La próxima semana comienza el tiempo de Cuaresma con la celebración del Miércoles de Ceniza, que nos invita a la conversión. Hay conversiones fulminantes. Son acciones gratuitas de Dios que intervienen con fuerza en la vida de los hombres. Son famosas las de san Pablo, san Agustín, el beato Carlos de Foucauld. Otras conversiones se realizan de modo progresivo y otras muy lentamente, con altos y bajos. Mientras vivimos, siempre estamos en proceso de conversión. La oración, el ayuno y las obras de caridad son medios para abandonar nuestra vida de pecado o de mediocridad y lanzarnos en la carrera de la fe para alcanzar a Cristo. La conversión más difícil es la de los buenos. ¿A qué me refiero? Con mucha frecuencia, el cristiano se acostumbra a una vida de piedad que cumple con sus aspiraciones: evitar el pecado mortal, ser fiel a los compromisos de su estado de vida, participar en el culto cristiano, hacer apostolado. Todo esto está bien y es necesario. Pero, sin darnos cuenta, podemos acomodarnos a ese nivel determinado de vida cristiana pensando que Dios ya no nos pide más. Es un grave error. Dios no deja de llamarnos a la santidad. Y la santidad tiene como modelo a nuestro Padre del cielo. Así lo dice Jesús en el «Sermón de la Montaña». Cuando santa Teresa de Jesús experimenta su segunda conversión era ya «una buena monja». Sin embargo, experimenta que Dios la llama a algo más: a salir de sus esquemas y organización de vida. Esto es lo que san Ignacio de Loyola, otro converso, llama el «más» a que el Señor puede llamarnos. Todos podemos dar más de sí: más en la oración, más en la caridad y más en las obras de penitencia o de justicia. Estancarse en la propia vida espiritual, es siempre un retroceso o hacer paces con la amenazante tibieza y mediocridad. Cuando el corazón se enamora de verdad, y no queda prisionero de sus propios gustos, tiende a dar hasta la propia vida. Con Dios sucede lo mismo. En el Antiguo Testamento Dios recibe el calificativo de «celoso» porque lo pide todo, no se contenta con una parte de nuestro corazón. Lo quiere entero. El hombre tiende a hacer cálculos en su entrega a Dios: ¿hasta dónde me doy? ¿qué parte me reservo? Este intento de «compromisos» nos desvía de la rectitud de corazón y de la adoración a Dios «en espíritu y verdad». Para estimularnos a la santidad, la Cuaresma nos presenta todo lo que Dios ha hecho por el hombre, desde la creación a la redención. Nos pone el ejemplo del amor desbordante de Dios con Israel, su pueblo escogido. Y, sobre todo, pone ante nuestros ojos la figura de Cristo en la cruz, dando la vida por nosotros. Ante semejante amor, la Iglesia nos pregunta: ¿qué debes hacer tú? ¿cuál es la medida de tu entrega a Dios? Por eso, urge contemplar a Cristo en su entrega al Padre y a los hombres para acrecentar en nosotros un amor semejante, que nos arranque de la tibieza, del acomodo, de lo que entendemos por «mi plan de vida». Es muy bueno tener, sin duda, un proyecto de vida, siempre y cuando no cierre las puertas al plan y proyecto de vida que Dios tiene sobre cada uno y que, con frecuencia, apunta a metas más altas. Por eso es más difícil la conversión de los «buenos», que pueden quedarse en el nivel de los tibios, de quienes dice el libro del Apocalipsis: «Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca» (Ap. 3,15-16). ¡Qué pérdida de tiempo sería la vida si, después de haber aspirado a ser santos, solo llegáramos a ser eso que solemos llamar «personas buenas» o cristianos mediocres! Aprovechemos la Cuaresma. + César FrancoObispo de Segovia