En su encíclica social Sollicitudo rei socialis, san Juan Pablo II, tratando de los problemas modernos, quiso iluminarlos aludiendo a las «estructuras de pecado», entre las que señala «la sed de poder». En el análisis teológico de tales estructuras, afirma que «se fundan en el pecado personal y, por consiguiente, están unidas siempre a actos concretos de las personas, que las introducen, y hacen difícil su eliminación. Y así estas mismas estructuras se refuerzan, se difunden y son fuentes de otros pecados, condicionando la conducta de los hombres» (SRS 36). Que el pecado personal puede constituirse en origen de «estructura de pecado» es tan obvio que basta echar una mirada a los graves problemas de la humanidad, difíciles de resolver porque se han llegado a convertir es sólidas estructuras que se sostienen directa o indirectamente en los propios pecados personales de quienes las crean y fomentan. Las estructuras no pecan, ciertamente; pecamos los hombres. Pero los hombres pueden absolutizar determinadas formas inmorales de comportamiento hasta el punto de convertirlas en estructuras pecaminosas. Y ningún hombre está exento de incurrir en esta tentación, puesto que es inherente a la naturaleza del hombre caído y a su intrínseca fragilidad experimentar «la sed de poder» y el «afán de ganancia exclusiva», que son dos estructuras de pecado a las que hace referencia la encíclica citada. Todo hombre, decía san Agustín, puede cometer el pecado de sus semejantes si no le sostiene la gracia de Dios para evitarlo. Se necesita, por tanto, vigilancia, prudencia y sabiduría para no dejarse dominar por las pasiones humanas. En el evangelio de hoy, Jesús interviene en una discusión de sus apóstoles que, mientras Jesús anunciaba su destino de pasión y muerte, ellos rivalizaban sobre quién era el más importante. Es decir, «la sed de poder» había entrado en la comunidad apostólica fundada por Cristo. No es preciso recordar que este afán de ocupar los primeros puestos, de ser importantes, acompaña y acompañará a la Iglesia de todos los tiempos por el simple hecho de estar formada por hombres. Las advertencias sobre este peligro en el magisterio del Papa Francisco son numerosas y rotundas. En la Iglesia, como en cualquier otro grupo social, pueden darse los mismos pecados que en otros ámbitos de la sociedad. Tenemos la suerte, sin embargo, de reconocerlos con la luz de la gracia, de poder convertirnos y de reparar nuestros pecados y escándalos mediante el arrepentimiento y la penitencia. Pero sería un error que cualquier cristiano se sintiera inmune frente a esta tentación o pensar cínicamente que él no es como los demás (léase la parábola del fariseo y del publicano). Ante el silencio de los apóstoles que, quizás por vergüenza, no se atreven a confesar de qué discutían, Jesús —con su innata sabiduría de lo que pasa por el corazón humano— les da esta norma de comportamiento: «Quien quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos». En realidad, aplica a los demás su propio estilo de vida que se consumará con su muerte a favor de la humanidad. El evangelista añade además, que, acercando a un niño y abrazándole, le puso en medio de ellos y dijo: «El que acoge a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado». El gesto tiene mucha importancia porque un niño poseía escaso valor en el tiempo de Jesús. Acoger a un niño y servirlo era reconocer que hasta lo menos valioso merece la atención, entrega y amor de quien desea ser grande. Servir a los que nada valen para el mundo es el mejor antídoto para superar la sed de poder y de ser importante. + César Franco Obispo de Segovia