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Martes, 22 Mayo 2018 19:47

Las puertas cerradas , II D. Pascua

El evangelio del segundo domingo de Pascua afirma dos veces que los discípulos estaban reunidos «con las puertas cerradas». Y también dos veces dice que Jesús entró y «se puso en medio de ellos». Para el Resucitado no hay obstáculo que le impida estar con los suyos.

            Quiero detenerme en el hecho de las puertas cerradas, debido al miedo a los judíos. Los apóstoles pensaban que seguirían la suerte de Jesús y morirían como él. Lo llamativo de este miedo, justificado humanamente, es que la primera vez que se les aparece el Resucitado, se alegran de verlo y él, a su vez, soplando sobre ellos, les otorga el Espíritu Santo para perdonar los pecados y los envía  al mundo como él fue enviado por su Padre. Aún así, seguían con las puertas cerradas como se afirma en la segunda aparición en la que el apóstol Tomas es el protagonista. ¿Cómo es posible que tuvieran miedo si el Resucitado les había dado el Espíritu y encargado la misión? ¿Por qué permanecían con las puertas cerradas?

            El evangelista quiere subrayar que la fe pascual en el Resucitado encontró resistencias en los apóstoles. Como los discípulos de Emaús, eran «necios y torpes de corazón». A pesar de que María Magdalena les había anunciado que estaba vivo, y los mismos discípulos de Emaús habían participado con él en la fracción del pan, se resistían a creer y vivían apresados por el miedo, con las puertas cerradas. Tendrá que llegar Pentecostés con la efusión definitiva de la Gracia para que salten los cerrojos, pierdan el miedo y salgan a las calles, plazas y azoteas a proclamar que Cristo ha resucitado según anunciaron los profetas.

            Pero las «puertas cerradas» no es sólo una circunstancia de los primeros discípulos. La Iglesia tiene la tentación, a lo largo de su historia, de cerrar las puertas, por miedo, por respetos humanos, por cobardía, o por simple resistencia al evangelio. Porque el evangelio, si es acogido como palabra de verdad, de libertad y de salvación, arroja el miedo, supera los temores, inflama el corazón de valentía, y nos lanza a la vida diaria asumiendo hasta el riesgo de perder la propia vida. «No me avergüenzo del evangelio», decía san Pablo. El Papa Francisco nos dice a los cristianos que «nunca podremos convertir la enseñanza de la Iglesia en algo fácilmente comprensible y felizmente valorado por todos» (EG 42). El cristiano no es un ingenuo que piensa en la conversión de las masas que caen rendidas ante el predicador, en el caso de que éste tenga el arte de la retórica. No ha sido así ni nunca será así. La predicación del evangelio es la gracia que recibieron los apóstoles, bautizados con Espíritu Santo y fuego y, al término de su vida, con su propia sangre. Por eso, abrir las puertas, salir y exponerse al mundo con la libertad del Espíritu conlleva el riesgo de perder la vida. Así se explica la advertencia de Cristo: no es el discípulo mayor que su maestro. Y la vida se pierde, no sólo con el martirio. Se pierde también en el día a día de la predicación, de la edificación de la Iglesia, de la búsqueda de la oveja perdida, del acercamiento a los enfermos, ancianos y marginados de nuestro mundo. Se pierde cuando presentamos la verdad evangélica sin recortes ni prejuicios acomodaticios, y experimentamos rechazo, incomprensión, o la ironía con que despacharon a Pablo los atenienses cuando escucharon la palabra «absurda» de la Resurrección: «De eso, ya te oiremos hablar otro día»; y le dejaron solo. Sí, amigos, no se trata de abrir sólo las puertas físicas de la Iglesia, se trata de abrir las puertas de nuestro interior y quedar a la intemperie del Espíritu. No hay que temer: Cristo está en medio de nosotros.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

La mañana de la Resurrección debió ser un constante ir y venir al sepulcro. Desde el momento en que la Magdalena da la señal de alarma sobre la desaparición del cadáver de Jesús, es de suponer que los apóstoles y las mujeres galileas que habían acompañando a Jesús en Jerusalén fueran al sepulcro a comprobar con sus propios ojos que estaba vacío. No sorprende, pues, que los evangelios discrepen sobre el desarrollo de los hechos en esa primera mañana de Pascua.

            Tres personajes destacan por su importancia en el evangelio de Juan sobre esta primera visita al sepulcro. María Magdalena, la primera en hallarlo vacío, que corrió a comunicar a Pedro y Juan el suceso. Dice el evangelio que los dos apóstoles salieron corriendo -en esa mañana todos corrían- hacia al sepulcro para constatar lo sucedido. Merece destacarse un dato entrañable contado por su protagonista. Dice que los dos corrían juntos pero Juan corría más deprisa, sin duda porque era más joven. Al llegar el primero al sepulcro, no entró. Comentando este gesto, Urs von Balthasar dice que Pedro representa el ministerio eclesial y Juan el amor eclesial. De ahí que -continúa el teólogo- el amor ceda el paso al ministerio y sea Pedro el primero en entrar y ver el sudario enrollado, signo claro de que no había sido un robo. Después entró Juan, el amor eclesial, que «vio y creyó», no en la resurrección propiamente dicha, según dice Balthasar, «sino en la verdad de todo lo que ha sucedido con Jesús. Hasta aquí llegan los dos representantes simbólicos de la Iglesia: lo que sucedió era verdad y la fe está justificada a pesar de toda la oscuridad de la situación».

            Sólo en María Magdalena, la fe de los primeros momentos se convertirá en verdadera fe en la resurrección. Ella, que no ha perdido la esperanza de encontrar el cuerpo de Jesús, se queda junto al sepulcro llorando, se asoma y ve a dos ángeles, uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había estado Jesús. Como si fuese lo más natural del mundo, le preguntan por sus lágrimas y ella responde que se han llevado a su Señor y no sabe dónde le han puesto. Preocupada sólo por el cadáver, María no repara en quienes le hablan ni en su insólita presencia dentro del sepulcro. Está atada a los recuerdos últimos de la sepultura.

            Jesús se hace presente y le pregunta por su llanto. María cree que es el hortelano y, por segunda vez, le manifiesta su deseos que encontrar el cadáver y recogerlo. Sólo piensa en un cadáver cuando tiene delante al Resucitado. Al llamarla por su nombre, María reconoce que es Jesús y, como en su vida pública, le llama Maestro. El texto da a entender que corre hacia él y se abrazó a sus pies, pues Jesús le advierte: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: Subo al padre mío y padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20,17). María acaba de recibir su misión, definida por expreso deseo del Papa Francisco como Apostola apostolorum, porque recibió de Jesús resucitado el mandato de anunciar a los apóstoles la Resurrección. Como dice el prefacio de su fiesta, que tiene el mismo rango que la de los apóstoles, Jesús, «se apareció visiblemente en el huerto a María Magdalena, pues ella lo había amado en vida, lo había visto morir en la cruz, lo buscaba yacente en el sepulcro, y fue la primera en adorarlo resucitado de entre los muertos; y él la honró ante los apóstoles con el oficio del apostolado para que la buena noticia de la vida nueva llegase hasta los confines del mundo». María muestra su fe pascual en Jesús cuando, al evangelizar a los apóstoles, ya no le llama Maestro, sino Señor, que es el título propio del Resucitado.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Domingo, 20 Mayo 2018 20:06

Domingo de Ramos

La Semana Santa es el centro del año litúrgico de la Iglesia. La liturgia de estos días reproduce los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo y centra la atención en la persona de Jesús, que es el protagonista central de lo que se conoce como historia de salvación. Todas las miradas se centran en el Hijo de Dios que, levantado en la cruz sobre la tierra y resucitado de entre los muertos, ha dividido la historia en un antes y después de Cristo.

            Para entender bien la Semana Santa hay que tener en cuenta que en ella culmina una historia que Dios ha realizado a través de sucesivas alianzas con el hombre, desde Adán hasta Cristo. Nada entenderíamos, por ejemplo, del Jueves Santo si olvidamos el sacrificio del cordero pascual que el pueblo judío realizaba año tras año para celebrar el fin de la esclavitud de Egipto. La palabra pascua, que proviene del griego, da nombre al mismo tiempo al cordero y a la fiesta anual de la liberación.

Se nos escaparía también, en la liturgia del Viernes Santo, el significado de la cruz de Cristo, que revela, como dice san Pablo, que Dios no se reservó a su Hijo, sino que nos lo entregó como prueba irrefutable de su amor. Según dice Orígenes, lo que Dios no permitió a Abrahán -consumar el sacrificio de Isaac- se lo permitió a los hombres en la muerte de Cristo. Por eso, Isaac es presentado como figura de Jesús, que carga con el leño para el sacrificio, sube al monte y se ofrece a sí mismo como sacrificio perfecto que inaugura la alianza definitiva entre Dios y los hombres.

Finalmente, la vigilia pascual, en la noche del sábado, con su rica simbología, sería un conjunto de ritos sin sentido, si perdiéramos de vista que en esa noche todo converge en la luz de la resurrección, que ilumina el sentido de la vida de Cristo y de los hombres. En esa noche, al resucitar a su Hijo, Dios realiza lo que la teología de Pablo y de la primitiva Iglesia ha llamado «nueva creación». Nada es comparable con el hecho de la Resurrección, que define la fe cristiana, por la sencilla razón de que el pecado y la muerte son definitivamente vencidos. Por eso, resulta paradójico que la celebración más importante de la fe reúna a tan pocos cristianos, precisamente en la noche en que el último enemigo del hombre, la muerte, es aniquilado. Nos falta, pues, mucho para entender la Gracia que Dios nos ha dado en Cristo y que debería hacernos saltar de júbilo, llenar las calles y plazas de las ciudades para cantar un Aleluya sin fin y contagiar al mundo con la alegría del Resucitado.

            El cristianismo es una Pascua permanente, es decir, un paso de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad, de la tristeza al gozo, de la muerte a la vida. El cristianismo es Cristo, crucificado y resucitado al mismo tiempo, que nos libera de toda atadura, como dice Pablo: Para ser libres nos libertó Cristo. La vida cristiana se caracteriza por la novedad de la Resurrección, que introduce en las venas del mundo una sangre nueva, gloriosa, que ilumina la cruz de forma inusitada. Porque la cruz, instrumento ignominioso de tortura y muerte, pasa a ser árbol de vida y de triunfo sobre la decrepitud, la corrupción y el sinsentido de una existencia que parece abocada a la desaparición. La Iglesia canta este triunfo con el solemne pregón pascual que invita, no sólo a los cristianos sino al universo entero, a dar gracias a Dios porque la luz ha brillado en la oscuridad de una noche, que no es sólo física sino espiritual. Por eso los cristianos somos llamados por Cristo hijos de la luz, porque nuestra vocación es iluminar el mundo con el Evangelio de la gracia y vivir -sobre todo vivir- como testigos de la alegría que tiene su fundamento en la acción de Dios.

+ César Franco

Obispo de Segovia

 

            Una nota característica de la fe cristiana es su dimensión misionera. Si Cristo se presenta a sí mismo como el Salvador del hombre, es obvio que debe ser anunciado a todos los pueblos. La Iglesia es una casa abierta a todas las naciones, lenguas y culturas, porque Cristo, como decía san Juan Pablo II, es un derecho de todos los hombres.

En el evangelio de este último domingo de Cuaresma, la mirada a la totalidad de los pueblos llamados a adherirse a Cristo aparece en un hecho que es más que una simple anécdota. Dice san Juan que entre la gente venida  a  Jerusalén a celebrar la Pascua, había algunos griegos, sin duda simpatizantes con la fe judía, que manifestaron al apóstol Felipe su deseo de ver a Jesús. Felipe lo comentó con Andrés y ambos fueron a decírselo a Jesús. Éste, en lugar de complacer de inmediato sus deseos, hace un breve discurso lleno de misterio en el que alude directamente a su muerte, presentada bajo la imagen del grano de trigo que cae en tierra y muere para dar fruto. Habla, incluso, de la necesidad de perder la vida quienes deseen seguirle y participar de su destino y revela que su alma está angustiada ante la hora que se le avecina. Nos encontramos, pues, en un contexto semejante al de la oración de Getsemaní.

A primera vista, da la impresión de que Jesús no hace caso de la petición de los griegos que desean verlo. Pero es una falsa impresión. Porque al terminar su discurso, Jesús afirma que llega el momento en que el príncipe de este mundo -es decir, Satanás- será arrojado fuera, y añade «cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). El evangelista afirma que esto lo decía dando a entender la muerte que iba a sufrir. Ser elevado sobre la tierra es una clara indicación de la crucifixión, puesto que el reo era alzado sobre la tierra en el madero de la cruz.

Jesús, por tanto, no desoye la petición de los griegos que deseaban verlo, sino que ensancha el horizonte de su mirada al afirmar que atraerá a todos hacia él. El Hijo de Dios no ha venido para ser sólo de los judíos o de los griegos. Ha venido para ser expuesto en la cruz como propiedad de todos los que, sin saberlo o no, le buscan para conocerlo y quieren acercarse a él buscando la salvación que ofrece. Por eso, los estudiosos del cuarto evangelio, explican el deseo de este grupo de griegos como una aspiración de todos los que no pertenecen al pueblo judío que, con la predicación del evangelio, se abrirán a la fe y serán atraídos por el Crucificado, cuyo amor alcanza a toda la humanidad. Jesús no es propiedad de un pueblo, ni de una raza ni de una cultura, como puede ser la occidental. Es patrimonio de la humanidad que busca la salvación. Como dice Jesús, al ser elevado sobre la tierra suceden dos cosas: Satanás pierde su poder sobre el mundo, y Él, el Elevado en la cruz, revela definitivamente su gloria -¡enorme paradoja!- al manifestar que ha venido a atraer a todos hacia sí mismo.

Son muchos los que aún no conocen a Cristo pero anhelan la verdad y la salvación. Quizás han escuchado alguna vez su nombre, se ha despertado en ellos el deseo de conocerlo y buscan a alguien, como Felipe y Andrés, que les presente a Jesús: quieren verlo, descubrir la grandeza que encierra. La Semana Santa que estamos a punto de celebrar es el momento en que Cristo se da a conocer con toda su potencia salvífica. No se oculta a los ojos de nadie. Quienes desean verlo, basta que miren al que es elevado sobre la tierra para manifestar hasta qué punto Dios ama al mundo dándonos a su propio Hijo. Quienes tenemos la suerte conocerlo, no podemos por menos de señalarlo y decir: ése es al que buscáis. He aquí la dimensión misionera de la fe.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Domingo, 20 Mayo 2018 20:01

Un año más, día del Seminario

            «Según van pasando los años, comprendemos mejor la seriedad del problema de la escasez de vocaciones al sacerdocio en nuestra diócesis. Si en el Seminario han entrado durante el presente curso sólo dos jóvenes y nadie ha sido ordenado sacerdote, y no se ve que los próximos años las cosas, si Dios no lo remedia, vayan a cambiar notablemente, las bajas que los años, la enfermedad y la muerte producirán en el clero segoviano, no podrán ser cubiertas dentro de muy poco tiempo. Bastantes centros de culto no podrán ser atendidos cada domingo y, además, faltarán sacerdotes para los diferentes campos que exige la nueva evangelización y la nueva forma de sociedad que se asentará en nuestras tierras».

            Mons. Antonio Palenzuela escribía esto, como obispo de Segovia, el año 1992 para el día del Seminario. Han pasado 26 años y la situación no ha mejorado. El futuro no es alentador. Segovia sólo tiene un seminarista mayor, y cinco menores. Muchas parroquias carecen de sacerdotes y los relevos se hacen difíciles. Contamos con sacerdotes venidos de otras diócesis que nos ayudan en la atención a nuestro pueblo. ¿Hasta cuando?

            Desde que vine a Segovia mi preocupación por el seminario ha sido constante. Es una prioridad de mi ministerio y debe serlo de toda la diócesis. Cuando abrimos hace dos años el seminario menor, hice una consulta amplia sobre la conveniencia de hacerlo y la respuesta fue positiva. Sin embargo, el interés por las vocaciones, el trabajo por despertarlas y crear una cultura vocacional no es proporcional a nuestra necesidad. ¿Somos conscientes de la gravedad del problema?

            Las causas de esta penuria vocacional son varias y bien conocidas: falta de natalidad, despoblación, envejecimiento. Sin olvidar la fuerte secularización de padecemos. Entregar la vida a Dios y a los hombres no resulta atractivo cuando una «amnesia de lo eterno» atrofia los sentidos del espíritu. Todo esto es verdad. Pero podemos excusarnos con los datos sociológicos para no hacer todo lo que debemos en el  campo de las vocaciones. Toda la diócesis debe ser consciente de que sin sacerdotes no es posible subsistir. Cristo ha vinculado estrechamente la existencia de la Iglesia al ministerio sacerdotal que es el suyo propio, su forma de hacerse servidor de los hombres. El sacerdote hace presente a Cristo como maestro, predicador, médico, santificador y pastor. Ser sacerdote es hacer visible a Cristo en medio del pueblo, estrechamente unido a sus hermanos, como enseña frecuentemente el Papa Francisco, no sólo con sus palabras sino con los gestos elocuentes a que nos tiene acostumbrados.

            Las familias, las comunidades y cristianos de Segovia debemos orar y trabajar al mismo tiempo para suscitar las vocaciones que necesitamos. Es cierto que Dios es quien llama, pero se sirve de intermediarios, de testigos que valoran la gracia y la amistad con Dios y presentan la vocación sacerdotal como un hermoso camino de realización personal. Cristo llamó a las doce primeros apóstoles. No eran los mejores, humanamente hablando. Pero vivieron con él, y aprendieron, en su seguimiento, a imitarle, a servirle y a entregarse a los hombres como él mismo lo hizo. Esta historia se repite hoy cada vez que Cristo llama e invita, sin violentar la voluntad, a ser, actuar y vivir como él. Todos somos responsables de que esta llamada, que niños y jóvenes escuchan en su corazón, produzca el milagro -cada sacerdote es un milagro- de hacer presente a Cristo derramando su gracia a manos llenas, acompañando a los hombres y mujeres de esta tierra que no puede explicarse sin la fe cristiana, es decir, sin la presencia salvadora de Cristo entre nosotros.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Domingo, 20 Mayo 2018 19:55

La luz y las tinieblas , IV Cuaresma

El evangelio del cuarto domingo de Cuaresma arroja mucha luz sobre una cuestión que en ocasiones atormenta al creyente: ¿Cómo será el juicio de Dios al final de nuestra vida? La imaginación nos traiciona cuando nos representamos el juicio con la imagen de un tribunal humano en el que se sopesan los actos del hombre desde categorías jurídicas. Dios es juez, ciertamente, pero es Padre, es Luz, Verdad y Amor. Lo primero que dice Jesús es que Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgarlo, sino para que el mundo se salve por él. Dios desea como nadie la salvación del hombre, y así lo enseña Jesucristo con sus palabras y obras. Dios, escribe un teólogo, «no tiene ningún interés en condenar al hombre».

Entonces, ¿qué significa la condenación? Hoy escuchamos en el evangelio estas palabras de Jesús a Nicodemo: «El que cree en el Hijo no será juzgado; el que no cree ya est a amar.  se convierte en infierno, incluso aquellos a los que estamos obligados a amar, y hablo Cuando nos cerramos a esta llamá juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios. Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas». Quien rechaza el amor ofrecido por Dios se juzga y condena a sí mismo. Se ha cerrado en su propia oscuridad. «El infierno son los otros», ha dicho un existencialista ateo. ¿Qué quiere decir? Dios nos ha hecho para darnos a él y a los demás, nos ha creado para el amor sin medida, de forma que nuestra existencia se realice en el amor. Cuando nos cerramos a esta llamada, todo se convierte en infierno, incluso aquellos a los que estamos «obligados» a amar. ¡Cuántas veces, los mayores desprecios, odios y crímenes, suceden en el ámbito de la familia, que es por esencia el ámbito del amor! Y al revés: ¡cuántos ejemplos hay de personas que perdonan, aman y son capaces de dar la vida por sus propios enemigos! El infierno, ya aquí en la tierra, es la soledad de quien solo se ama a sí mismo y cierra sus entrañas de compasión en un egoísmo suicida. Es la noche sin día, el silencio que no escucha los gritos de quien sufre, el mal amado por sí mismo.

Dios es Luz. Por eso dice Jesús que «quien obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz para no verse acusado por sus obras. El cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios». Aquí tenemos la esencia del juicio último de nuestra vida. El hombre, al morir, se encuentra con la Luz eterna e increada, la Verdad pura, y reconoce si su vida ha estado orientada en esa dirección o, por el contrario, ha caminado en dirección contraria. Todo pecado se realiza en el ámbito de la oscuridad. Nos escondemos para pecar, como si pudiéramos escapar no sólo a la mirada de Dios sino a la luz de nuestra propia conciencia que nos acusa y nos juzga de forma inexorable.

¿Cuál es entonces el papel de Dios en el juicio? Constatar el uso que hemos hecho de nuestra libertad. Dios nos ha creado libres. No puede forzarnos al bien, ni tampoco nos determina al mal. La vida del hombre es ejercicio permanente de la libertad, que nos conduce a la vida o a la muerte. Tenemos experiencia de que en la medida en que elegimos el bien, avanzamos en la luz; si escogemos el mal, vivimos en la tiniebla. Por eso, en la cuaresma pedimos la luz necesaria para guiar nuestros pasos por el camino del bien y la fuerza necesaria para oponernos al mal. Este es el gran dilema del hombre que fragua poco a poco su destino. Siempre hay tiempo para convertirse, para retornar a los brazos del Padre misericordioso con la certeza de que su amor es infinito. Un amor que excluye todo juicio condenatorio a no ser que el hombre rechace la luz y opte por las tinieblas. Podemos decir que Dios ha dejado en nuestras manos el juicio.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Domingo, 20 Mayo 2018 19:53

La autoridad del amor, III Cuaresma

Vivimos tiempos en que el concepto de autoridad ha entrado en crisis. Los sociólogos dicen que las nuevas generaciones se sienten desvinculadas y desarraigadas. Quienes ostentan la autoridad -padres, maestros, tutores- reconocen las enormes dificultades para ejercerla sin que tal ejercicio sea interpretado como una invasión de la libertad personal. Se afirma que vivimos en una sociedad «sin padres ni maestros». El Papa Francisco ha dicho recientemente que «está teniendo lugar un conflicto generacional sin precedentes» que consiste en la ruptura con los valores de la tradición que impide mirar el futuro con esperanza. 

Cuando Jesús expulsa a los comerciantes y cambistas de monedas del templo de Jerusalén, las autoridades religiosas le preguntan sobre la «autoridad» para actuar así. No critican el hecho, pues era un gesto profético laudable, sino que le piden explicaciones sobre su autoridad para hacerlo, dado que sólo el Mesías podía realizar la purificación. Jesús responde con unas palabras enigmáticas: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Sus oponentes interpretaron literalmente estas palabras y se mofaron de él pues el templo había tardado cuarenta y seis años en construirse. Pero Jesús, como apostilla el evangelista, se refería al templo de su cuerpo, aludiendo claramente al misterio de su muerte y resurrección al tercer día. Por eso los apóstoles sólo entendieron esta enigmática respuesta de Cristo cuando resucitó de entre los muertos.

Lo más interesante de esta escena, sin dejar de lado el hecho, es la cita de la Escritura que acompaña al gesto de Jesús. Dice el evangelio de Juan que, al purificar el templo, los discípulos se acordaron de que estaba escrito: «el celo de tu casa me devora». ¿Qué quieren decir estas palabras». Al purificar el templo, Jesús predispuso a sus enemigos para que acabaran por él: el acto de la purificación, signo de que Cristo venía a establecer un culto nuevo basado en el templo de su cuerpo, aceleró la sentencia de muerte. Este es el significado último de las palabras de la Escritura: Cristo ha sido devorado por haber mostrado el celo por la casa de Dios. Con otras palabras: la autoridad de Cristo reside precisamente en que por hacer el bien y santificar a los hombres ha sido entregado a la muerte, que era su destino.

Si lo pensamos bien, Jesús viene a decir algo semejante a lo que afirma en la última cena: «Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos». El Papa Francisco repite con frecuencia que hoy nos falta generosidad y celo para emprender con audacia la reforma de las instituciones de la Iglesia. Nos falta valentía para purificar tantas y tantas realidades que adormecen bajo la rutina, el desánimo y la falta de espíritu. Falta «autoridad», en el sentido más pleno del término, a saber, la potestad que nace del ser mismo de quien hace crecer a los que le son confiados. La Iglesia sólo se reforma con la autoridad de Cristo, que es su capacidad de amar y de dejarse devorar por el celo de salvar a los hombres. En realidad, la autoridad sólo puede ejercerse desde el amor, desde la entrega de sí hasta dar la vida. Por eso cuando Jesús tiene que dar la razón de su actuar se remite al hecho de su muerte y resurrección. Sólo quien es capaz de dar su vida por los que ama, puede permitirse la purificación del templo de Jerusalén y mostrar así que ha venido a establecer un nuevo camino en la relación del hombre con Dios. Es la autoridad del pastor que da la vida por sus ovejas, la del buen samaritano que desciende de su cabalgadura para sanar las heridas de quien yace herido, la del Mesías que purifica el templo con su propia sangre.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Domingo, 20 Mayo 2018 19:48

Transfiguración, II Cuaresma

En un mundo tan hedonista como el nuestro, todo dolor o sufrimiento es considerado un sinsentido. Huimos de todo lo que pueda producir malestar o aproximarnos a la experiencia del padecer. Nos parece que nada humano puede aportar el sufrimiento cuando sucede inesperadamente en nuestra vida. Conocemos, sin embargo, experiencias que demuestran lo contrario. Personas que, ante el dolor, han sacado lo mejor de sí mismos, se han recreado en cierta medida y han superado lo que Scheler denominaba «frivolidad metafísica» dirigiendo todas sus energías para afrontar la prueba del dolor, la enfermedad y la muerte. Entendemos a Dostoyeski cuando decía que sólo tenía miedo a no ser digno de sus padecimientos.

Cuando Jesús comunica a sus apóstoles que sube a Jerusalén para morir, desata en el grupo de los Doce, y sobre todo en Pedro, una tormenta de repulsa y rechazo a la cruz. Hasta el punto de que Jesús llama a Pedro “Satanás” porque intenta apartarle de su camino. Un Mesías sufriente era, para la mentalidad judía, un sinsentido. Por eso, el mayor escándalo del cristianismo es la cruz, que, aunque nos cueste, forma parte de la vida como dice Jesús al invitarnos a cargar con ella.

Mucho se ha utilizado la célebre frase de G. Büchner de que el dolor es la «roca del ateísmo», es decir, la más firme objeción contra la fe en Dios y la creación. Cuesta entender cómo se compagina la fe en un Dios bueno y compasivo con el hecho del sufrimiento que nos constituye por el simple hecho de ser criaturas. Pero una cosa es clara: Jesús, el Hijo de Dios, se introdujo en la vida de los hombres asumiendo el sufrimiento como parte integrante de su misión. No elaboró teorías filosóficas para refutar los argumentos que denigran el valor del sufrimiento, sino que él mismo cargó con el dolor de la humanidad para revelarnos el misterio que encierra. Y lo que Dios no permitió que hiciera Abrahán con su único hijo Isaac en el monte Moria, se consumó en el Gólgota mediante la entrega de Cristo en la cruz.

Jesús no quiso, sin embargo, que sus apóstoles permanecieran ignorantes de que el sufrimiento tiene sentido. No permitió que le vieran en la agonía del huerto de los Olivos sudando sangre o en la cruz manifestando su dramática soledad ante el Padre. Por eso, según proclama el evangelio de este domingo, se transfiguró en el Tabor revelando la gloria que contenía su humanidad, y por un momento les dio a entender que el sufrimiento, del que había hablado previamente, sólo era un trance necesario para llegar a la gloria. Con esta pedagogía les preparó para asumir la paradoja de la cruz.

Lo que vieron los tres apóstoles predilectos en la cima del Tabor es más que una explicación filosófica, que siempre puede refutarse con argumentos contrarios. Es una experiencia única que pertenece ciertamente al mundo de Dios, pero que tuvo lugar en la carne de Jesús, que compartió con nosotros al encarnarse. Al contemplar a Jesús transfigurado, que anuncia con este hecho su resurrección, aumenta en nosotros la certeza de que también nuestro sufrimiento dará paso a la gloria. Esto no es un consuelo para desesperados. Es la clave que nos ayuda a llevar la cruz de cada día y la luz que ilumina nuestro camino en la noche. Podemos decir que la fe nos transfigura y nos permite aceptar el sufrimiento desde una perspectiva nueva, esperanzada y llena de sentido. Es la perspectiva del destino último del hombre que le permite transfigurar la noche en día, la prueba en ocasión de vivir más allá de lo que nos atemoriza, y el miedo a sufrir en la confianza de que el Hijo de Dios ha asumido lo que nosotros solos no podríamos entender sin la luz de su rostro trasfigurado.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

La cuaresma siempre es gracia por la sencilla razón de que nos pone en camino hacia la Pascua que es el acontecimiento central de la salvación. ¿Quién no se siente necesitado de salvación? ¿Quién no aspira a la pureza de corazón? ¿Quién no se sabe totalmente pobre cuando se trata de salvarse a sí mismo? Decía G. Greene que, «si conociéramos el porqué de las cosas, tendríamos compasión hasta de las estrellas». Este mundo, herido por el pecado, como tantas veces nos recuerda el Papa Francisco al tratar de la ecología, necesita ser salvado en su totalidad. Y el hombre, como cima de la creación, con mayor razón, pues de su corazón obstinado proceden muchos de los males que afectan a toda la creación. También de mi corazón y del tuyo. No somos una excepción. Todos necesitamos la gracia de la renovación que nos llega con la Pascua.

            La actitud del hombre ante la Cuaresma es abrirse a la gracia de este tiempo que pretende dar muerte al egoísmo. Las prácticas cuaresmales que propone la Iglesia, siguiendo los consejos de Cristo, son una ayuda para luchar contra el egoísmo, el desamor, la dureza del corazón. Mediante la oración, la limosna y el ayuno, nos preparamos a vivir la novedad de la Pascua.

La oración nos centra en Dios, nuestro principio y meta final. Nos recuerda que somos hijos suyos y hermanos de los hombres. Nos sumerge en la verdad de lo que somos: criaturas nacidas de su amor. Y nos fortalece para vivir diariamente agradando al Padre bueno de los cielos. La oración es antídoto para nuestra autosuficiencia. Nos sitúa ante la luz de Dios que conoce hasta los últimos entresijos del corazón. Orad en todo momento, orad sin desfallecer, orad con confianza: son los mensajes de la Iglesia que recoge la enseñanza de Cristo. Sólo quien ora en el secreto de su corazón, retorna a su origen y se descubre amado por Dios y proyectado hacia sus hermanos los hombres. Sólo quien ora así, mira hacia el futuro con el deseo de ver a Dios al término de su peregrinación en esta tierra.

La oración sólo se hace eficaz en la limosna y el ayuno. La gracia que recibimos en la oración se convierte en misericordia hacia los demás. Y la misericordia tiene dos manos generosas: con una, nos quitamos de nuestro haber lo que corresponde a los necesitados; con la otra, lo damos a los demás, sin que una mano sepa lo que hace la otra. Así evitamos todo tipo de complacencia en nuestra bondad. Las dos manos actúan: una nos priva mediante el ayuno; otra nos enriquece con la misericordia. Una nos hiere el egoísmo; otra nos sana con la compasión. Y todo los hacemos con la unidad de nuestro ser, que quiere traslucir el ser de nuestro Padre, el cual hace salir el sol sobre buenos y malos y hace descender la lluvia sobre justos e impíos.

La Cuaresma es un itinerario que nos prepara para renovar las promesas del bautismo, fuente de nuestra dignidad de hijos de Dios. Supone un despojamiento del hombre viejo, que nos recuerda que somos polvo de la tierra; pero sin ese despojamiento no viviremos la alegría de ser revestidos de Cristo, el Hombre Nuevo, que vence el pecado y la muerte. Despojarse de lo viejo y vestirse de lo nuevo es una actitud muy humana, que practicamos constantemente y que nos produce alegría. ¿No empleamos en esto nuestro dinero cuando cambiamos de traje, de muebles o de coche? ¿Por qué no vivimos con esta actitud las realidades del espíritu de forma que abandonemos las viejas costumbres del egoísmo y nos revistamos cada día más de ese hombre nuevo que todos llevamos dentro desde el bautismo y espera el momento de manifestarse con toda su grandeza en la Pascua de Cristo? He ahí la gracia y el trabajo de la Cuaresma.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Domingo, 20 Mayo 2018 19:43

La fe razonable, VI TO

En tiempos de Jesús la lepra era signo de maldición y castigo por el pecado. Los leprosos eran malditos. Debían vivir fuera de las ciudades, excluidos de toda convivencia. Quien tenía contacto con ellos se hacía impuro. Se explica así que la curación de la lepra era una bendición que traería el Mesías. Por eso, cuando a Jesús le preguntan si él es el Mesías, se limita a decir lo que hace: «Los leprosos quedan limpios».

            El evangelio de este domingo narra la curación de un leproso, que, rompiendo las normas de su tiempo, se acerca a Jesús y, postrado de rodillas, le suplica: «Si quieres, puedes limpiarme». El evangelista dice que a Jesús se le conmovieron las entrañas, le tocó, y usando las mismas palabras del leproso, se las devolvió con la curación: «Quiero, queda limpio». Ha bastado la súplica.

            Ahora bien, la curación de la lepra tenía que ser declarada por los sacerdotes. De ahí que Jesús le remita al sacerdote para que certifique que está curado y pueda participar también del culto de la sinagoga. En esta orden de Jesús hay un dato que merece explicación. El texto griego dice que Jesús «se llenó de indignación» al decirle que se presentara ante el sacerdote. Esta actitud no concuerda con la compasión que ha sentido por el leproso. ¿Cómo pudo pasar en tan breves instantes de la compasión al enfado? Es evidente que la indignación no va dirigida al leproso sino a los sacerdotes que criticaban a Jesús porque hacía milagros y sanaba a los enfermos. No querían aceptar que los milagros de Jesús manifestaban claramente su condición de Mesías. Por eso, Jesús envía al leproso curado a los sacerdotes «como un testimonio contra ellos», es decir, como una prueba de su obstinación al no reconocer en Jesús al Mesías. Al tener que verificar la desaparición de la lepra, tenían que admitir que, si era Jesús quien lo había sanado, se debía al poder que habitaba en su persona.

            Ya hemos dicho en varias ocasiones, y conviene repetirlo, que el hecho de que Jesús haga milagros es importante para fortalecer nuestra fe en él. Los milagros de Jesús son un signo de la compasión con el hombre, ciertamente. Pero es verdad que Jesús no hizo todos los milagros que podía haber hecho. En Nazaret y algunos lugares de su entorno, Jesús se negó a hacer milagros porque quienes lo pedían buscaban el espectáculo. Pretendían manipular a Jesús. Jesús siempre se negó a todo intento de manipulación de su persona, como veremos el próximo domingo, al iniciar la Cuaresma. Cuando falta la fe, Jesús se niega a hacer milagros.  Pero además de la compasión, los milagros prueban que en Jesús ha llegado la salvación definitiva. Son una prueba de que es el enviado de Dios. Por ello, en más de una ocasión, en sus controversias con los líderes religiosos del pueblo que se niegan a creer en él, les dice: Si no creéis en mí, al menos creed en mis obras, porque las obras que yo hago dan testimonio de mí. Este argumento de Jesús vale para siempre. La fe en Jesús no es algo irracional. Nos adherimos a Cristo no por un impulso emotivo o sentimental, que puede cambiar según el estado anímico. Creemos en él porque nuestra razón asiente a los signos que da como Hijo de Dios que ha venido a sanarnos de algo más que la lepra, la ceguera o la parálisis física. Jesús no es un taumaturgo compasivo que se apiada sólo de aquellos a quienes sana. Ha venido a liberarnos de una lepra espiritual que se llama pecado. Y cuando nos pide la fe, nos ofrece argumentos para que creamos confiadamente, con el corazón y la razón, que realmente él es quien dice ser. La fe tiene argumentos razonables, porque Dios nos ha dado la razón para que creamos también por medio de ella.

+ César Franco

Obispo de Segovia