En la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús cautiva la sencillez del relato al describir el momento del encuentro. Dice simplemente que «se les acercó y caminaba con ellos». Nada hay de sobrenatural en el hecho mismo de la aparición. Sorprende, además, que los discípulos no temieran ni se preguntaran de dónde venía ni cómo se había unido a ellos el desconocido. ¿Les seguía de cerca y aceleró el paso? ¿Salió a su encuentro en un recodo del camino? Dos verbos indican su presencia: acercarse y caminar juntos. Con ellos, el narrador describe el significado de la resurrección como una forma nueva de vivir en la que Cristo se acerca a los suyos de modo inmediato y camina junto a ellos. El Resucitado se acerca al hombre y camina con él. No hay fronteras ni obstáculos. El obstáculo no está en el Resucitado, sino en el hombre, que no sabe reconocerlo. Así sucedió a los de Emaús: «sus ojos eran incapaces de reconocerlo». Cuando Jesús les pregunta sobre el tema de su conversación, «se detuvieron entristecidos». Hay una relación entre la incapacidad para reconocer a Cristo y la tristeza que les invade. Sin embargo, lo tienen delante. Es de suponer que, al pararse, mirarían al desconocido cara a cara, observarían sus gestos. Sus ojos, sin embargo, estaban ciegos. Y Jesús inicia una pedagogía que dura hasta hoy: «Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura». Debió ser una experiencia única cómo Jesús hizo esta presentación de sí mismo, que provocó en los discípulos la impresión de que el corazón les ardía. La palabra de Cristo estaba preparando el encuentro final, la revelación definitiva en la fracción del pan, el gesto que abrió los ojos de aquellos dos ciegos. Dice Lucas que, cerca de la aldea donde iba, «él hizo ademán de seguir adelante». Este gesto intencionado buscaba excitar el deseo en los de Emaús para apremiarle a que se quedara con ellos. Jesús se hizo rogar: «quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». ¡Qué ruego tan expresivo! El atardecer y la caída del día acentúa la soledad y evoca la muerte. El hombre siente su desvalimiento. Jesús se muestra como el compañero necesario para que los últimos destellos del sol se prolonguen en el calor de una presencia insustituible. Jesús «entró para quedarse con ellos». Esta es la irrevocable intención de Cristo. La que manifestó al tomar nuestra carne, y la que desvela el sentido de la resurrección: Cristo ha resucitado para quedarse con el hombre. Y bastó sólo un gesto —partir el pan— para que lo entendieran. Entre los diversos cuadros de Rembrandt sobre esta escena, hay uno muy inspirado: Cristo está nimbado de luz, quedando él en sombra. Su figura se impone con una poderosa majestad que llena la escena mientras parte un trozo de pan con su mano derecha. Un discípulo, rendido a sus pies, adora. El otro, mira las manos y el pan con ojos desorbitados, lleno de asombro. Al fondo, la casera trabaja en la cocina ajena a lo que sucede. Y en la pared, colgado de un clavo, pende el morral de un caminante. Es un cuadro fantástico, atrevido, que describe lo indescriptible de Emaús: el momento en que el peregrino revela su identidad y abandona la escena llenando todo de luz, la luz que nunca decae, el sol sin ocaso. Si cada domingo, al ir a la Iglesia, recordamos esta escena, comprenderemos que Jesús se nos acerca, camina con nosotros, nos habla de sí mismo y comparte la mesa dándonos su pan. A su lado, nunca habrá atardecer ni caída del sol. Y nuestros ojos, aunque no lo reconozcan en el primer momento, se abrirán sorprendidos al descubrirlo, vivo y cercano, en la fracción del pan. + César Franco Obispo de Segovia