Entre los atributos de Dios figura el de paciente. Dios es lento a la ira y rico en piedad. La paciencia de Dios tiene dos fundamentos: de una parte, está la misericordia, que sabe esperar la conversión del pecador. De otra parte, está el hecho de que Dios no tiene tiempo, no está sometido por tanto a las esclavitudes de la temporalidad: no tiene que llegar a tiempo a ningún lado, porque está en todos; no tiene prisa por conseguir frutos porque es Señor de la historia; no se ve amenazado por perder una ocasión para ganar un triunfo, ni precipitado por el deseo de conseguir una victoria porque todo es suyo y la historia le pertenece. Dios es paciente y sabe esperar el momento decisivo de su juicio, que llegará al fin del tiempo. La parábola del trigo y la cizaña, proclamada en el evangelio de este domingo, pone de relieve la paciencia inagotable de Dios, que resulta incomprensible para los espíritus impacientes que desearían establecer la justicia a su manera o dictar incluso a Dios el medio eficaz de hacerlo. Cuando los criados se dan cuenta de que, junto al trigo sembrado por el dueño del campo, empieza a verdear la cizaña, acuden presto y piden al señor permiso para arrancarla. La prudencia del Señor, y la paciencia, aconsejan otra cosa: al arrancar la cizaña puede también arrancarse el trigo. Hay que esperar al momento de la siega. Prudencia y paciencia. Hay un dato que merece destacarse. Los impacientes son intolerantes con el mal ajeno, no con el propio. Se fijan en el mal que crece fuera de ellos, no el que crece en su propio campo interior. Su justicia, que pretende suplantar la de Dios, lleva de inmediato al juicio. Pero el campo del que habla Jesús no es sólo el mundo considerado como algo externo a nosotros, sino nuestro propio mundo donde, si somos sinceros, crecen juntamente el trigo y la cizaña. San Macario, un notable discernidor de espíritus, dice que «desde el día en que Adán fue creado hasta el fin del mundo, el Maligno, sin descanso alguno, hará guerra a los santos. Sin embargo, son ahora pocos los que se dan cuenta de que el devastador de las almas cohabita con ellos en su cuerpo, muy cerca del alma». Tomar concienciad de esto es fundamental, porque dentro de nosotros sí podemos arrancar con la gracia de Dios, sin temer dañar al trigo, al cizaña que crece. ¿Por qué no lo hacemos ya, de inmediato? ¿Quién lo impide? Exigir a Dios que haga lo que nosotros no podemos con nuestras fuerzas potenciadas por la gracia, ¿no es una arrogante hipocresía? Eso intentaron hacer los que arrastraron a la adúltera hasta Jesús para lapidarla de inmediato, porque era cizaña en medio de un grupo que se consideraba justo. Jesús les devolvió el argumento: el que de vosotros esté sin pecado que tire la primera piedra. No hay que olvidar además que tenemos medios para que la cizaña no crezca en demasía y sofoque el trigo. Jesús nos ha dado normas muy eficaces para luchar contra el mal que el enemigo siembra en nosotros y en los demás: la oración y la penitencia, la corrección fraterna, la práctica de las virtudes, el testimonio de nuestra propia vida; son herramientas más eficaces que la precipitación o tomarse la justicia por su mano. Ha hecho más la paciencia de los santos que la impaciencia de los «justos» que pretenden reformar la iglesia y el mundo llevados por un supuesto «celo de Dios». Es fácil erigirse en juez de los demás mientras se es complaciente consigo mismo. Es más fácil airarse contra el pecado ajeno que determinarse a erradicar el nuestro. Arranquemos, con la ayuda de Dios, la cizaña de nuestro corazón y seguramente comprenderemos por qué Dios espera con paciencia el momento de su juicio. + César Franco Obispo de Segovia