El evangelio del segundo domingo de Pascua afirma dos veces que los discípulos estaban reunidos «con las puertas cerradas». Y también dos veces dice que Jesús entró y «se puso en medio de ellos». Para el Resucitado no hay obstáculo que le impida estar con los suyos. Quiero detenerme en el hecho de las puertas cerradas, debido al miedo a los judíos. Los apóstoles pensaban que seguirían la suerte de Jesús y morirían como él. Lo llamativo de este miedo, justificado humanamente, es que la primera vez que se les aparece el Resucitado, se alegran de verlo y él, a su vez, soplando sobre ellos, les otorga el Espíritu Santo para perdonar los pecados y los envía al mundo como él fue enviado por su Padre. Aún así, seguían con las puertas cerradas como se afirma en la segunda aparición en la que el apóstol Tomas es el protagonista. ¿Cómo es posible que tuvieran miedo si el Resucitado les había dado el Espíritu y encargado la misión? ¿Por qué permanecían con las puertas cerradas? El evangelista quiere subrayar que la fe pascual en el Resucitado encontró resistencias en los apóstoles. Como los discípulos de Emaús, eran «necios y torpes de corazón». A pesar de que María Magdalena les había anunciado que estaba vivo, y los mismos discípulos de Emaús habían participado con él en la fracción del pan, se resistían a creer y vivían apresados por el miedo, con las puertas cerradas. Tendrá que llegar Pentecostés con la efusión definitiva de la Gracia para que salten los cerrojos, pierdan el miedo y salgan a las calles, plazas y azoteas a proclamar que Cristo ha resucitado según anunciaron los profetas. Pero las «puertas cerradas» no es sólo una circunstancia de los primeros discípulos. La Iglesia tiene la tentación, a lo largo de su historia, de cerrar las puertas, por miedo, por respetos humanos, por cobardía, o por simple resistencia al evangelio. Porque el evangelio, si es acogido como palabra de verdad, de libertad y de salvación, arroja el miedo, supera los temores, inflama el corazón de valentía, y nos lanza a la vida diaria asumiendo hasta el riesgo de perder la propia vida. «No me avergüenzo del evangelio», decía san Pablo. El Papa Francisco nos dice a los cristianos que «nunca podremos convertir la enseñanza de la Iglesia en algo fácilmente comprensible y felizmente valorado por todos» (EG 42). El cristiano no es un ingenuo que piensa en la conversión de las masas que caen rendidas ante el predicador, en el caso de que éste tenga el arte de la retórica. No ha sido así ni nunca será así. La predicación del evangelio es la gracia que recibieron los apóstoles, bautizados con Espíritu Santo y fuego y, al término de su vida, con su propia sangre. Por eso, abrir las puertas, salir y exponerse al mundo con la libertad del Espíritu conlleva el riesgo de perder la vida. Así se explica la advertencia de Cristo: no es el discípulo mayor que su maestro. Y la vida se pierde, no sólo con el martirio. Se pierde también en el día a día de la predicación, de la edificación de la Iglesia, de la búsqueda de la oveja perdida, del acercamiento a los enfermos, ancianos y marginados de nuestro mundo. Se pierde cuando presentamos la verdad evangélica sin recortes ni prejuicios acomodaticios, y experimentamos rechazo, incomprensión, o la ironía con que despacharon a Pablo los atenienses cuando escucharon la palabra «absurda» de la Resurrección: «De eso, ya te oiremos hablar otro día»; y le dejaron solo. Sí, amigos, no se trata de abrir sólo las puertas físicas de la Iglesia, se trata de abrir las puertas de nuestro interior y quedar a la intemperie del Espíritu. No hay que temer: Cristo está en medio de nosotros. + César Franco Obispo de Segovia.