En estos primeros días de Septiembre se está realizando en la diócesis las tomas de posesión de los sacerdotes que han recibido algún encargo pastoral. Es una ocasión privilegiada para reflexionar sobre la diócesis y el ministerio de los sacerdotes en favor de las comunidades cristianas. Y, sobre todo, para comprender lo necesario que es en la Iglesia el servicio y la disponibilidad a ejemplo de Cristo, que no vino a ser servido sino a servir y entregar su vida por todos. A pesar de la reforma del Concilio Vaticano II, muchas veces se tiene la idea de que hay parroquias de primera, segunda y tercera categoría. Y se percibe el ministerio sacerdotal como un ascenso de menos a más. Esta no es la perspectiva evangélica. El sacerdote se ordena para servir donde se le requiera, según las necesidades del bien común. Se acabó el tiempo en que las parroquias se tenían en propiedad. Cristo es el único dueño de su Iglesia. Todos los demás somos siervos. Cuando el sacerdote recibe la ordenación promete ante el pueblo respeto y obediencia al obispo, indicando que pone su vida al servicio de la Iglesia hasta su muerte. Hoy en un sitio, mañana en otro, el sacerdote es un enviado que lleva el tesoro de su ministerio en una pobre vasija de barro. Como decía san Pablo, sea en prosperidad o adversidad, en persecución o en libertad, somos siervos de Cristo y siervos de los hombres en Cristo Jesús. Es verdad que la naturaleza de la persona hace que nos apeguemos a los que conviven con nosotros y nos resulte doloroso la despedida. Pero no es signo de madurez cristiana ni de identidad eclesial pensar que un sacerdote es propiedad exclusiva de una parroquia o colaborar con la Iglesia dependiendo de la simpatía que pueda despertar el pastor que dirige la comunidad. No somos de Pedro, ni de Pablo ni de Apolo. Somos de Cristo, porque sólo él ha dado la vida por nosotros. Y todo sacerdote representa a Cristo. Ya dijo Jesús que «a quien vosotros acoge a mí me acoge, y a quien vosotros rechaza a mí me rechaza». Gracias al sacramento del orden, Cristo se hace presente en los sacerdotes que le visibilizan a pesar de sus imperfecciones y pecados. Es sabido, además, que el sacramento del orden es para siempre. Un sacerdote no se jubila nunca de su sacerdocio. El Código de Derecho Canónico pide que a los 75 años los obispos y sacerdotes presenten al Papa o al obispo, respectivamente, su carta de dimisión del cargo que ostentan. Corresponde al Papa y al obispo aceptar esa dimisión, pero esto no significa el cese en el ministerio sacerdotal y episcopal que se ejercen hasta el fin de la vida si Dios concede facultades para ello. La Iglesia no es una empresa donde la jubilación se rige según el modelo civil. Un sacerdote consciente de su vocación sabe que su ministerio sólo cesa con la muerte. Por eso es admirable contemplar a sacerdotes que han cruzado la frontera canónica de los 75 años y siguen sirviendo a la Iglesia con alegría y generosidad allí donde se les necesita. Y por eso merecen nuestra gratitud, porque gracias a ellos en las comunidades se hace presente el mismo Cristo. Nada de esto se entiende cuando nos falta fe en el misterio de la Iglesia o cuando contemplamos el ministerio sacerdotal desde perspectivas meramente sociológicas o empresariales. En la memoria colectiva de la Iglesia la imagen que prevalece del sacerdote es la del hombre entregado tan totalmente a Dios que sirve a los hombres sin buscarse a sí mismo, con plena disponibilidad para vivir con libertad y entrega la vocación profética: Heme aquí, Señor, envíame donde quieras. Para vivir así nunca nos faltará ni la gracia de Cristo ni la oración de la Iglesia. + César Franco Obispo de Segovia