que llegó Pentecostés y, como una nueva creación, el fuego divino dio origen a un pueblo unido, sencillo y humilde, pero pueblo, que empezó a congregar a los demás pueblos invitándoles a formar parte de su extraordinaria belleza y novedad. Se rompieron entonces los muros que dividían a los hombres, incluso a Israel del resto de los demás pueblos paganos, y se alumbró la Iglesia. Esta unidad reconquistada por el Espíritu comenzó a hablar una sola lengua: el Evangelio. Todos lo entendían porque era la Palabra misma de Dios, encarnada en su Verbo y difundida por el Espíritu, que lanzó a los apóstoles a la misión universal. El trabajo de siglos, que el Espíritu había realizado trabajosamente desde Babel, se revelaba a todas las naciones y se cumplía la promesa de Jesús: «El que tenga sed que venga a mí y beba». Hablaba del agua del Espíritu que brotaría de su costado como una fuente inagotable de unidad, para que bebiendo de ella, todos formaran el Cuerpo de Cristo. + César Franco Martínez Obispo de Segovia.