Secretariado de Medios

Secretariado de Medios

 

La parábola del buen samaritano, una de las más bellas de Jesús, permanece en la memoria de la Iglesia como la mejor definición de quién es el prójimo. Un letrado pregunta directamente a Jesús: ¿quién es mi prójimo? Y Jesús le responde con la parábola. Desde el comienzo de la parábola, es notable que la pregunta del letrado sobre cómo alcanzar la vida eterna no revela un corazón limpio, sino que desea «poner a prueba» a Jesús. Busca examinarle sobre la ley mosaica y sus exigencias porque Jesús tenía fama de no cumplirla o de suprimir alguna de sus exigencias. Otro dato que merece tenerse en cuenta sobre la actitud del letrado es la apostilla del evangelista cuando dice que, «queriendo aparecer como justo», pregunta a Jesús: «Y, ¿quién es mi prójimo?». Cualquier israelita sabía que prójimo era el más cercano que necesitara ayuda, medios para subsistir. Eran también los huérfanos, viudas y emigrantes, que vivían indefensos, sin recursos y marginados de la sociedad. La pregunta sobre el prójimo, sobre todo en labios de un letrado, revelaba ignorancia fingida o retórica vana.
La respuesta de Jesús no es abstracta. Cuenta una historia que, según algunos estudiosos, podía haber tenido lugar por aquellos días. Un hombre, que bajaba de Jerusalén a Jericó, fue asaltado por bandidos que le despojaron de todo e, hiriéndole, le dejaron medio muerto. Pasaron por allí un sacerdote y un levita que, dando un rodeo, pasaron de largo. Pasó un samaritano que, al verlo, sintió compasión. Lo montó en su cabalgadura, lo llevó a la posada y lo cuidó. Al día siguiente, le dio al posadero dos denarios y le dijo que cuidara de él y que le pagaría a su vuelta lo debido.
La actitud de este samaritano es el núcleo de la parábola. Jesús escoge adrede, frente al sacerdote y al levita, un enemigo clásico de los judíos: un samaritano. A pesar de la enemistad, es el que siente compasión por el herido. La expresión más exacta del verbo griego es se le conmovieron las entrañas, la misma que utiliza la parábola del hijo pródigo para expresar los sentimientos del Padre cuando ve retornar a su hijo perdido. El samaritano es el signo de la compasión de Dios. No le basta curarle las heridas, lo sube a su cabalgadura y le lleva a la posada para que le cuiden hasta su vuelta. Esta caridad sin medida contrasta con la frialdad del sacerdote y del levita, que, seguramente para no contraer impureza ritual, pasaron de largo para poder hacer sus oraciones en el templo.
Al terminar la parábola, Jesús recoge la pregunta del letrado y se la devuelve a modo de interpelación moral: ¿Quién actuó como prójimo? El letrado respondió: el que tuvo misericordia de él. Y Jesús le sitúa en el mismo camino de la compasión: Vete y haz tú lo mismo. Se ha pasado de una pregunta sobre quién es el prójimo a una actitud moral: tener misericordia del prójimo. La novedad evangélica de esta parábola es que Jesús rompe el esquema de las relaciones humanas para situar en el centro de la acción a un «enemigo» que practica la caridad en contraste con quienes debían haberlo hecho por ser precisamente hermanos de mismo pueblo y religión. La caridad supera las fronteras cuando el prójimo, sea quien sea, reclama nuestra atención. El amor verdadero no se fija en culturas, razas, lenguas religiones. Sobran las preguntas retóricas sobre quién es o no nuestro prójimo —¿acaso no lo sabemos?— y sobra mantener apariencias de justos cuando todos necesitamos la misericordia de Dios. Sobra, sobre todo, querer poner una trampa a Cristo, que es la Verdad suprema, pues él sabe mejor que nadie lo que existe en el interior del hombre. Como el letrado, podemos caer en nuestra propia trampa.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

 

El evangelio de este domingo recoge parte del discurso de Jesús cuando envía a los discípulos a su primera misión evangelizadora. Los consejos que reciben sirven para entender la transcendencia del envío y, en gran medida, la naturaleza del Reino de Dios que anuncian. Los discípulos son como la avanzadilla que precede a Jesús y le preparan el camino, pues, como dice el evangelio, los envía a los lugares donde pensaba ir él. Los discípulos nunca sustituyen al Señor, son servidores, colaboradores. Sólo Jesús es el Maestro y el Señor.
Lo primero que les pide Jesús es que oren al dueño de la mies para que envíe operarios a su mies. La oración es presupuesto de la misión, condición indispensable de su éxito. Dios dirige la historia con Providencia. Por eso, hay que suplicar, llamar a la puerta y pedir como pobres. Las vocaciones no son conquistas del hombre, son dones de Dios que deben pedirse. El Reino de Dios es obra suya. Por eso, es necesario dar primacía a la oración.
Siendo obra de Dios, no debe sorprender que Jesús les envíe en pobreza de medios indicando que el Reino tiene la fuerza en sí mismo para implantarse. Los discípulos están investidos con la autoridad de Cristo y no necesitan más. Importa sobre todo que no pierdan el tiempo deteniéndose a saludar por los caminos y pongan su interés en la misión.
Deben saber, además, que el enemigo acecha y los lobos buscan presas. Por eso son enviados como corderos en medio de lobos. También Jesús es llamado cordero y conoce las embestidas del lobo. Por eso les advierte del peligro. El tesoro del Reino de Dios no puede quedar expuesto a la voracidad de los lobos ni a la astucia de los ladrones.
El mensaje que deben anunciar es la paz. Jesús asegura a los suyos que siempre encontrarán gente que acojan la paz, aunque otros le cierren la puerta. No deben preocuparse por cambiar de casas y ciudades. La paz arraiga allí donde es acogida y produce frutos. Por eso, ordena a sus discípulos que permanezcan allí donde les acojan y sacudan hasta el polvo de las sandalias del lugar que les rechace, en testimonio contra ellos.
Como signo de que el Reino de Dios está cerca, Jesús da potestad a sus discípulos para sanar a los enfermos, como él mismo hace cuando quiere mostrar el poder de la fe suplicante y de la acción del Dios Salvador. El Reino de Dios es señorío de Dios y vida. Por eso, entrar en el Reino es acoger la salvación que Dios ofrece y participar de su vida.
Una vez dados los consejos, los discípulos son enviados, y a la vuelta de su misión comparten con Cristo su alegría. Interesa notar que la clave de esta alegría es, como dicen los discípulos, que hasta los demonios se les someten en el nombre de Jesús. Jesús confirma este hecho con unas palabras que revelan la naturaleza del Reino que ha venido a instaurar: «Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno». Pocas palabras pueden consolar tanto a los evangelizadores que estas asegurando la certeza del triunfo. El Reino de Dios ha venido a terminar con el poder del mal. Entonces y ahora, quienes somos enviados por Cristo, sabemos que, aunque las apariencias nos induzcan a pensar lo contrario, el mal ha sido vencido, porque Satanás, su padre, ha caído del cielo como un rayo. Esta expresiva imagen de Jesús indica que el príncipe del mal ha perdido todo su poder ante la venida de Cristo y el Reino de Dios, presente en Jesús, se ha abierto paso en la historia de los hombres. Así se explica la alegría de los discípulos cuando retornan de su misión. Esta alegría, la del evangelio proclamado, debería ser la marca distintiva de todos los que nos dedicamos al anuncio misionero. El premio de este trabajo es, por supuesto, el de haber luchado contra el mal, pero Jesús termina su discurso con otro motivo para la alegría: el de saber que nuestros nombres están escritos en el cielo.

+César Franco
Obispo de Segovia.

 

La libertad es un don precioso que el hombre protege con todas sus fuerzas para que no se lo arrebaten. Pero la libertad implica también a uno mismo, pues —querámoslo o no— con harta frecuencia somos esclavos de nosotros mismos. Podemos gritar: ¡libertad, libertad!, y ser pobres esclavos en la cárcel que nos fabricamos. Cuando Pablo dice que «para ser libres nos liberó Cristo», no se refiere a esclavitudes externas, como la del pueblo de Israel en Egipto o en Babilonia. El apóstol se refiere a la libertad que Cristo nos da al rescatarnos de nuestras esclavitudes internas: el tributo que pagamos servilmente a nuestro amor propio. Por eso, el apóstol aclara: «Hermanos, habéis sido llamados a la libertad; ahora bien, no utilicéis la libertad como estímulo para el egoísmo; al contrario, sed esclavos unos de otros por amor» (Gál 3,13). En realidad, nacemos esclavos de nuestro yo, y la vida nos reta a ser libres mediante la entrega generosa a los demás. Por eso, la tentación del hombre en su marcha hacia la libertad es mirar hacia atrás añorando todo aquello de lo que se ha desprendido. El pueblo de Israel, ante la dificultad de ser libre en el desierto, miraba hacia atrás y hambreaba los ajos y cebollas de Egipto, es decir, la esclavitud en la que en cierto sentido vivía cómodamente; al menos, con ajos y cebollas.
En el evangelio de hoy, Jesús dice que quien mira hacia atrás no vale para el Reino de Dios. El contexto de estas palabras es el relato de tres personas que se acercan a Jesús porque quieren seguirle, y Jesús les plantea la vocación con toda claridad. A uno le dice: las zorras tienen madrigueras y los pájaros nido, pero yo no tengo donde reclinar la cabeza. Otro quiere seguirle pero le pide primero enterrar a su padre, es decir, esperar a que su padre muera. Jesús le responde sin contemplaciones: deja que los muertos entierren a sus muertos. Por último, otro le pide despedirse de su familia antes de seguirle, y Jesús replica: quien pone la mano en el arado y mira hacia atrás no vale para el Reino de Dios.
¿Qué se esconde detrás de esta pedagogía sorprendente? Sencillamente la llamada a la libertad. Dios no admite condiciones cuando se trata de servirle y trabajar por su Reino. Quiere hombres libres: sin ataduras de ningún tipo. La vocación es una llamada a la libertad plena, la que se ejercita frente a sí mismo cuando el hombre pone su vida a disposición de Dios. Mirar hacia atrás supone retornar a la esclavitud, al anhelo de lo que un día se entregó incondicionalmente. Es la tentación del hombre que desea recuperar espacios para sí mismo olvidando que Dios basta y llena la vida plenamente. Se añoran los afectos perdidos, las posesiones abandonadas y hasta los pecados cometidos. Preferimos la esclavitud a la libertad.
Cristo educa en la libertad. Cuando envía a los suyos a predicar, les pide que no lleven nada, salvo un bastón y sandalias. Se trata de vivir en la confianza suprema en Dios y a la intemperie. Este tipo de libertad hoy no se entiende, por eso escasean las vocaciones. Preferimos depender de nosotros mismos, de nuestras cosas, seguridades, costumbres arraigadas, diversiones y todo tipo de distracciones. Exaltamos la libertad, pero si nos miramos bien, somos más esclavos de lo que creemos. Mirar hacia el futuro engrandece nuestra sed de libertad y de progreso. Mirar hacia atrás nos impide desarrollar nuestras posibilidades y nos ata al pasado del que terminamos dependiendo con la falsa ilusión de conservar nuestra historia. Pero sólo quien pone la mano en el arado y deja de mirar atrás, abre surcos de vida y de esperanza. Sólo ese vale para el Reino de Dios.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

El acto tendrá lugar el próximo día 26 de junio, a las 20.00 horas, en el interior del Palacio Episcopal y estará amenizado por la Orquesta Sinfónica californiana Mira Costa.

El Palacio Episcopal de Segovia dispondrá desde el próximo día 26 de un elegante jardín romántico de influencia francesa. Entre las intervenciones que se han llevado a cabo para la puesta en valor de este pintoresco espacio destacan: la plantación de césped natural y otras plantas de ornamentación, la sustitución de toda la instalación eléctrica, tratamiento y arreglo de árboles catalogados como bien de interés cultural e instalación de escenario para eventos musicales. Además, dicho jardín estará disponible para su utilización en eventos gastronómicos y sociales. Toda intervención se ha llevado a cabo de acuerdo a las pautas establecidas por la Comisión Territorial de Patrimonio.

La puesta en valor de este entorno natural privilegiado incluirá la actuación de la Orquesta Sinfónica Mira Costa HS. Esta agrupación musical californiana es reconocida mundialmente por presentar un programa diverso y de excelente calidad para sus múltiples conciertos anuales. Ha actuado en algunos de los mejores escenarios del mundo como el Beijing Concert Hall, el Shangai Oriental Arts Center, el Carnegie Hall de Nueva York y el Walt Disney Concert Hall.

Esta actuación forma parte de la serie de conciertos musicales que artiSplendore y Performinspain organizan en diferentes espacios monumentales de España. La entrada será gratuita pero tendrán que retirarse las invitaciones en el Gastrobar, Batihoja, situado en el patio del Palacio Episcopal.

Viernes, 21 Junio 2019 07:41

Eucaristía: Dios abajado.Corpus Christi.

Puede abajarse Dios más de lo que se ha humillado en un trozo de pan y un poco de vino? ¿Pude pensarse mayor humildad que la de quedar al alcance de la mano como alimento de pobres y sencillos?
La revelación cristiana conoce muchos abajamientos de Dios. En el Edén, a la brisa de la tarde, Dios bajaba a pasear con Adán y Eva. Se dejó acoger por Abrahán en su tienda del desierto, bajo figura de tres caminantes. Luchó cuerpo a cuerpo con Jacob como si fuera un semejante. Permitió que Moisés le viera la espalda —nunca el rostro— y hablaba con él como con un amigo. En todo esto, Dios siempre protegió su trascendencia. Pero anunció que sería pastor y cordero, gusano y cacharro inútil, un maldito colgado del madero.
Al llegar la plenitud de los tiempos —es decir, cuando el tiempo alcanzó su madurez— el Hijo de Dios tomó nuestra carne, asumió nuestra vida y nuestra muerte. Nació y vivió pobre. Murió desnudo y ultrajado. Sufrió el desprecio, la blasfemia, el rechazo y la ignominia. Vendido y negado por dos de los suyos. Crucificado entre dos malhechores. ¿Hay mayor abajamiento? Sí, lo hay.
Descendió al sepulcro en una «noche» terrible que ha permitido decir: «Dios ha muerto». ¿Quién creerá nuestro anuncio?, se preguntaba el profeta, previendo cuánto costaría aceptar que Dios se abajaba hasta tal punto. Es como si Dios quisiera enseñar que se negaba a sí mismo para que entendiéramos que en él la fuerza de la gravedad es el amor, por el que desciende y se anonada hasta el sacrificio de sí mismo «por vosotros y por muchos».
¿Puede abajarse aún más? Sí, repartiéndose como el pan que multiplica sus manos en el evangelio de hoy, solemnidad del Corpus Christi. Jesús levanta los ojos al cielo, suplica y da gracias al Padre, y los cincos panes se multiplican como profecía de lo que hará con su cuerpo partido en la cruz en ofrenda al mundo. Como la sangre derramada para el perdón de los pecados. Jesús se autoprodiga en una donación de sí mismo que alcanza al último rincón del mundo, donde un sagrario conserva al mismo Dios escondido y humillado en un trozo de pan.
Cuando Jesús reparte su cuerpo y sangre en la última cena no hace magia. Anuncia su donación en la cruz: y este gesto quedará para siempre en la memoria de la Iglesia, de modo que, al repetirse, todos sabemos que es Cristo vivo dándose en su existencia encarnada y gloriosa. Siempre será reconocido en la fracción del pan, por la sencilla razón de que tal abajamiento, humildad y entrega sólo es posible en Dios. Por eso, la Eucaristía resume y concentra todos los dogmas de la Iglesia y revela como ningún otro misterio la trascendencia de Dios en su inconcebible e inefable inmanencia. En la Eucaristía se juntan cielo y tierra, autoridad y servicio, divinidad y humanidad, gloria y pobreza, tiempo y eternidad. La Eucaristía es el Amor en acto. Por eso, dice Pablo que cada vez que comemos este pan y bebemos este cáliz, anunciamos la muerte del Señor hasta que venga. Anunciar la muerte del Señor es lo mismo que actualizar su memoria: la memoria de lo que él hizo, hace y hará por nosotros: amar hasta dar la vida. Sólo en este contexto de hacer lo que él hizo podemos celebrar y vivir la Eucaristía. Sólo así entendemos la humildad de Dios, que nos invita a entregar la vida como él y a abajarnos —nosotros que somos puro barro— cada vez que tengamos la tentación del orgullo, que es autoidolatría. Pasó entonces y sigue pasando ahora en la Iglesia: que mientras Jesús se disponía al máximo abajamiento en la entrega de su cuerpo y de su sangre, los discípulos discutían entre sí quién era el mayor entre ellos. ¿Cuándo nos enteraremos de una vez que Dios se ha hecho pan al alcance de la mano?

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

La Trinidad y la vida contemplativa

 

El domingo de la Santísima Trinidad la Iglesia nos invita a orar por quienes forman la vida contemplativa. Son hombres y mujeres que, a diferencia de quienes se dedican a la vida activa, escogen el silencio, la oración y el trabajo para dedicarse a Dios mediante la contemplación de su verdad, bondad y belleza. La importancia de este modo de vivir sólo se comprende si tenemos en cuenta que Dios es el Absoluto, bien supremo y felicidad infinita. Dios supera todo lo creado e imaginable. De ahí que haya personas que experimenten la atracción irresistible de buscar su rostro, contemplar en la fe lo que un día será la visión cara a cara de Dios, meta de todo hombre.
En un mundo que ha perdido —hablamos en general— el sentido de la trascendencia, no es fácil entender la vida contemplativa que da sentido a tantos monasterios. Sin embargo, cuando la gente se acerca a estos lugares de paz, silencio y oración, y participa en la liturgia, descubre ese otro mundo que habitualmente resulta desconocido. Hasta personas que no creen, confiesan, cuando pasan por un monasterio, que hay algo que les invade como una ráfaga de otro mundo imperceptible para los sentidos, pero real. Es el mundo de Dios en el que se adentran quienes aspiran a la contemplación.
Con mucha frecuencia, se piensa que lo más importante del hombre es hacer. El homo faber se ha convertido en el prototipo que construye civilizaciones, técnicas, arte y cultura. Es evidente que el hombre ha sido creado para la acción. «Creced, multiplicaos, dominad la tierra y sometedla», dice el Creador a Adán y Eva. Pero no olvidemos que este mandato de Dios sólo se explica desde el presupuesto de que el hombre ha sido hecho «a imagen y semejanza de Dios». Y Dios, además de Creador, es relación entre las tres divinas personas. Su ser más íntimo es esta comunión interpersonal que hace de la vida de Dios una fascinante realidad de comunicación amorosa. Entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo fluye la vida divina no sólo entre ellos sino entre quienes, por la gracia del bautismo, participamos de su mismo ser.
Para la vida contemplativa, por tanto, la Santísima Trinidad es el icono en que mirarse para realizar su vocación. Cada una de las tres personas nos introduce en el diálogo eterno del único Dios que busca relacionarse con el hombre. Y los tres, en su armonía indestructible, nos enseñan a vivir como reflejo de su comunión. Un misterio tan insondable hace de la contemplación una tarea inacabable, pues Dios, en su inmensidad sin principio ni fin, siempre está más allá de nuestras posibilidades de comprensión. Sólo a través del silencio interior y exterior, de la adoración y de la súplica confiada, de la acogida de lo que nos sobrepasa, podemos llegar a ser contemplativos, aunque no vivamos en un claustro. Dios se revela a quienes le buscan con humildad y sencillez de corazón, y, sobre todo, a los que le aman. Como dice Jesús, Dios pone su morada en quienes cumplen su voluntad y le agradan en todo.
Contemplar a Dios no es sólo tarea de las personas contemplativas sino de todo hombre que tiene su origen y meta en Dios. Y aunque nos parezca difícil hacerlo, no olvidemos que, al hacerse hombre, el Hijo de Dios nos ha facilitado el camino, pues quien ve al Hijo ve al Padre, dado que ambos son uno. Y ambos viven en el amor del Espíritu Santo que, según san Pablo, ha sido derramado en nuestros corazones para que podamos llevar la vida misma de Dios. En realidad, basta recordar que cada cristiano es templo vivo del Espíritu de Dios y no olvidar que Dios «es más íntimo a nosotros mismos que nuestra propia intimidad» (San Agustín).

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

El pensamiento teológico moderno ha acentuado la importancia del Espíritu en la vida del cristiano. Es comprensible que la espiritualidad cristiana se haya centrado en Cristo, único Mediador entre Dios y los hombres. Se empobrece, sin embargo, la fe si olvidamos que Cristo ha venido a revelarnos al Padre para mantener con él una relación de hijos. Y esto no sería posible si no hubiéramos recibido el Espíritu Santo, que conduce a la Iglesia desde su inicio hasta su consumación. Marginar al Espíritu Santo de la vida cristiana nos incapacita para ser cristianos. El tiempo que va desde la Ascensión hasta la venida gloriosa de Cristo se llama «tiempo de la Iglesia» o «tiempo del Espíritu».
En general, a los cristianos nos cuesta mantener una relación vital con el Espíritu Santo. Quizás, porque, de las tres personas de la Trinidad, sea la más difícil de representar. Del Padre y del Hijo tenemos representaciones accesibles, especialmente del Hijo, que tomó nuestra carne. El Espíritu es representado simbólicamente mediante el viento, el agua, las lenguas de fuego que aparecen sobre la cabeza de los apóstoles en Pentecostés. También influye en esta incapacidad para representarnos al Espíritu el poco valor que la sociedad actual da a «lo espiritual», que ha quedado marginado, privado de consistencia, y reducido a lo que subjetivamente el hombre considera experiencias íntimas, sean o no verdaderamente espirituales. Hablando con propiedad, «lo espiritual» en el cristianismo tiene dos acepciones: la más general se refiere a esa parte de nuestro ser, que, junto a lo material, constituye nuestra identidad: somos seres espirituales. En nosotros, hay «algo» que no se reduce a la materia. La segunda acepción es la más original del cristianismo: lo «espiritual» es todo lo que se refiere al Espíritu Santo recibido en el bautismo, y que desarrolla la vida cristiana en nosotros. Por eso decimos que el cristiano es «templo del Espíritu Santo», pues habita y actúa en nosotros con su fuerza personal. Podemos decir que la historia de la Iglesia es todo lo que el Espíritu Santo ha realizado, con la colaboración de quienes se han hecho dóciles a su inspiración. El desarrollo de la vida de la Iglesia es inexplicable sólo desde la mera sociología. Pentecostés es la acción sobrenatural de Dios en la primitiva comunidad apostólica. Sin esa acción propia y directa de Dios, la Iglesia no habría nacido ni se habría desarrollado. Se explica así que el pecado más grave que puede cometer un cristiano es oponerse a la acción del Espíritu. Y la virtud más típica del cristiano es la docilidad al Espíritu.
Hace no muchos días, un periodista de brillante pluma publicaba un valiente artículo, en el que alertaba del olvido de la «dimensión trascendente que nos diferencia de las bestias y vuelve nuestras vidas sagradas». Afirmaba que «sin espiritualidad carecemos de sentido». A eso nos ha llevado expulsar a Dios «de las aulas, de los periódicos, de los programas de televisión, de las conversaciones con los amigos, como si fuera un objeto obsoleto que alguien ha subido al desván». Es un certero juicio de lo que sucede en nuestra sociedad. Llevamos demasiado tiempo pretendiendo arrancar a Dios de la tierra doliente en que vivimos. Y buscando sustituir su presencia con el llamado laicismo —que no laicidad—, como si lo laico estuviera en guerra con lo espiritual y religioso. El realidad el hombre ha querido vengarse de Dios, pero como sucedió en Babel no lo ha conseguido. Se ha hundido en su propia confusión: de lenguas y de conductas. Ha olvidado que existe Pentecostés, es decir, el triunfo del Espíritu sobre la carne.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

Los cristianos confesamos en el Credo que Jesús subió al cielo y está sentado a la derecha del Padre. Son dos imágenes que no pueden interpretarse literalmente, porque el cielo al que sube Jesús no es el que contemplamos sobre nuestras cabezas ni el Padre tiene derecha e izquierda como si fuera un ser humano. Los evangelistas utilizan imágenes asequibles para visualizar los misterios de la fe. Cuando Jesús habla de su partida de este mundo creado, dice que se va al Padre. Este mundo, por hermoso que sea, es creación de Dios, obra suya. Por la resurrección, Jesús ha trascendido esta creación, ya no está sujeto a las leyes de este mundo ni condicionado por el espacio y el tiempo. Ha entrado para siempre en el mundo de Dios. Antes de encarnarse —dice el prólogo de Juan— estaba junto a Dios, y, resucitado, vuelve a Dios. «Elevarse al cielo» es afirmar que Cristo retorna al Padre como Señor de todo lo creado. Eso significa sentarse a la derecha de Dios, imagen bíblica que subraya la idea de que el Hijo posee la misma gloria que el Padre.
En el relato de la Ascensión, según dice Lucas en los Hechos de los Apóstoles, hay otro aspecto de este misterio que nos afecta a nosotros. Dice el relato que, mientras Jesús ascendía al cielo, sus discípulos se quedaron con la mirada fija en el cielo, viéndole irse. Dos hombres de blanco —una forma de designar a los ángeles— les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hch 1,11). Sin decirlo expresamente, Lucas está indicando la misión de los cristianos y de la Iglesia. Entre la partida de Jesús y su retorno al fin de la historia, los seguidores de Cristo no deben permanecer con los brazos cruzados. El cielo no es nunca una excusa para desentendernos de la tierra. Antes de su partida, Jesús dice a los suyos que serán sus testigos en Jerusalén, en Judea, en Samaría y hasta los confines del mundo. Partiendo de Jerusalén se dispersarán por todo el mundo para testimoniar todo lo que Jesús ha dicho y hecho. El cristianismo es misión, testimonio, vida apostólica. La mística cristiana no nos separa de este mundo, sino que nos introduce en él con la fuerza del Espíritu para transformarlo según el proyecto de Dios. Por eso, celebramos en este día la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, subrayando con ello que la fe cristiana es un anuncio gozoso de salvación que debe ser comunicado a todos los hombres. Silenciar esta Buena Noticia es un atentado al núcleo mismo del evangelio, una infidelidad al mandato de Cristo: id y enseñad a guardar lo que yo os he mandado.
Es frecuente escuchar hoy que la religión es un asunto privado. Nada hay más opuesto a la entraña de la religión, y del cristianismo, que este despropósito. La religión es un hecho social y público indiscutible. Los creyentes no vivimos censurándonos a nosotros mismos ni ocultándonos ante la opinión pública. La fe religiosa pertenece al patrimonio universal de los pueblos. Cuando Jesús predica el evangelio, lo hace públicamente, en las calles, plazas y sinagogas. Sólo quienes pretenden imponer su «religión» a los demás tienen la osadía de censurar la libertad de los creyentes para expresar sus creencias y convicciones. Los cristianos, y los hombres de fe en general, no estamos en el mundo para quedarnos mirando al cielo en un misticismo desencarnado de la realidad. Somos artesanos, trabajadores, cooperadores de la verdad de Cristo en un mundo que necesita la presencia de Aquel que ha sido constituido Señor de cielos y tierra y ha revestido a los suyos con su mismo poder y autoridad.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

Martes, 28 Mayo 2019 10:32

Revista Diocesana. Junio 2019

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Viernes, 24 Mayo 2019 12:27

La Pascua del Enfermo

El sexto domingo de Pascua celebramos la Pascua del enfermo. El lema de este año toma las palabras de Jesús: «Gratis habéis recibido, dad gratis» (Mt 10,8). Es una invitación a ofrecer a los demás la salvación de Cristo, don gratuito del Resucitado. Un don que no tiene precio.
Entre los predilectos del Señor y de la Iglesia están los enfermos. Cuando envía a los apóstoles, les dice: «curad enfermos» (Mt 10,8). Y cuando nos juzgue al fin de la historia, incluirá entre los criterios de salvación o condena el de «estuve enfermo y me visitasteis» (Mt 25,36). Cristo se ha identificado con los enfermos de manera explícita y ha querido situarlos en las prioridades del Reino que anuncia y trae la salvación. De ahí que la Iglesia, desde sus orígenes, los ha distinguido con la oración constante por su salud y la ayuda en su necesidad material y espiritual. Baste recordar que hay un sacramento dedicado a implorar la salud del cuerpo y del alma de los enfermos. Un sacramento que responde de manera personal y directa a la fragilidad de la condición humana cuando experimenta su propio límite, la infirmitas propia del hombre.
El hombre es, según la Biblia, «sangre y carne». Con esta expresión, se quiere decir: pura fragilidad. Tarde o temprano, todo hombre experimenta el límite de su naturaleza, cuando falla alguno de sus mecanismos físicos o síquicos. Decía san Agustín que «quien larga vida desea, larga enfermedad desea», aludiendo a un hecho incontestable: cuanto más larga es la vida, más aumenta la posibilidad de experimentar la enfermedad que llevamos dentro: nuestra condición mortal, que se manifiesta cuando, con más o menos fuerza, nos visita la enfermedad.
La atención a los enfermos es un signo de comunión en el dolor y en la esperanza. La Iglesia, como una auténtica familia, se apiña junto al enfermo para sostenerlo como el miembro más necesitado. Y todos sabemos hasta qué punto es necesario el acompañamiento de los enfermos. Como también sabemos que los familiares y los que se dedican al cuidado de los enfermos deben, a su vez, ser sostenidos por la comunidad eclesial. Enfermedades largas, dolorosas, que conllevan procesos y tratamientos médicos complejos, de atención durante las veinticuatro horas del día, pueden minar la fortaleza de los cuidadores, y convertirse en auténticos calvarios que necesitan la presencia de los cristianos, como hizo María al pie de la cruz de su Hijo.
La enfermedad es también una ocasión extraordinaria para descubrir el sentido cristiano del dolor como lugar donde quien sufre descubre la oportunidad de unirse a Cristo doliente y ofrecerse con él al Padre. Los sacerdotes sabemos por experiencia que esos momentos duros de la vida pueden convertirse en ocasiones para crecer interiormente, aceptar la propia limitación y descubrir que el hombre no sólo es materia que se deteriora sino espíritu que tiene la capacidad de asumir y trascender los límites materiales y reconocer que Dios es el Buen Pastor que nos conduce en ocasiones por cañadas oscuras disipando los temores propios de nuestra fragilidad. ¡Cuántas personas han encontrado el sentido pleno de la vida al experimentar pruebas que, en un primer momento, se resistían a aceptar! La Pascua del enfermo es una ocasión para proclamar el gozoso mensaje de Pascua: El Resucitado, venciendo la muerte, ha iluminado de modo definitivo la fragilidad de nuestra condición y nos enseña que, en la peregrinación hacia la casa del Padre, todo lo que forma parte de nuestra vida —incluyendo al dolor y la enfermedad— ha sido asumido por él y redimido, de manera que en la salud y en la enfermedad tenemos la certeza de su salvación.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia