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Domingo, 29 Julio 2018 08:34

Un Dios derrochador. D.T.O.XVII

Se ha dicho que Dios no se deja ganar en generosidad. Su gracia es siempre sobreabundante y desborda las necesidades del hombre. Basta sólo pensar en la creación de la nada para vivir en un asombro permanente ante la generosidad de Dios al crear los mundos y desbordarnos con sus dones.

              Los gestos milagrosos de Jesús en el evangelio de Juan también lo presentan como el Mesías que nos trae la abundancia de bienes, como habían anunciado los profetas. En este domingo, la Iglesia lee el relato de la multiplicación de panes y peces según el cuarto evangelio. Ante una multitud de unos cinco mil, contando sólo los hombres, Jesús pregunta a sus discípulos qué hacer para darles de comer. Estos se sienten incapaces pues carecen del dinero necesario. Andrés, el hermano de Pedro, le dice a Jesús que hay un muchacho que tiene cinco panes y dos peces, cantidad insuficiente para una multitud. Jesús da la orden de que sienten para comer y realiza el milagro. Fue repartiendo el pan y dando de los peces todo lo que quisieron.

              Si leemos con atención este relato y el discurso del pan de vida que le sigue, nos daremos cuenta de que la intención del evangelista es presentarlo como un anticipo de la eucaristía. Jesús no ha venido a saciar a los hombres con el pan material. Por eso, cuando se da cuenta de que, por haber saciado el hambre de la multitud, quieren hacerlo rey, se retiró él solo a la montaña. No han entendido su mensaje, que explicará más tarde.

              En el Antiguo Testamento hay un relato, mucho más escueto, que narra un milagro parecido del profeta Eliseo. Se trata de una multiplicación de panes de cebada, veinte en concreto, que multiplicó para dar de comer a cien hombres. Los dos relatos se leen en la liturgia de este domingo con una intención pedagógica muy clara. Por una parte, se quiere subrayar que Cristo es el cumplimiento y la superación de la Escritura. Él nos trae la sobreabundancia del Mesías. Con menos panes y dos peces hace más que Eliseo. Este dio de comer a cien personas; Jesús a más de cinco mil. De Eliseo no se dice que lo hiciera él mismo, sino Dios que actuaba por medio de él. Jesús lo hace él mismo, repartiendo los panes y dando de los peces. Aunque en ambos milagros se dice que sobró, Juan afirma que con las sobras de los cinco panes llenaron doce canastas.

              Este contraste entre lo que hace un profeta afamado, como Eliseo, y Jesús subraya que Dios, en su Hijo, se muestra como «el derrochador más despreocupado», según dice un teólogo. San Pablo dirá que Dios en Cristo nos ha bendecido y enriquecido con toda clase de bienes. Es la sobreabundancia divina en acto, capaz de tomar lo poco que tenemos para devolvérnoslo multiplicado con medida superior al ciento por uno.

              Cuando Jesús parta el pan y entregue el cáliz en la última cena, comprenderemos hasta qué punto Dios derrocha sus bienes con los hombres. Dios no tiene medida en la donación de sí mismo, puesto que la medida es su propio Hijo, infinito como el Padre. Dios es pura donación. Y si pide algo de los hombres, lo hace para darnos a entender que «necesita» de nosotros para llegar a donde nosotros no podemos con nuestros medios. Si pide mi tiempo, mis manos y mis pies, mis medios, es para mostrar su capacidad infinita de amar y enseñarnos a colaborar con él aprendiendo a derrochar también nosotros los bienes, muchos o pocos, que tengamos. Así lo han hecho los santos que se han fiado del Dios capaz de transformar nuestra pobreza en un inconcebible derroche de amor. Por eso, Jesús manda que se recojan todas las sobras para darnos a entender que no se puede desperdiciar nada que viene de él. Siempre habrá algún necesitado que pueda beneficiarse de su amor.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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Jueves, 28 Junio 2018 07:28

Enfermedad y muerte D. T.O. XIII

La curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo, que leemos en el evangelio de este domingo, presentan a Jesús sanando y resucitando. Estos milagros son la prueba de que es el Mesías esperado, tal como habían anunciado los profetas. Sin embargo, relatos como este suscitan, según Urs von Balthasar, «preguntas terribles», que formula de esta manera: «¿Por qué entonces tienen que enfermar tantos hombres después de él y por qué tienen que morir todos? ¿Quiere Dios la muerte? Si nada ha cambiado en el mundo, ¿para qué vino Cristo a él?».

            La revelación bíblica deja claro que «Dios no hizo la muerte». Su presencia en el mundo se atribuye a la envidia del diablo que, como ángel caído, no podía soportar la felicidad del hombre en estado de gracia. El dogma del pecado original explica el desorden que ha sufrido la humanidad, que padece la enfermedad y camina hacia la muerte. Por eso nos preguntamos, si Cristo vino para remediar estos males, ¿por qué no lo ha hecho de modo definitivo y universal?

            En el precioso relato del evangelio al que hemos aludido, Jesús ofrece alguna pista para responder a estas preguntas. Cuando llega a casa de Jairo y escucha el alboroto de los que lloraban y se lamentaban a gritos, Jesús afirma: «¿Qué estrépito y lloros son estos? La niña no está muerta; está dormida». Jesús entiende la muerte como un sueño, como dice también antes de resucitar a su amigo Lázaro. Para Cristo, la muerte verdadera, que el Apocalipsis llama «segunda muerte», no es la física, sino la espiritual que sucede más allá del morir terreno. También la enfermedad, que según la mentalidad judía era una premonición de la muerte, para Jesús no tiene la trascendencia que le otorgan los hombres. Se explica así que la hemorroísa es curada con sólo tocar el manto a Jesús gracias a la fuerza que dimana de él.

            La venida de Cristo a este mundo ha dejado las cosas aparentemente iguales, pero no es así. Jesús es resurrección y vida y su fuerza ha penetrado en la entraña de lo humano reorientando todo hacia la plenitud de Dios. No cabe duda de que la enfermedad y la muerte siguen siendo un enigma de la condición humana, pero ha sucedido algo que nos permite responder a esas dramáticas preguntas que el hombre se hace en su interior. San Pablo lo explica muy bien en el capítulo 8 de la carta a Romanos, cuando afirma que estamos salvados «en esperanza» y que aún no vemos lo que se desvelará en el momento final de la historia. ¿A qué se refiere? Sencillamente a que el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, y con ella todo sufrimiento y la misma muerte. Jesús ha respondido con su vida y su entrega a las preguntas del corazón humano: ¿Por qué sufrimos? ¿Por qué morimos? ¿Por qué este mundo parece que se le ha escapado a Dios de las manos? Estas preguntas están ya en el Antiguo Testamento, en los Salmos y libros sapienciales, en los profetas, que gritaban a Dios para quejarse de sus planes incomprensibles. En Cristo está la respuesta, y especialmente en el silencio sobrecoger de su muerte y de su descenso a lo más ínfimo de la condición humana, donde se ha hecho solidario con lo que el hombre rechaza como inaceptable a la razón. Jesús ha roto esa frontera y nos ha dado signos de que en él está la Vida y la Resurrección y que la muerte no tiene su origen en Dios.

            Es posible que nos falte la fe de aquella mujer que padecía hemorragias de sangre y le bastó tocar el manto de Jesús para ser curada. O la de Jairo, que, aún sabiendo que su hija había muerto, confió en que Jesús podía devolverla a la vida. Bastó con tomarla de la mano para que la niña despertara del «sueño» y echara a andar.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

           

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Para comprender la grandeza que ocupa Juan Bautista en el calendario y veneración de la Iglesia, bastarían las palabras de Jesús que lo proclama «el mayor entre los nacidos de mujer» (Mt 11,11). Su honor reside, no obstante, en su humildad. Juan había creado una escuela de discípulos, que lo tenían por el profeta esperado. Cuando aparece Jesús, sin embargo, no duda en señalarle como Mesías y orientar a sus discípulos hacia él. Se siente indigno de bautizar a Jesús y de desatarle las correas de sus sandalias. Su lema fue: «Él (Jesús) tiene que crecer y yo tengo que menguar» (Jn 3,30). Y ese fue su destino: desaparecer cuando Jesús se presenta como el Ungido de Dios. No desapareció de cualquier manera, sino derramando su sangre por denunciar el adulterio de Herodes Antipas. Es mártir de Cristo.

Cuando las autoridades de Jerusalén le preguntan sobre su identidad, Juan niega que sea el Mesías o Elías o el Profeta. Se define como la voz que prepara en el desierto el camino del Señor. Es la voz que remite a la Palabra. La lámpara que presagia la Luz del mundo, Jesús. Su misión es ser precursor, abrir el camino a Cristo mediante su predicación ardiente, que lo convierte en el profeta Elías redivivo, como dice Jesús. Así como Elías anunciaba el juicio inminente de Dios, Juan Bautista proclama que Cristo trae un bautismo de fuego para santificar a su pueblo. Todo en Juan apunta a Cristo, como plasmó admirablemente el pintor alemán M. Grünewald en su retablo de Isenheim al situar, de modo anacrónico pero certero, al Bautista en el monte Calvario que apunta con su potente dedo al Crucificado, recordando aquella exclamación: «He ahí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». 
Hay un calificativo de Juan Bautista menos conocido, que revela, sin embargo, un aspecto decisivo de su identidad y misión. Cuando los discípulos de Juan acuden a él para decirle que Jesús también bautizaba, aquel responde: «El que tiene la esposa es el esposo; en cambio, el amigo del esposo, que asiste y lo oye, se alegra con la voz del esposo; pues esta alegría mía está colmada» (Jn 3,29). Juan se define a sí mismo como «el amigo del esposo», que es Cristo. Esta imagen desvela la conciencia que Juan tenía de Jesús y de sí mismo. En el Antiguo Testamento Dios es presentado como el esposo de Israel y, en un sentido más amplio, de la humanidad. La imagen de las bodas sirvió para representar la unión entre Dios y su pueblo que se desposarían en alianza eterna y definitiva, fuente de alegría desbordante. No hay mayor intimidad que ésta: Dios unido para siempre con Israel y con todos los hombres. Al definirse a sí mismo como «amigo del esposo», Juan afirma de modo indirecto que en Jesús Dios se manifiesta como el esposo que consumará la alianza con los hombres. En esa alianza, Juan tiene el puesto de «amigo» que disfruta asistiendo a la boda y escuchando la voz del esposo, de forma que su alegría está colmada. No necesita más. Por eso a renglón seguido dice que él tiene que menguar y Cristo crecer. 
Jesús y Juan están unidos en un mismo destino que se inicia en la concepción de ambos. Cuando María visita a Isabel, ambas han concebido milagrosamente. Al escuchar Isabel el saludo de María, Juan salta de gozo en su seno como signo de la cercanía del Mesías. Es la alegría de la salvación que trae Jesucristo. Por eso, cuando, al nacer, intentan ponerle el nombre de Zacarías, como su padre, éste escribe en una tablilla: «Juan es su nombre». En hebreo, Juan significa «Dios se compadece». Con su nacimiento, se anuncia que Dios se dispone a visitar y compadecer con su pueblo en la persona de Jesús.

+ César Franco
Obispo de Segovia.

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Jueves, 14 Junio 2018 10:11

La semilla del Reino. D. XI. T.O.

Hay muchas formas de ateísmo, unas más claras que otras. Existe el ateísmo teórico que niega a Dios desde presupuestos de la razón. Está el ateísmo práctico que no se preocupa por los argumentos lógicos de la existencia de Dios, pero explica la vida como si Dios no existiera. Simplemente lo ignora. Hay también un ateísmo de los creyentes, aunque parezca paradójico. Hay creyentes que confiesan a Dios, pero con frecuencia pretenden ocupar su puesto. No aceptan que Dios tenga la primacía en todo, y especialmente, en el crecimiento de su Reino. De alguna manera, pretenden arrebatar a Dios el protagonismo que sólo él tiene en la historia. Hace años, P. Zulehner, catedrático de teología pastoral en la universidad católica de Viena, respondía así a la pregunta sobre los pecados más graves de la Iglesia: «Me atrevo a decir que el mayor pecado de la Iglesia es el ateísmo eclesial. Es una palabra muy dura. Pero es como si la misma Iglesia se olvidara de Dios, que se fiara demasiado de sus planes y de sus fuerzas y se preguntara demasiado poco qué es lo que Dios le pide y para qué la capacita».

Algo de esto quiere decir Jesús con las dos parábolas del evangelio de este domingo. En la primera compara el Reino de Dios con el sembrador que lanza la semilla a la tierra: «Él duerme de noche y se levanta de mañana; la semilla germina y va creciendo sin que él sepa cómo. La tierra va produciendo la cosecha ella sola: primero los tallos, luego la espiga, después el grano. Cuando el grano está a punto, se mete la hoz, porque ha llegado la siega». Es una parábola luminosa que pone al hombre en su sitio, y a Dios en el suyo. El hombre duerme de noche y se levanta de mañana, dice Jesús, queriendo decir que la acción no es suya. El Reino de Dios necesita la colaboración del hombre, naturalmente. Pero sólo Dios da el crecimiento, mientras el hombre duerme. Pretender ocupar el lugar de Dios es necedad y pecado de orgullo. Sin embargo, ¡cuántas veces caemos en la tentación de sustituirle! Ya decía Isaías que los caminos y pensamientos de Dios no son los de los hombres. Y ya tenemos experiencia para saber qué ocurre cuando el hombre intenta desbancar a Dios y ocupar su sitio. Es una forma sutil y grosera al mismo tiempo de ateísmo.

La segunda parábola, llamada del grano de mostaza, compara el Reino de Dios con la semilla más pequeña. Cuando crece y se desarrolla, se convierte en un arbusto tan grande que los pájaros pueden anidar y cobijarse en él. Jesús apela a la dialéctica de la desproporción entre lo que se siembra y el fruto de la semilla. Así es el Reino de Dios: humilde en sus orígenes y desbordante en sus frutos. ¿Quién está detrás de este desarrollo? ¿El hombre? Desde luego que no. Por mucho que riegue, abone y cultive la tierra, nunca podrá crear una semilla con un potencial semejante. Sólo Dios puede hacer el prodigio anunciado por el profeta Ezequiel: «Yo humillo los árboles altos y elevo los árboles pequeños; seco los árboles lozanos y hago florecer los árboles secos». Según el profeta, Dios tomará un pequeño brote de cedro y lo plantará en la montaña más alta de Israel. Echará ramas, dará fruto y se convertirá en un cedro magnífico que dará cobijo a toda clase de pájaros. Es claro que Jesús conocía este texto del profeta y pudo inspirarse en él para presentar el Reino que traía en sí mismo. Si lo observamos bien, el árbol en que se cobijan todos los hombres es la cruz, que se ha desarrollado gracias al grano de tierra caído en tierra, que es Cristo. El es el Reino, que lleva en sí la capacidad de desarrollarse y extenderse por todo el mundo y convertirse en el lugar donde todo hombre encuentra cobijo.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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Martes, 05 Junio 2018 20:14

La blasfemia contra el Espíritu. D. X T.O.

Las palabras de Jesús en el evangelio de este domingo siempre sorprenden a los lectores. Dice que «todo se les podrá perdonar a los hombres; los pecados y cualquier blasfemia que digan; pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón jamás, cargará con su pecado para siempre» (Mc 3, 28-29). ¿Cómo es posible que este pecado no tenga perdón? ¿No es infinito el amor de Dios e infinita su capacidad de perdonar?

            Para entender esta afirmación de Cristo, conviene situarla en su contexto histórico. La enseñanza y la actividad de Jesús suscitó fuertes controversias, muchas alimentadas por la admiración hacia su persona y otras por el odio que alentaban sus enemigos. Sus propios familiares, dice Marcos en el evangelio de este domingo, llegaron a pensar que estaba loco. En este contexto, se añade que los escribas de Jerusalén pensaban que estaba endemoniado y que expulsaba los demonios por un pacto con el jefe de los demonios. Contra esta acusación, Jesús se defiende con un argumento contundente: Es imposible que Satanás luche contra sí mismo para dividir su reino. Los milagros de Jesús, especialmente las curaciones de posesos, indican que él es más fuerte que Satanás y puede arrebatarle sus rehenes. Y para dejar claro en qué consiste la blasfemia contra el Espíritu Santo, añade el evangelista: «Se refería a quienes decían que tenía dentro un espíritu inmundo».

            Equiparar al Espíritu Santo con Satanás constituye una blasfemia imperdonable, pues da por supuesto que quien llega a tal extremo se cierra al arrepentimiento y al perdón. Un teólogo de nuestro tiempo comenta así esta blasfemia contra el Espíritu Santo: «Es una abierta oposición a Dios, cuyo Espíritu, activo en la obra de Jesús es visible a quien lo quiera ver. Allí donde actúan los hombres —también la Iglesia— su acción puede ser criticada, pero donde es Dios mismo el que actúa, el hombre que se opone a él se condena a sí mismo». Se explica así por qué Jesús, cuando invita a creer en él a quienes se le oponían de modo pertinaz, les ofrecía el testimonio de sus obras: Si no creéis en mi, al menos creed en mis obras que dan testimonio de mí. Si Jesús, en efecto, realizaba milagros, cuyos contemporáneos reconocían, era en razón de su poder espiritual y de su estrecha unión con su Padre. Interpretar este poder como signo de un pacto con el demonio significaba oponerse radicalmente a Dios y negar en definitiva el bien supremo. Tal posición incapacita para recibir el perdón. No es que Dios no pueda perdonar; es el hombre el que se opone a recibir la verdad y el amor.  Aquí radica el drama enorme de la libertad humana que puede oponerse a Dios hasta sus últimas consecuencias.

            El evangelio de este domingo, sin embargo, no es sombrío, a pesar de esta seria advertencia de Jesús. Cuando le dicen a Jesús que su madre y familiares le buscan, Jesús afirma: «¿Quiénes son mi madre y ms hermanos? Y  paseando la mirada por el corro, dijo: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ese es mi hermano y mi hermana y mi madre» (Mc 3,35). En contraste con aquellos que blasfemaban contra el Espíritu, aparece la comunidad de Jesús, que escucha su palabra y le sigue. Son los bienaventurados y sencillos de corazón que perciben en Jesús la presencia misma de Dios, actuando en la historia, y se adhieren con fe y alegría a quien revela la autoridad de Dios en sus gestos y palabras. Esta es la familia de Jesús, que no se rige por categorías de carne y sangre sino por la fe. Esta familia nacida en torno a Jesús, la Iglesia, es el signo más elocuente de que la acción de Cristo desautoriza la crítica de sus enemigos.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Sábado, 26 Mayo 2018 18:14

«Sólo quiero que le miréis a él»

El domingo de la Santísima Trinidad la Iglesia celebra la jornada de oración conocida por la expresión latina «pro orantibus», es decir, por las personas que dedican su vida enteramente a la oración por la Iglesia y por la humanidad en los conventos de clausura. Son hombres y mujeres que viven la regla de grandes santos y santas que fundaron comunidades donde el silencio, la oración y el trabajo son los medios para alcanzar la unión con Dios a la que aspiran. Nos son familiares algunos nombres de estos fundadores, cuyos monasterios se han convertido en oasis de luz y de paz y en centros creadores de cultura y de fraternidad, ya que acogen dentro de sus muros a quienes buscan tiempos de silencio y de oración. San Jerónimo, san Benito, san Bernardo, santa Clara, santo Domingo de Guzmán, santa Teresa de Jesús y san Juan de la Cruz, por citar sólo algunos. En Segovia tenemos la suerte de contar con el monasterio de monjes jerónimos de El Parral, el único que existe de esta orden en todo el mundo, y 14 monasterios femeninos. Es un enorme tesoro para la diócesis y para la toda la Iglesia.

            A veces tenemos una idea muy equivocada de la vida de estas personas. Se les consideran personas raras, que huyen de la vida ordinaria en el mundo para refugiarse en la soledad porque son incapaces de enfrentarse a los problemas de la sociedad. Otros piensan que, al dedicarse a Dios, se olvidan del mundo y no contribuyen a su progreso, como hacen los consagrados de vida activa. Para la mayoría, su vida es desconocida y se quedan sólo en anécdotas que conocen por los medios de comunicación o por visitas esporádicas al monasterio. Cuando se les conoce de cerca y se les trata en profundidad, es frecuente escuchar expresiones como estas: «Anda, si son personas normales», «saben lo que pasa en la sociedad», «se interesan por los problemas de la gente».

            San Benito, por ejemplo, revolucionó Europa con su regla monástica, que hizo de los monasterios auténticas comunidades cristianas rebosantes de humanidad y de fe convertida en la cultura que ha dado identidad a Europa. No entendemos nada de nuestra cultura sin la aportación de estas corrientes de vida espiritual que, en los orígenes del cristianismo, nacieron para dar testimonio de la primacía de Dios en el mundo. El lema de esta jornada está tomado de los escritos de santa Teresa de Jesús, cuyo año jubilar celebramos, y dice así: «Sólo quiero que le miréis a él». La finalidad de la vida contemplativa es mirar y contemplar el rostro de Cristo que nos revela a su Padre. Nos recuerda que Cristo es la meta de la historia y que caminamos hacia él. El Papa Francisco ha dedicado un documento clave sobre este camino de fe, que ha titulado «Buscar el rostro de Dios». ¿Hay algo más urgente en nuestro tiempo que esto? ¿Puede el hombre subsistir sin mirar hacia su origen y meta? La filosofía de la muerte de Dios no ha puesto al hombre en su lugar, sino que lo ha convertido en un huérfano que ha perdido el rastro de sus orígenes. Los contemplativos en la Iglesia nos recuerdan lo que decía san Pablo a los atenienses: «en Dios vivimos, nos movemos y existimos».

            Debo añadir que contemplar a Dios no significa olvidarse de los hombres. Quien dedica su vida a Dios, sabe que la entrega simultáneamente a los hombres en una intensa y ardiente plegaria por sus necesidades. Y no sólo porque Dios sea el Creador del hombre, sino porque ha tomado, en Cristo, nuestra carne haciendo suyas nuestras pobrezas y necesidades. Sólo por esto, merece recordar al menos una vez al año a quienes hacen de su vida una permanente intercesión por nosotros. Sólo Dios sabe lo mucho que recibimos de su vida escondida en Cristo.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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Domingo, 20 Mayo 2018 19:43

La fe razonable, VI TO

En tiempos de Jesús la lepra era signo de maldición y castigo por el pecado. Los leprosos eran malditos. Debían vivir fuera de las ciudades, excluidos de toda convivencia. Quien tenía contacto con ellos se hacía impuro. Se explica así que la curación de la lepra era una bendición que traería el Mesías. Por eso, cuando a Jesús le preguntan si él es el Mesías, se limita a decir lo que hace: «Los leprosos quedan limpios».

            El evangelio de este domingo narra la curación de un leproso, que, rompiendo las normas de su tiempo, se acerca a Jesús y, postrado de rodillas, le suplica: «Si quieres, puedes limpiarme». El evangelista dice que a Jesús se le conmovieron las entrañas, le tocó, y usando las mismas palabras del leproso, se las devolvió con la curación: «Quiero, queda limpio». Ha bastado la súplica.

            Ahora bien, la curación de la lepra tenía que ser declarada por los sacerdotes. De ahí que Jesús le remita al sacerdote para que certifique que está curado y pueda participar también del culto de la sinagoga. En esta orden de Jesús hay un dato que merece explicación. El texto griego dice que Jesús «se llenó de indignación» al decirle que se presentara ante el sacerdote. Esta actitud no concuerda con la compasión que ha sentido por el leproso. ¿Cómo pudo pasar en tan breves instantes de la compasión al enfado? Es evidente que la indignación no va dirigida al leproso sino a los sacerdotes que criticaban a Jesús porque hacía milagros y sanaba a los enfermos. No querían aceptar que los milagros de Jesús manifestaban claramente su condición de Mesías. Por eso, Jesús envía al leproso curado a los sacerdotes «como un testimonio contra ellos», es decir, como una prueba de su obstinación al no reconocer en Jesús al Mesías. Al tener que verificar la desaparición de la lepra, tenían que admitir que, si era Jesús quien lo había sanado, se debía al poder que habitaba en su persona.

            Ya hemos dicho en varias ocasiones, y conviene repetirlo, que el hecho de que Jesús haga milagros es importante para fortalecer nuestra fe en él. Los milagros de Jesús son un signo de la compasión con el hombre, ciertamente. Pero es verdad que Jesús no hizo todos los milagros que podía haber hecho. En Nazaret y algunos lugares de su entorno, Jesús se negó a hacer milagros porque quienes lo pedían buscaban el espectáculo. Pretendían manipular a Jesús. Jesús siempre se negó a todo intento de manipulación de su persona, como veremos el próximo domingo, al iniciar la Cuaresma. Cuando falta la fe, Jesús se niega a hacer milagros.  Pero además de la compasión, los milagros prueban que en Jesús ha llegado la salvación definitiva. Son una prueba de que es el enviado de Dios. Por ello, en más de una ocasión, en sus controversias con los líderes religiosos del pueblo que se niegan a creer en él, les dice: Si no creéis en mí, al menos creed en mis obras, porque las obras que yo hago dan testimonio de mí. Este argumento de Jesús vale para siempre. La fe en Jesús no es algo irracional. Nos adherimos a Cristo no por un impulso emotivo o sentimental, que puede cambiar según el estado anímico. Creemos en él porque nuestra razón asiente a los signos que da como Hijo de Dios que ha venido a sanarnos de algo más que la lepra, la ceguera o la parálisis física. Jesús no es un taumaturgo compasivo que se apiada sólo de aquellos a quienes sana. Ha venido a liberarnos de una lepra espiritual que se llama pecado. Y cuando nos pide la fe, nos ofrece argumentos para que creamos confiadamente, con el corazón y la razón, que realmente él es quien dice ser. La fe tiene argumentos razonables, porque Dios nos ha dado la razón para que creamos también por medio de ella.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Domingo, 20 Mayo 2018 19:41

«Para esto he salido» , V TO

Hay cristianos que apenas oran. Orar, lo que se dice orar. Quizás rezan algunas oraciones que aprendieron de pequeños, lo cual es muy bueno, sin duda alguna. Pero orar es algo más. No basta con recitar oraciones con los labios. Se trata de orar con todo el ser, abrirnos a Dios, dejarnos abarcar por su mirada y reconocer que nos envuelve su amor infinito de Padre.

En el evangelio de este domingo, se narra una jornada de Jesús, casi con la precisión de una crónica de alguien que le sigue y toma nota de sus actos. Es una jornada intensa, llena de actividad. Después de haber asistido al culto en la sinagoga, Jesús se aloja en casa de Pedro y su hermano Andrés. La suegra de Pedro estaba con fiebre y Jesús, tomándola de la mano, la cura. Ella, de inmediato se pone a servirles a la mesa. Como era sábado, y el descanso era obligatorio, permanecieron en casa hasta la puesta del sol, momento en que terminaba la obligación de descansar. La gente de Cafarnaún aprovechó para llevar sus enfermos a Jesús para que los curara, al tiempo que escuchaban su enseñanza. Dice el evangelista que toda la ciudad se agolpó a la puerta. Es fácil imaginar que Jesús dedicaría a las personas su atención, escucharía sus necesidades, y les ofrecería la salvación que buscaban.

A continuación, se narra que Jesús se levantó de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, y se fue a un descampado para orar. Al descubrir que Jesús no estaba en su lecho, los discípulos fueron a buscarlo y le dijeron: «Todo el mundo te busca». Da la impresión de que también la gente había madrugado para encontrarse de nuevo con Jesús y estar con él. La respuesta de Jesús, sin embargo, abre nuevos horizontes de su actividad. Jesús les manifiesta su deseo de ir a las aldeas cercanas a predicar la buena noticia; y añade la razón: «para esto he salido». No se refiere Jesús a salir de la casa de madrugada, ni de Cafarnaún: el verbo «salir» se refiere a su origen último, es decir, al Padre. «Salí del Padre, dice en Juan, y vuelvo al Padre». Su lugar por excelencia es el Padre.

La vida de Jesús se mueve entre dos polos: el Padre y los hombres. Por eso, necesita encontrarse con su Padre en la oración y busca el momento de la soledad que le asegura el encuentro con él. Cuanto hace tiene su origen en el Padre. Predicar y sanar a los enfermos es la  misión que ha recibido de él. Para Jesús, la oración es esencial porque necesita estrechar los lazos con quien le ha enviado. Su salida de Dios en la encarnación deja intacta la conciencia de su origen y busca el momento adecuado para avivar su amor al Padre.

Si esto hace Jesús, el Hijo de Dios, que vivía siempre unido a su Padre, ¿qué no debemos hacer nosotros? La vida del hombre no se reduce a la acción. Es un equilibrio entre acción y oración. Jesús, actuando así, enseña que también  nosotros debemos volver a la fuente de nuestro ser, sin el cual podemos perder el sentido de quiénes somos y de nuestra misión en el mundo. Ante el ejemplo de Jesús, resultan poco convincentes las excusas: no tengo tiempo para orar, no me dice nada la oración, no siento la necesidad de encontrarme con Dios, pues tengo que hacer muchas cosas… Si somos sinceros, reconoceremos que nos engañamos cuando pensamos así. Es cuestión de marcar prioridades. Nuestra vida, como la de Jesús, se mueve entre dos polos: Dios y los hombres, nuestros hermanos. Vivir entregado a los demás, y hacerlo con verdad y constancia, requiere fuertes dosis de encuentro con Dios en la oración. Si no queremos que la cultura dominante nos devore con las urgencias que nos marca y vivir como activistas sin norte, necesitamos buscar a Dios con todo el ser porque de él venimos y a él vamos.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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El evangelio de hoy narra el primer milagro que, según Marcos, hizo Jesús en la sinagoga de Cafarnaún: la curación de un endemoniado. Este evangelista, que pasa por ser el más sobrio, posee un especial arte narrativo. La escena transcurre con toda normalidad: Jesús entra en la sinagoga como cada sábado y comienza a enseñar. Dice Marcos que la gente quedaba asombrada porque enseñaba con autoridad y no como los escribas. Sin embargo, Marcos no dice en qué consistía la autoridad de Jesús. De repente, un hombre que tenía un espíritu inmundo comenzó a gritar: «¿Qué tenemos que ver nosotros contigo, Jesús Nazareno? ¿Has venido a acabar con nosotros? Sé quien eres: el Santo de Dios». Llama la atención que primero se dirija a Jesús en plural y después lo haga en singular. El espíritu inmundo pertenece a un grupo, no es un espíritu aislado, forma parte de los ángeles caídos que ven en Jesús el comienzo de su ruina. Conocen perfectamente la identidad de Jesús, aún no revelada: el Santo de Dios. 

            Jesús, dirigiéndose a él, le manda callar y salir del hombre. Aquí reside su autoridad. Por eso, el evangelista, concluye su relato con estas palabras: «Todos se preguntaban estupefactos: ¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y le obedecen». La autoridad de Jesús no queda en las palabras. Se manifiesta en las obras que avalan su enseñanza. Si leemos con atención el evangelio de Marcos, observamos que, poco antes de narrar este milagro, Jesús es tentado por Satanás en el desierto. Ahora, el evangelista, introduce más dramatismo en la liberación del poseso. Su pedagogía es clara: Jesús ha venido a acabar con el imperio del mal, manifestado en la influencia del Maligno. Al terminar el Padrenuestro, Jesús nos enseña a pedir: «Y líbranos del Malo». La gente, incluso sus enemigos, comprendieron enseguida que en Jesús se manifestaba un Maestro cuya autoridad superaba con creces la de los escribas. Su enseñanza era nueva, porque venía acompañada de una potestad sobre el mal completamente inédita. En él se hacía presente el Bien absoluto y el mal empezaba a perder dominio, energía y terreno.

            Hoy el diablo produce risa. Para muchos, incluso creyentes, es una simple figura retórica que simboliza el mal. Otros lo consideran un invento judeocristiano para explicar el mal del mundo, pero «invento» al fin y al cabo. Jesús, sin embargo, se lo tomó en serio. Experimentó su cercanía en las tentaciones y entendió su ministerio como una lucha contra él, a quien llama padre de la mentira y príncipe de este mundo. La acción salvífica de Jesús no se entiende sin esta clave de oposición radical al Adversario que intenta perder al hombre. Cualquiera que se haya tomado en serio la vida espiritual sabe que el mal existe, no como una abstracción, sino personificado en alguien, y comprenderá las célebres palabras de Bernanos en su novela Bajo el sol de Satán: «El mal, lo mismo que el bien, es amado por sí mismo, y servido».

            En la novela de W.P. Blatty, El exorcista, el jesuita mantiene una conversación con la madre de la niña sanada, que se confiesa no creyente. A pesar de la sanación, la madre sigue sin creer en Dios y dice: «Si a uno se le ocurre pensar en Dios, tiene que imaginarse que existe uno; y si existe, debe necesitar dormir millones de años cada vez para no irritarse. ¿Se da cuenta de lo que quiero decir? El nunca habla. Pero el diablo no hace más que hacerse propaganda». No es cierto. Dios no duerme ajeno al sufrimiento. Ha hablado por su Hijo, Jesús, que ha venido a acabar con el Maligno y sus obras. Es un drama inmenso que no merece la risa.

+ César A. Franco

Obispo de Segovia.

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Domingo, 20 Mayo 2018 19:32

«Pescadores de hombres» , III TO

            La primera acción de Jesús, después de anunciar que el tiempo se había cumplido y el Reino de Dios estaba cerca, fue llamar a los primeros apóstoles - Pedro y Andrés, Juan y Santiago – que eran pescadores en el lago de Tiberiades. Jesús pasa junto a ellos, los llama y, con total disponibilidad, dejan las redes, las barcas y - en el caso de Santiago y Juan - a su padre Zebedeo, y siguen a Jesús. Se trata de una llamada a algo muy concreto que deberán realizar de una manera subordinada a Jesús, como dicen sus palabras: «Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres».

            Es muy llamativo que aquellos pescadores siguieran a Jesús tan prestamente, sin preguntar nada sobre el significado del trabajo que se les proponía, sin indagar siquiera sobre las condiciones de su vida. La autoridad de Cristo domina la escena y su palabra resulta eficaz una vez pronunciada. En cierto sentido, todo parece indicar que el Reino anunciado por Jesús tiene una fuerza de atracción irresistible. Sus primeras palabras - «convertíos y creed en el evangelio» - encuentran en aquellos pescadores la respuesta inmediata. «Marcharon, dice el relato, en pos de él», tal y como había pedido.

            El evangelio da a entender que «pescar hombres» es la tarea misma de Jesús, que quiere compartir con sus apóstoles. Por ello, deben ir siempre en pos de él, para aprender un oficio tan sumamente exigente y delicado. Oficio que se aprende sólo en la escuela de quien ha creado al hombre y conoce sus resortes más íntimos y sus habilidades para no dejarse pescar. Porque si los peces son escurridizos, ¡qué decir del hombre! Ser pescador de hombres para introducirlos en el Reino de Dios es la tarea más hermosa y comprometida que puede haber en este mundo. Si es que entendemos el valor de un solo hombre para Dios. Nadie podría hacer esto sin aprender de Jesús. El cardenal Jean Danielou, que dedicó gran parte de su vida, como jesuita y predicador, a este oficio de «pescador de hombres», dice en sus memorias: «Lo más divino entre las cosas divinas es cooperar con Dios en la vida de las almas... El Espíritu que transfiguró la humanidad de Cristo, fue difundido por El y trabaja en el interior de la humanidad para suscitar lo que yo suelo llamar la existencia espiritual. El es quien garantiza, por encima de cualquier acontecimiento, el éxito auténtico: el de la gracia, la santidad y el amor».

            Si analizamos de cerca la vida de Jesús, comprendemos por qué lo primero que hizo fue llamar junto a sí a hombres que, una vez resucitado, serían investidos de su propia autoridad para dedicarse a pescar hombres. En el trato de Jesús con la gente, se aprende a valorar al hombre, a respetar su libertad, a comprender su grandeza y miseria entrelazadas, y, sobre todo, a provocar en él, mediante el arte del diálogo, la inquietud por la vida eterna, la única que puede hacer feliz a quien ha sido creado para ella. Jesús amaba al hombre con pasión, tanto si era justo como pecador. Sólo buscaba su bien, su plenitud. Y aunque el hombre se le escurriese entre sus manos, como los peces en el agua, no cejaba en su intento de pescarlo para Dios, aunque tuviera que sufrir los calores del mediodía en el pozo con la samaritana o reunirse en tertulias nocturnas con Nicodemo, o invitarse él mismo a casa de Zaqueo. Porque lo que estaba en juego era la salvación de una persona, que valía toda la sangre que un día habría de derramar en la cruz.

            «Pescadores de hombres». ¿Por qué escasean hoy tantos? ¿Habrá dejado de llamar Jesús? No lo creo. ¿Produce vértigo dejarlo todo y seguir en pos de él? Es posible. Pero lo más certero es que no miramos al hombre con la lucidez de Jesús.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

           

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