Un año más, la fiesta de la Fuencisla nos congrega junto a la Madre que alienta nuestra fe, esperanza y caridad y nos conforta en nuestras debilidades. Junto a ella, experimentamos que, como familia de los hijos de Dios, contamos con la presencia de la Madre de Cristo que acompaña a la descendencia de Jesús y vela por ella, como dice el libro del Apocalipsis. Como obispo, de modo particular, tengo que manifestar mi gratitud a la Virgen por su presencia a mi lado en este tiempo de enfermedad, porque la desolación no ha podido hacer mella en mí, gracias a su cuidado maternal y poderosa intercesión. ¡Gracias, Madre, porque me has permitido recuperarme de las dolencias que he sufrido y porque en ningún momento te he dejado de sentir cercana! Como en las bodas de Caná, has puesto mi debilidad ante los ojos de tu Hijo y le has dicho que me faltaba el vino de la salud y de la prosperidad, y el Señor me ha restablecido para que pueda servir a su pueblo. Como Madre has permanecido firme al pie de mi pequeña cruz y me has enseñado a ofrecer mi sufrimiento y debilidad, con la mirada clavada en tu Hijo. Señora, ¡aquí me tienes! Mi corazón rebosa gratitud, afecto de hijo y alabanza porque, como tú dijiste en el Magnificat, el Señor hace proezas con su brazo y su misericordia se extiende de generación en generación. Comenzamos un curso pastoral y queremos poner bajo la mirada atenta de María nuestra actividad evangelizadora. Queremos hacerlo con las actitudes de María, estrella de evangelización, que nos marca el camino descubriendo el horizonte que debemos tener en cuenta en toda programación. María nos pone, en primer lugar, bajo la obediencia de Cristo: «Haced lo que él os diga». Reconocer el Señorío de Cristo es aceptar que somos siervos suyos, administradores, humildes obreros de su Hijo. No inventamos nada, sino que ponemos en práctica lo que él nos ha enseñado a lo largo de tantos siglos de historia para que la Iglesia sea el lugar de la salvación y de la gracia, de la acogida y de la misericordia, el hogar donde todos los hombres pueden reconocerse hermanos. Cada cristiano debe aprender a decir con nuestra Madre: «Aquí está la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». No hacemos nuestra voluntad, ni llevamos adelante nuestros planes sin la perfecta aceptación de la voluntad de Dios, al que servimos. Sin esta actitud de servicio, no podemos avanzar en la misión. Es preciso la docilidad al Espíritu Santo para que sea él, y no nosotros, el verdadero protagonista de la historia de la salvación como sucedió desde la Encarnación a Pentecostés. Bajo su acción, toda la comunidad diocesana se pone en marcha y avanza con seguridad por los caminos de la historia. La presencia de María en Pentecostés como Reina de los apóstoles, indica que ella tuvo parte muy activa en el desarrollo de la Iglesia. ¡No en vano ella es el tipo perfecto de la Iglesia!María nos enseña, además, la alegría de pertenecer a la Iglesia y cantar las maravillas de Dios. La alegría de evangelizar aparece cuando María visita a su pariente Isabel y la colma de gozo con la presencia oculta del Mesías en su seno. Sin hacer alarde de nada, su presencia es netamente evangelizadora al ser portadora de Cristo. Hagamos lo mismo y experimentaremos que el mundo se alegra con la presencia del Príncipe de la Paz.Quiera Dios que esta alegría alcance a los más pobres y necesitados, a los humildes y sencillos de corazón, a los que viven agobiados y cansados por la vida. A quienes han perdido la esperanza y no conocen a Cristo, para que ellos, con María, puedan cantar eternamente las misericordias del Señor. Entenderemos entonces aquellas palabras de San Agustín: «¡Canta y camina!». + César FrancoObispo de Segovia