En el evangelio de este domingo Jesús habla de la posibilidad del martirio cuando se trata de dar testimonio de la fe. La fe —viene a decir— no es para esconderla en el interior de una bodega, sino para proclamarla desde las terrazas. El cristianismo nació como predicación pública de la resurrección de Cristo. Y esto acarreó enseguida persecución y muerte entre los seguidores de Cristo. Basta leer los Hechos de los Apóstoles para comprender que el martirio es inherente a la vocación cristiana. Cristo murió mártir a causa de las verdades que proclamó. Precisamente por esto enseñó a sus discípulos a contar con esta posibilidad. Y lo hizo de dos formas: acrecentando la confianza en Dios y perdiendo el miedo a morir. Si analizamos bien estas dos actitudes reconocemos fácilmente que tienen el mismo fundamento. Dios es el señor de la vida y conduce nuestro destino con infinita sabiduría. La confianza en Dios reside en que nada sucede sin su consentimiento. Ni los gorriones del cielo ni los cabellos de nuestra cabeza caen al suelo —dice Jesús— sin el beneplácito del Padre celestial. Y no hay comparación entre el hombre y los gorriones. Por eso, Jesús anima a la confianza en la providencia y a perder el miedo. Otro argumento que Jesús utiliza para afrontar el martirio es que los hombres pueden matar el cuerpo pero no pueden destruir el alma. ¿A quién debe temer el hombre entonces? A quien puede destruir alma y cuerpo, es decir, a Dios. Quizás este argumento nos resulte más difícil de comprender, porque nos hemos fabricado una imagen de Dios de la que hemos eliminado el juicio que realizará de nuestra propia vida, un juicio que pertenece, no obstante, a la enseñanza de Jesús y que no está en contradicción con la imagen del Dios misericordioso. Precisamente porque Dios es misericordioso y busca salvar al hombre, le previene de la posibilidad de frustrar su propia vida. En las actas del martirio de san Justino, un gran apologeta cristiano, se lee que cuando el juez le amenazó con los tormentos, el santo le replicó que no temía la tortura sino sólo a Dios. Este temor del santo, lo que la Sagrada Escritura entiende por santo temor de Dios, no es otra cosa que la conciencia clara de que el fin de la vida no lo determina la muerte física, sino el juicio último de Dios, que será inapelable y marcará para siempre el destino eterno de cada persona El evangelio de este domingo concluye con unas palabras de Cristo que son una seria advertencia a quienes, ante el temor a morir, pueden renegar de la fe en Cristo. Dice Jesús: «Si uno se pone de mi parte ante los hombres, yo también me pondré de su parte ante mi Padre del cielo. Y si uno me niega ante los hombres, yo también le negaré ante mi Padre del cielo» (Mt 10,33). Todos llevamos en la médula de nuestro ser el miedo a morir, porque valoramos la vida física como si fuera un absoluto. Cuando la vida se contempla en clave de eternidad, lo que debe preocupar al hombre no son los años que permanezca en esta tierra, sino su destino último, el que ratifica Dios con su juicio. Los mártires han entendido esto y no se han echado atrás ante la amenaza de la muerte física. Siguiendo el ejemplo de Cristo, han lanzado su mirada hacia el destino último y han vencido el miedo a morir mediante la confianza suprema en el autor de la vida, la física y la que se prolonga más allá de la muerte. Han comprendido que no hay que tener miedo a los hombres, que, al fin y al cabo, son actores secundarios del drama humano. Hay que vivir bajo el santo temor de Dios, que tiene su última palabra sobre la vida y la muerte y, como enseña la fe, es juez remunerador de vivos y muertos. + César Franco Obispo de Segovia.