En su primera encíclica, Redemptor hominis, san Juan Pablo II define la naturaleza del hombre en estos términos: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente». Y añade que es Cristo quien ha revelado al hombre su propio ser. ¿Quiere decir esto que el hombre antes de la aparición de Cristo no estaba llamado al amor? ¿Qué en su naturaleza no bullía la necesidad de amar y de ser amado? No, de ninguna manera. Todo hombre ha sido creado por Dios a imagen y semejanza suya, y lleva en sí mismo la tendencia al amor, la necesidad de amar y ser amado. En el evangelio Jesús se remite al primer mandamiento de la Ley: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37-38). En el evangelio de este domingo, sin embargo, Jesús habla de un mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». ¿Dónde reside la novedad de este amor? Jesús añade al mandamiento del amor la señal propia del cristiano: «como yo os he amado». En el Antiguo Testamento, dice A. Vanhoye, «no se podía tener un modelo tan perfecto de amor. El Antiguo Testamento de hecho no presentaba ningún modelo de amor, pero formulaba solamente el precepto de amar. Jesús, sin embargo, ha dado un modelo, se ha dado a sí mismo como modelo de amor». El hecho de que Dios sea visible en Cristo ha favorecido al hombre el ejercicio del amor. Al tomar nuestra carne, el Hijo de Dios se ha convertido en el Hombre nuevo que todos aspiramos a ser. De ahí la necesidad de fijar los ojos en él como hacían sus vecinos en la sinagoga de Nazaret. Así han hecho los santos en el apasionante intento de amar como él. Porque el hombre, dejado a sus propias fuerzas, es incapaz de amar como Cristo. Necesita su gracia, la fuerza de su Espíritu. Nuestra tendencia al amor está condicionada por los hábitos e inclinaciones de nuestra naturaleza caída por el pecado. Mirar a Cristo es el camino para purificar nuestra idea y vivencia del amor. Por ello, los santos han tomado a Cristo como modelo y realización del amor, y han hecho de él su referencia ineludible. Los primeros cristianos gozaban del prestigio del pueblo por el amor que se tenían: «Mirad cómo se aman», decían admirados. Esta es la clave de la evangelización: un amor fuerte, generoso, alegre. Un amor que irradia paz, belleza, justicia. Es el amor que constituye a la Iglesia como la nueva humanidad, que brota del costado abierto de Cristo. San Pablo, en el himno de la caridad, recoge las características de este amor. Leídas fríamente, parece imposible amar así. Un amor que excusa, perdona, soporta todo. Un amor que lleva al hombre a expropiarse de sí mismo en favor de los demás. Leamos el bello comentario que el Papa Francisco hace de este himno del amor en su reciente exhortación Amoris Laetitia, dedicada a la familia, cuna del amor. Amar así es posible. Nos lo garantiza Cristo, que ha ido por delante en esta experiencia fundamental del ser humano. Para ello, necesitamos previamente dejarnos amar por él, reconocer que nos ha amado hasta el fin, hasta la renuncia total de sí mismo. Por eso, dice san Juan en su primera carta: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su propio Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados». + César Franco Martínez Obispo de Segovia.