Los que llevamos mucho tiempo en la Iglesia pensamos que nuestros derechos de ciudadanía nos permiten juzgar el comportamiento de Dios. Creemos conocer bien sus intenciones, planes y modos de actuar. Incluso nos atrevemos a decirle a la cara lo que debe o no debe hacer. Como si fuéramos sus consejeros. Al final del libro de Job, cuando éste pierde la paciencia y se atreve a pedir cuentas a Dios influido por quienes se consideran sus amigos, Dios se muestra con toda su fuerza y sabiduría —bajo la imagen de la tormenta— para pedir cuentas a Job, que se ha atrevido a emplazar a Dios a un diálogo sobre su modo de proceder. «El que critica a Dios, que responda … si eres hombre, cíñete los lomos, voy a interrogarte y tú me instruirás», dice Dios a Job en una de sus firmes interpelaciones. En el Evangelio de este domingo, la parábola de Jesús sobre los jornaleros que son enviados a trabajar en la viña, aparece también la figura de los «censores» de Dios. El propietario de la viña —imagen de Dios— tiene un comportamiento criticable según los que llevan trabajando desde el amanecer. Al final del día, cuando llega el momento de recibir el jornal, paga lo mismo a ellos que a los que fueron reclutados al atardecer y sólo han trabajado una hora. Esta injusticia es inadmisible, piensan ellos protestando contra el amo. No es lo mismo haber aguantado el peso del día y el bochorno que haber dedicado sólo una hora cuando ha cesado el calor. La respuesta del amo —es decir, de Dios— no se hace esperar: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos» (Mt 20,1-16). En estas palabras, Jesús deja claro que Dios no es injusto cuando actúa con soberana libertad en sus asuntos. Dios puede ser desconcertante, imprevisible, pero no injusto. ¿Quién conoce sus planes para poder acusarlo? ¿O dónde estaba el hombre —dice el libro de Job— cuando cimentó la tierra? Lo más llamativo de las palabras de Jesús son las que se refieren al fundamento de la crítica de quienes se atreven a juzgar a Dios: «¿O vas a tener tu envidia porque yo soy bueno?». El hombre —viene a decir Jesús en su parábola— sólo puede entender a Dios haciéndose bueno, ajustándose a la bondad de Dios, que es su esencia. Lo que nos impide entender a Dios son nuestras propias pasiones desordenadas que tendemos a proyectar sobre Dios para pedirle, en realidad, que actúe como nosotros. Es el Dios a la medida del hombre. Es fácil escuchar o leer juicios sobre cómo actuaría uno si fuera Dios. Pretender ocupar el lugar de Dios es la tentación original del hombre, como narra el Génesis. Pero ya sabemos el fracaso al que conduce tal pretensión. Decía un maestro de vida espiritual que en el día del juicio prefería ser juzgado por Dios antes que por su propia madre. En la parábola de hoy, el juicio sucede al final del día, cuando los últimos son considerados como primeros, sin que ello signifique injusticia para los que llegaron a primera hora. También a estos se les paga lo prometido. Posiblemente para entender a Dios hay que situarse entre los últimos, los que más gratuitamente reciben su salario, los que se asombran ante la magnanimidad de un Dios que actúa con libertad en sus negocios, movido sólo por su amor. ¿Tendremos entonces envidia de Dios? ¿O es que nos creemos más deudores de su amor porque nos llamó a trabajar a su viña al amanecer? ¿No es suficiente recompensa haber soportado el peso del día y el bochorno trabajando para él? + César FrancoObispo de Segovia