El discurso de Jesús sobre el pan de vida, cuyo final leemos en el evangelio de hoy, termina con una hermosa confesión de fe en labios de Pedro. Para comprender su importancia, es preciso recordar dicho discurso provocó asombro, y hasta escándalo, en sus oyentes, porque afirmó sin ambages que para tener vida eterna era necesario comer su carne y beber su sangre. Este lenguaje resultó incomprensible y duro, de manera que muchos discípulos no volvieron a ir con él. Jesús lanzó entonces a sus doce apóstoles esta pregunta: «¿También vosotros queréis marcharos?». Fue entonces cuando Pedro confesó la fe: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68). Algunos estudiosos afirman que esta confesión es muy semejante a la que Pedro hace en Cesarea de Filipo cuando Jesús pregunta a sus apóstoles sobre lo que la gente y ellos piensan de él. En dicha ocasión, Pedro responde: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo». Aunque cada una de las dos fórmulas responde a situaciones distintas, es evidente su semejanza. Pedro confiesa el carácter único de Jesús al definir su identidad como Mesías, Hijo de Dios y el Santo de Dios. Hay algo, sin embargo, en la fórmula del cuarto evangelio que resulta muy significativo. Pedro habla en plural, como representante del grupo de los Doce. Se siente portavoz de una comunidad reunida en torno a Cristo, que, a pesar de las deserciones, permanece unida a él. Creen y saben quién es Jesús. Además de esto, Pedro hace una pregunta conmovedora: ¿A quién pueden acudir sino a Jesús? En esta pregunta se adivina el desamparo y orfandad del hombre si Jesús no estuviera entre nosotros, porque solo él —como concluye Pedro— tiene palabras de vida eterna. Solo en él, en definitiva, el hombre puede saciar su deseo de vivir para siempre. Esta confesión de fe, que quitó del camino la piedra de escándalo que provocaron las palabras de Jesús sobre la eucaristía, tiene perenne actualidad. Los cristianos nos reunimos cada domingo para celebrar la eucaristía convencidos de que en ella recibimos la vida eterna. Comemos y bebemos ciertamente el cuerpo y la sangre del Señor. Creemos y sabemos quién es Jesús, el Santo de Dios. Hay que reconocer, no obstante, que son muchos los que abandonan la fe, desertan de nuestras asambleas —como ocurría en el primitivo cristianismo— y no vuelven a seguir a Jesús porque encuentran duro su lenguaje. No me refiero ahora a las palabras de la eucaristía, a las que quizás nos hemos acostumbrado sin apreciar su absoluta novedad. Me refiero a tantas palabras de Jesús que no son «modernas» y resultan inadmisibles a quienes se han acomodado al espíritu pagano. Son palabras sobre el amor, la vida, las riquezas, la felicidad, la condenación, el pecado. Palabras que han perdido su fuerza y brillo original y nos colocan contra las cuerdas en el combate que hemos dejado de mantener frente al «misterio de la iniquidad», como dice san Pablo. Muchos cristianos han sucumbido al no conseguir adaptar el evangelio a la modernidad, la nueva diosa que exige el sacrificio de la fe. No es nueva esta tentación. También Jesús fue tentado de abandonar la voluntad del Padre y postrarse ante la riqueza, la vanidad y el orgullo satánico. Por eso, la confesión de Pedro nos mantiene en la fidelidad a Cristo y experimentamos que sus palabras son de vida eterna. La clave, por tanto, para discernir si somos o no la Iglesia fundada por Cristo es si, al escuchar sus palabras sin glosas ni comentarios, como decía san Francisco de Asís, nos escandalizamos o, por el contrario, descubrimos en la experiencia cotidiana que son «palabras de vida eterna». + César Franco Obispo de Segovia