El pasado viernes, 28 de enero, los obispos de las provincias eclesiásticas de Valladolid, Toledo, Madrid y el arzobispo castrense de España fuimos recibidos por el Papa Francisco en la audiencia que concede al finalizar las reuniones con los organismos de la Santa Sede con ocasión de la visita ad limina. Cada cinco años, los obispos estamos obligados a informar al sucesor de Pedro y cabeza del colegio episcopal de la marcha de nuestras diócesis. Fue un encuentro cordial, fraterno, sincero y «sin censuras», como le gusta decir al Papa a propósito de la colegialidad episcopal. Cada obispo pudo presentar al Papa sus inquietudes e impresiones sobre la marcha de la Iglesia. Previamente, en las reuniones con los llamados Dicasterios o Congregaciones (que son como los ministerios del Papa), habíamos tratado los temas prioritarios de nuestra tarea episcopal: familia y vida, evangelización y trasmisión de la fe, clero y laicado, medios de comunicación, educación, liturgia y sacramentos. La visión de nuestra iglesia particular se enriquece cuando se sitúa en el marco de la iglesia universal. Junto al sucesor de Pedro la catolicidad crece aún más y nos abre horizontes que, en ocasiones, tenemos la tentación de reducir a los límites de nuestra diócesis. Hace tiempo, en una reunión ecuménica, los hermanos de las comunidades reformadas de Occidente y los obispos de la ortodoxia reconocían que los católicos contábamos con la «gracia» del Primado de Pedro, que nos permite ahondar en la unidad y en la comunión de todas las iglesia. Esta es la experiencia más gozosa del encuentro con el Papa. Y así se ha manifestado en esta visita ad limina. La visión global de la situación de la Iglesia y de su permanente desarrollo permite al Papa realizar lo propio de su ministerio: confirmar a sus hermanos en la fe. Ninguna de las preguntas que le hicimos quedó sin responder, aun cuando, con la humildad que le caracteriza, tampoco ofrecía soluciones improvisadas ni respuestas retóricas. Iba al núcleo del problema y sugería por dónde se puede avanzar hacia la verdad que todos buscamos. Lo hacía desde dos principios fundamentales: el respeto a la persona en su contexto vital; y el de la salvación del hombre que es el fin de la Iglesia. Por otra parte, como decía el prefecto de una Congregación, el Papa actúa con una libertad de espíritu admirable. Estudia, se aconseja, analiza las situaciones atendiendo a todos sus factores y, al final, decide lo que en conciencia considera el mejor bien para los hombres. Como buen jesuita, es maestro en el discernimiento. Los asuntos tratados con él giraron en torno a cuatro bloques temáticos: la evangelización en general, el trabajo con la juventud, el cuidado de los pobres y el peligro actual de la colonización ideológica que pretende imponer los criterios del pensamiento único. Tampoco faltaron temas más concretos, como la vida consagrada, el sentido del sacramento de la reconciliación y la ideología de género. Y todo esto enmarcado en la preocupación de cómo ser obispos en la sociedad actual. Al saludarle, lo hice en nombre de la Diócesis de Segovia. Le aseguré el afecto y la oración de tantas personas que me lo pidieron, entre ellas las monjas contemplativas, y le pedí algo que, aunque lo daba por supuesto, merecía ser recordado: que rezara por esta Iglesia que, en comunión con todas las Iglesias del mundo, quiere ser fiel testigo de Cristo. Esto es lo que también hicimos los obispos cada mañana al celebrar la Eucaristía a primera hora antes de comenzar nuestros encuentros. Era la mejor forma de hacerlos fecundos y de no olvidar que, como nos dijo el Papa, nuestra primera obligación es rezar por nuestras Iglesias.