Secretariado de Medios

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Jueves, 05 Marzo 2020 12:01

REVISTA DIOCESANA MARZO 2020

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En el segundo domingo de Cuaresma, la Iglesia proclama el evangelio de la transfiguración de Jesús. El hecho es narrado por Mateo con mucha sobriedad mediante el uso de dos metáforas: «Su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17,2). No tenemos espacio para explicar en qué pudo consistir el hecho, pues nos interesa sobre todo entrar en su significado. El narrador nos ofrece dos claves. En primer lugar, todo sucede después de haber anunciado Jesús a sus discípulos que será ejecutado en manos de sus enemigos. Tal anuncio provoca desconcierto entre los suyos, pues no entendían que el Mesías tuviera que padecer. Pedro, incluso, se planta ante Jesús para decirle que tal cosa no debe suceder. Jesús reprende duramente a Pedro, llamándole Satanás, y diciéndole que no se interponga en su camino. La otra clave que ofrece el evangelio es el mandato de Jesús de no contar nada de lo que han visto hasta que resucite de entre los muertos.
Es claro que el milagro de la trasfiguración tiene una finalidad pedagógica, dado que los tres discípulos que lo vieron son los que, en Getsemaní, verán a Jesús acechado por la angustia de la muerte. Se trata, pues, de iluminar la muerte. Por eso, los discípulos no deben decir nada hasta que Jesús resucite de entre los muertos, pues será la resurrección el hecho que ilumine el sentido de los padecimientos y muerte de Jesús e, incluso, el milagro de la transfiguración que, en cierto sentido, es como un anuncio escenificado de la resurrección. El rostro resplandeciente de Cristo y los vestidos luminosos son dos imágenes muy expresivas para revelar la trasformación del cuerpo de Cristo.
Lo más importante de este relato tiene mucho que ver con una afirmación de Albert Camus, premio Nobel de Literatura, quien decía que la admiración por los evangelios termina cuando llegamos a la página sangrienta de la cruz. Si pudiéramos arrancar esa página haríamos el evangelio más amable, ¿no es verdad? Son muchos los que no encuentran sentido al dolor y al sufrimiento humano. Incluso utilizan el sufrimiento como argumento para negar la existencia de Dios. En su libro, «¿Por qué el Dios del amor permite que suframos?», el teólogo G. Greshake, intenta responder a esta pregunta que siempre se hará el hombre apelando precisamente a la compasión de Dios, que ha querido, en su Hijo Jesús, asumir el dolor del hombre abriéndole al mismo tiempo a la esperanza de la resurrección.
En una sociedad materialista como la nuestra, hablar de la muerte o confrontarse con ella resulta algo indecente, lo que el sociólogo estadounidense G. Gorer ha llamado «pornografía de la muerte». Es preferible no pensar en ella, evadirse de todo sufrimiento y privar así de sentido las vidas de muchas personas probadas por el dolor, que, con tanta frecuencia lo asumen con toda entereza y dignidad. Dios también está ahí, de manera misteriosa pero real. Lo dice Jesús cuando se identifica con los que sufren. Su máxima identificación aparece en la cruz. El judío E. Wiesel cuenta que fue testigo presencial de este suceso en Auschwitz: «Los SS ahorcaron a dos hombres y un chico ante toda la gente del campo reunida. Los hombres murieron rápidamente; la lucha del chico con la muerte duró una media hora. ¿Dónde está Dios? ¿Dónde está?, preguntó alguien detrás de mí. Cuando después de largo rato seguía el chico retorciéndose en la horca, oí que aquel hombre volvía a exclamar: ¿Dónde está Dios ahora? Y oí una voz en mí que decía: ¿Qué dónde está? Ahí está […] pendiendo de la horca».
Clavado en la cruz, Cristo ha asumido todo sufrimiento humano y, sin ningún discurso, ha dado la clave de lo que sólo podemos entender a la luz de la resurrección.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

Don César A. Franco, Obispo de Segovia, ha celebrado esta tarde una eucaristía en el templo de Fuentepelayo. Una misa que ha servido de inauguración de cara al recorrido pastoral que tiene previsto realizar a lo largo de los meses de marzo y abril.


Con estas visitas, que llevarán al obispo a las localidades que comprenden el arciprestazgo de Fuentepelayo, D. César se propone continuar con el objetivo que la diócesis se ha marcado en el Plan Diocesano de Pastoral: «Reavivar con alegría el encuentro personal y comunitario con el Señor y hacerlo visible en nuestra sociedad». Así pues, con la visita al arciprestazgo de Fuentepelayo que ha comenzado esta tarde, don César retoma una andadura que posteriormente le llevará al de Coca-Santa María.


Esta visita se convoca por medio de una carta pastoral que, en esta ocasión, lleva por título: “Dios visita a su pueblo con la Paz”. En ella, el obispo pide que, aunque la visita pastoral se realice en dos arciprestazgos, toda la diócesis la sienta como suya y ore al Señor por sus frutos pastorales.


Para D. César, las visitas pastorales son una manera de hacer visible a Cristo en medio de la sociedad, ya que posibilitan un encuentro más cercano con las personas: tanto sacerdotes, como consagrados y seglares. Asimismo, es un momento especialmente significativo para celebrar la fe junto al que es el sucesor de los apóstoles.

Queridos diocesanos:

Durante este trienio (2018-2021) hemos querido que el objetivo general del Plan Diocesano de Pastoral fuera este: «Reavivar con alegría el encuentro personal y comunitario con el Señor y hacerlo visible en nuestra sociedad». Todas las acciones de la Iglesia buscan el encuentro personal con el Resucitado de manera que, con el poder del Espíritu, podamos hacerlo visible entre nosotros y sea reconocido por los hombres de nuestro tiempo. Esta es la misión de la Iglesia.
Una de las formas de hacer visible a Cristo en nuestras comunidades es la visita pastoral del obispo, que me propongo continuar. A mi llegada a Segovia concluí la que había comenzado mi predecesor en el arciprestazgo de Cuéllar y realicé también la del arciprestazgo de Segovia. El curso pasado visité los arciprestazgos de La Granja-San Medel y Sepúlveda-Pedraza. Este curso me propongo visitar los arciprestazgos de Fuentepelayo y el de Coca-Santa María, si el Señor me concede su gracia.

 

Dice el Papa Francisco que la visita pastoral es «un signo de la presencia del Señor que visita a su pueblo con la paz» (PG 46). Si lo pensamos bien, la revelación cristiana es una magnífica sucesión de visitas de Dios a la humanidad, que, aunque se alejó de él por el pecado, nunca ha dejado de estar en el punto de mira de Dios, en el centro de su amor de Padre. De muchas y diferentes maneras Dios ha visitado a su pueblo, a nuestros antiguos padres en la fe —los patriarcas— a los jueces, profetas y sabios, para infundirles la gracia y la sabiduría para dirigir a su pueblo. El profeta Ezequiel presenta a Dios como el pastor que guiará a su pueblo personalmente, cuidando de todas y cada una de sus ovejas. Este necesidad de ser visitado por Dios está expresada como súplica ardiente en el salmo 106,4: «Acuérdate de mí, por amor a tu pueblo, visítame con tu salvación».
Dios ha respondido a esta súplica de manera desbordante e insospechada enviándonos a su amado Hijo, Jesucristo. Así lo afirma san Lucas: Cuando nace el Bautista, su padre exclama: «Dios ha visitado y redimido a su pueblo». Y, cuando Jesús resucita al hijo de la viuda de Naín, la gente, sobrecogida de santo temor, dice: «Dios ha visitado a su pueblo». Ciertamente, Jesucristo ha cumplido todas las esperanzas de Israel y de la humanidad, pues en él, Dios mismo ha querido vivir entre nosotros compartiendo toda nuestra existencia. Mediante su resurrección, Cristo se ha constituido en Señor de la historia y en el humilde peregrino que no deja de caminar junto a su pueblo (cf. Lc 24).
Se entiende así que los apóstoles fueran enviados por Cristo para continuar su misión saliendo de Jerusalén en dirección a todas las naciones. Fundaron iglesias que visitaron según sus necesidades, como da testimonio el libro de los Hechos y las cartas de los apóstoles. Dice san Pablo que por tres veces visitó a la comunidad de Corinto (cf. 2 Cor 13,1) para predicar el evangelio y confirmar en la fe a sus miembros. San Pablo era consciente de que Cristo actuaba y hablaba por medio de él («en mí habla Cristo»: 2 Cor 13,3) en beneficio de su pueblo.

1. Hacer visible a Cristo

Gracias al bautismo, que nos hace miembros de Cristo, cada cristiano tiene la capacidad de hacerlo visible en la sociedad. Por ello, la visita pastoral del obispo pretende fortalecer esta convicción para que cada cristiano descubra su enorme dignidad y su misión ineludible: mostrar con sus palabras y hechos que Cristo vive en él y en la comunidad de la que forma parte. Cuando se dice que el obispo confirma en la fe, se quiere decir que nos afianza en la certeza de pertenecer a Cristo, en la profunda convicción de que somos el «signo» de que Cristo vive y ofrece la salvación a todos los hombres. Por eso es fundamental que las comunidades cristianas tomen conciencia de que, gracias a ellas, Cristo se hace presente en un determinado lugar. Todas las acciones de una parroquia —culto, evangelización y caridad— son acciones de Cristo que vive en nosotros y se manifiesta en cuanto hacemos.
Esto no sería posible sin avanzar en la santidad de todo el pueblo de Dios, que pide a cada cristiano vivir con responsabilidad su condición de miembro de Cristo. La santidad no es algo abstracto sino la vida misma transformada por Cristo mediante la oración, la escucha atenta de su Palabra, la participación en los sacramentos y la práctica humilde de la caridad. En la visita pastoral, el obispo, como servidor de la santidad de los cristianos, tiene que alentarlos a no decaer, a participar activamente en la vida de la iglesia y a dar testimonio de su fe con alegría y fortaleza. Su misión es reavivar en cada cristiano la alegría del encuentro con Cristo resucitado gracias al cual podemos caminar seguros hacia la casa del Padre.

2. Encuentro con las personas

«En su visita pastoral a la parroquia —dice el Papa Francisco— dejando a otros delegados el examen de las cuestiones de tipo administrativo, el Obispo ha de dar prioridad al encuentro con las personas, empezando por el párroco y los demás sacerdotes. Es el momento en que ejerce más cerca de su pueblo el ministerio de la palabra, la santificación y la guía pastoral, en contacto más directo con las angustias y las preocupaciones, las alegrías y las expectativas de la gente, con la posibilidad de exhortar a todos a la esperanza. En esta ocasión, el Obispo tiene sobre todo un contacto directo con las personas más pobres, los ancianos y los enfermos» (PG 46).
El encuentro con las personas es fundamental. Lo vemos en la vida de Cristo y de los apóstoles. Hay que reconocer que la organización de la vida actual nos impide con frecuencia mantener estos encuentros de tú a tú con la calma y atención que debiéramos. En la visita pastoral se da prioridad a estos encuentros de manera que los fieles que lo deseen puedan tratar familiarmente con el obispo sobre los asuntos que les preocupan. Animo, pues, a participar en estos encuentros, que habitualmente tienen lugar con el párroco, de manera que, como dice el Papa, el obispo pueda conocer las preocupaciones, las alegrías y las expectativas de la gente. Esto no quiere decir que el obispo tenga la solución y la respuesta a todos los problemas de sus diocesanos, sino que, compartiendo su vida, puede iluminar, orientar, confortar y edificar con la fuerza del Espíritu la iglesia que le ha sido confiada.
En esta Iglesia tienen preferencia los pobres, ancianos y enfermos. En la medida de lo posible, me gustaría poder visitar en sus propios domicilios a quienes están impedidos por la enfermedad o la ancianidad y no pueden participar activamente en la vida parroquial.

3. Celebrar y vivir la fe

El momento culminante de la visita pastoral es la celebración litúrgica de la fe en la eucaristía que implica a toda la persona. Confesar nuestra fe en el Dios manifestado en Cristo, participar en la mesa de la palabra y de la eucaristía, es siempre una gracia inestimable. En la eucaristía tomamos conciencia de ser Cuerpo de Cristo que vive en gozosa comunión la presencia entre nosotros del Resucitado. Reconocemos a Cristo en la fracción del pan que es la mejor invitación a partir nuestro pan con los demás y darnos a los hermanos como se dio él mismo.
Os invito, por tanto, a celebrar la eucaristía como el momento en que la Iglesia se edifica a sí misma a partir de la entrega sacrificial de Cristo. Es el momento de la unidad en la fe y en el sacramento instituido por Cristo, el momento de poner nuestros bienes en común a favor de los pobres, el momento de la alegría pascual y de la esperanza en la vida eterna. Es el día que hizo el Señor porque, gracias a su resurrección, se nos ha dado acceso a la vida eterna.
Dado que la eucaristía edifica la Iglesia, invito a celebrar en ella el sacramento de la confirmación, que nos une más profundamente a la Iglesia mediante el don del Espíritu. Ningún cristiano debe dejar de recibir este sacramento que pertenece a la iniciación cristiana y nos ayuda a tomar conciencia de nuestra vocación y de la misión que tenemos en la sociedad como testigos del Señor. La confirmación acrecienta además nuestra esperanza al ver que niños, jóvenes o adultos dan el paso a una fe más personalizada y decidida a dar testimonio público de la adhesión a Cristo y a su Iglesia. En estos tiempos en que tantos cristianos abandonan nuestras asambleas y silenciosamente reniegan de la Iglesia —sólo Dios conoce sus verdaderos motivos—, quienes reciben el Espíritu Santo en la confirmación alegran el corazón de la Iglesia y son, si se les acompaña en su itinerario de maduración personal, una esperanza para el futuro. Animo, pues, a quienes aún no están confirmados a que se preparen para este sacramento, llamado también de la fortaleza cristiana, pues nos capacita a vivir en medio del mundo luchando con valentía contra todo lo que se opone al Evangelio de Cristo.

4. Oración por la visita pastoral

Aunque la visita pastoral se realice en dos arciprestazgos, pido a toda la diócesis que la sienta como suya y ore al Señor por sus frutos pastorales. La Iglesia es edificación de Dios y necesita la oración de todo el pueblo cristiano. Pido a las comunidades de vida monástica y a los diversos institutos de vida consagrada que se unan en la oración a este momento de gracia, para que el Señor se acuerde de nosotros y transforme nuestra pobreza en abundancia de dones espirituales. Pidamos sobre todo para que el Señor suscite vocaciones al ministerio sacerdotal y a la vida consagrada en nuestra diócesis, bendiga a las familias fortaleciendo el amor conyugal y filial y proteja de manera especial a quienes se sienten más necesitados en el cuerpo y en el espíritu. Que aumente en las comunidades cristianas el amor a los pobres, ancianos y enfermos de manera que brille el amor de Cristo por sus predilectos. También os pido que oréis por el obispo y los sacerdotes para que no obstaculicemos la acción del Espíritu y para que, a pesar de nuestra fragilidad, seamos signo del Buen Pastor que visita siempre con amor a su pueblo.
Pongamos esta visita pastoral en manos de Nuestra Señora de la Fuencisla, Madre de la Iglesia, y bajo la intercesión de san Frutos, para que el Señor nos conceda lo que más se dirija a su gloria y a la salvación de nuestro pueblo.

Con mi afecto y bendición

+ César Franco,
obispo de Segovia.

No es fácil hablar de la Cuaresma en tiempos en que se ha oscurecido la conciencia del pecado. Esta situación viene de lejos. Ya Pío XII afirmaba que el problema de su tiempo era la pérdida del sentido del pecado. Si la Cuaresma llama a la conversión, y no hay conversión sin aborrecimiento del pecado, ¿cómo podemos vivirla? A lo sumo, el hombre reconoce que tiene fallos, debilidades, incorrecciones en su comportamiento. El pecado es más que eso: es dar la espalda a Dios y a su amor, y, por tanto, dejar de amar al prójimo como a sí mismo. El pecado es un acto deliberado mediante el cual nos oponemos al plan de Dios, a sus mandatos revelados en la alianza y, en último término, al mandamiento del amor dado por Cristo en la última cena. El pecado es una cuestión de relación entre dos personas que están llamadas a amarse: Dios y el hombre, el hombre y su prójimo.
Cuando Dios llama a la conversión, parte siempre del amor que nos tiene: un amor de padre, semejante y superior al de una madre; un amor de amigo y enamorado, de novio y esposo; un amor que ha tenido su expresión más plena en la entrega de Jesucristo en la muerte y resurrección. Si no comprendemos estos presupuestos, jamás entenderemos el pecado como una ruptura de la relación con Dios que nos deja a la intemperie, en la soledad más radical, en la oscuridad de una vida sin amor. Convertirse es retornar al Dios que nos ama y perdona, caer de nuevo en los brazos del Padre pródigo en misericordia. Convertirse es abrirse al perdón de Dios, que desea restablecer la alianza con nosotros. Por eso, debemos sentirnos pecadores y reconocer que nuestro corazón es de piedra y no de carne cuando nos negamos a amar.
La Cuaresma es el tiempo del retorno a Dios. Para facilitarnos la ayuda necesaria, la Iglesia pone ante nuestros ojos a Jesús, el Hombre Nuevo, que nos educa en la lucha contra el pecado haciendo él mismo penitencia durante cuarenta días y cuarenta noches —esa es la primera Cuaresma— por los pecados de la humanidad. En el desierto Jesús nos enseña luchar contra el Maligno, príncipe del pecado y el mentiroso por excelencia. Fijar la mirada en Jesús es fundamental para aprender la lucha espiritual que se desarrolla en el corazón de cada uno.
Las tentaciones que padece Jesús son el paradigma de las nuestras, porque ha querido asemejarse a nosotros para que viéramos en él lo que debemos vivir en nosotros. Un teólogo de nuestro tiempo ha hablado de las «armas escatológicas» que utiliza Jesús para vencer a Satanás. Estas armas nos defienden de las tentaciones básicas del corazón humano: el afán de riquezas (o de poder), la vanagloria (la impostura de la imagen), la soberbia (que pretende hacernos dioses). Las armas para vencer son claras: la pobreza, entendida como libertad ante toda riqueza; no aspirar a glorias humanas; la humildad como adoración de Dios. Jesús vence a Satanás con la palabra de Dios, que es el pan de cada día; vence con el rechazo de todo milagro que le diera la imagen de un mesías-espectáculo —el showman de lo divino— ; y vence postrándose ante su Padre, el único digno de gloria y poder.
Seguir a Jesús es introducirnos en el desierto interior de nuestro corazón donde se dan las luchas importantes contra el pecado. En esta lucha no estamos solos. Nos acompaña Cristo, triunfador sobre el mal, y nos sostiene la iglesia entera con su liturgia, su oración continua, y sus llamadas a la caridad con nuestros hermanos, porque sólo la caridad garantiza que la oración y el ayuno son sinceros. Vivir la Cuaresma significa que el cristiano se reconoce pecador, ciertamente, pero también sabe que la fuerza de Cristo y del Espíritu le acompañan y no le defraudan.

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

 

Como ya es habitual, la Plataforma de Amigos de don Antonio Palenzuela organiza unos
sencillos actos el día 22 de febrero de cada año para mantener vivo el recuerdo del que
fue obispo de Segovia de 1970 a 1995 y que tan honda huella dejó en nuestra diócesis.
En esta ocasión, se cumplían los 50 años de su ordenación episcopal. Por la mañana, se
realizó una ofrenda floral junto a la placa que la ciudad le dedicó en el exterior de la
residencia de las Hermanitas de los Pobres. El breve panegírico compuesto por D. José
María Carlero, estudioso que ha ordenado y clasificado su obra escrita, se centró en la
idea de RE-CORDAR: volver a traer al corazón para actualizar su humildad, empatía,
sabiduría y espiritualidad.

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Por la tarde, la capilla del Santísimo Sacramento acogió una Eucaristía presidida por el
Deán de la Catedral. La palabra clave de su homilía fue LIBERTAD, la que movió siempre
a don Antonio en su pensamiento y en su labor pastoral. Ubi spiritus, ibi libertas fue el
lema de su episcopado. Tras el acto religioso, los Amigos presentaron una nueva edición
del famoso “libro verde” de 1995, una antología de textos del querido obispo con muchas
de sus reflexiones e intuiciones acerca del mundo y la Iglesia que siguen siendo válidas
hoy, 25 años después de su publicación. La jornada terminó con una sentida oración junto
a la tumba que guarda sus restos.

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Un día hermoso. Unas 50 personas fieles a don Antonio Palenzuela, escogidos y
entusiastas, disfrutaron con sencillez de estos actos como una pequeña isla en medio del
ruido de la ciudad, entre el tráfico que incesantemente transita junto a la placa de las
Hermanitas y el carnaval que ya se barrunta en los aledaños de la Plaza Mayor. Hoy y
siempre nos hacen falta estos remansos de serenidad que nos lleven al re-cuerdo, a la
reflexión y a la libertad de pensamiento y acción. El ejemplo de don Antonio Palenzuela
nos puede muy bien guiar por este camino.

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El pueblo de Israel ha tenido siempre una conciencia muy viva de la santidad de Dios. Es el Dios infinitamente santo que ha hecho alianza con su pueblo para hacerle partícipe de su misma santidad. Por eso, la santidad de Dios y la del pueblo judío están estrechamente unidas como aparece claro en la conocida como ley de la santidad judía: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lev 19,2). La razón de la santidad del pueblo radica en que el Dios Creador ha dejado su impronta en la criatura, de modo que ésta debe reflejar la santidad de Dios. Además, al pactar con su pueblo, Dios le pide que viva sus mandamientos como forma concreta de santidad. Se comprende, entonces, que después de enunciar la ley de santidad —«Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo»—, el Levítico enuncie algunos preceptos que se refieren al amor, como expresión de la santidad de Dios.
En el texto del sermón de la montaña Jesús recoge la ley de santidad de Israel, pero se atreve a reformularla con algunos cambios significativos. Dice así: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y manda la lluvia a justos e injustos. Porque, si amáis a los que os aman, ¿qué premio tendréis? ¿No hacen lo mismo también los publicanos? Y, si saludáis solo a vuestros hermanos, ¿qué hacéis de extraordinario? ¿No hacen lo mismo también los gentiles? Por tanto, sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,42-48).
Jesús no dice «vuestro Dios», sino «vuestro Padre celestial». Este cambio revela uno de los rasgos de la enseñanza Jesús: Dios es Padre que nos mira como hijos puesto que nos ha engendrado por el bautismo. Los hijos deben adoptar la conducta del Padre, de manera que no deben contentarse sólo con amar a los hermanos de raza, parientes o cercanos, sino que deben extender su amor a los enemigos y perseguidores, porque el Padre celestial hace salir su sol sobre buenos y malos manda la lluvia sobre justos e injustos.
El segundo cambio que hace Jesús es utilizar la palabra «perfectos» y no «santos». No hay oposición entre ambos términos: la santidad a la que debe aspirar el discípulo de Cristo se concreta en la perfección (o plenitud) del amor, es decir, en imitar al Padre bueno. Esta perfección se expresa, a diferencia de la ley mosaica, en el amor a quienes nos persiguen o tenemos por enemigos. La plenitud de la ley consiste en el amor. Por eso, Jesús exhorta a vivir una justicia mayor que la de los escribas y fariseos, es decir, a superar interpretaciones restrictivas del amor al prójimo reflejadas de modo expresivo en el «ojo por ojo, diente por diente». La perfección de la que habla Jesús no tiene fronteras: supone el cumplimiento íntegro de la Ley, cuyo origen es Dios, el Padre celestial, que nos urge a imitarle en todo. En definitiva, se trata de amar como Dios ama.
Seguramente alguien se preguntará si es posible amar como Dios. Quizás el texto de Mateo induce a confusión, pues dice que seamos perfectos como nuestro Padre celestial. La partícula griega que se traduce por «como» puede tener el significado de «porque», como en la ley de santidad judía. Se invita, pues, a los discípulos de Cristo que sean perfectos «porque» su Padre lo es, aunque no lleguen nunca a imitarle plenamente. No debemos olvidar, además, que Dios es quien infunde su amor en nuestros corazones mediante el Espíritu recibido en el bautismo. Si lo acogemos de verdad, amaremos como Dios ama.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

Queridos hermanos sacerdotes:

En varias reuniones del Consejo presbiteral hemos reflexionado sobre la situación de la diócesis en relación al ejercicio de nuestro ministerio sacerdotal. El día 14 de junio de 2019, los arciprestes intervinieron en el Consejo presbiteral para hacer una valoración de la situación de la diócesis hacia una asamblea presbiteral. Cada arcipreste describió las fortalezas y debilidades de su propio arciprestazgo para ofrecer una visión del conjunto de la diócesis. En el Consejo presbiteral siguiente (15-XI-2019) se hizo una síntesis de la reflexión del Consejo anterior con el fin de caminar hacia una asamblea presbiteral que nos ayude a renovarnos y crecer en la vivencia de nuestro ministerio. En dicho Consejo, partiendo de los datos aportados en el anterior, se reflexionó sobre cómo trabajar en dicha asamblea teniendo en cuenta los diversos aspectos de nuestro ministerio: humano, espiritual, pastoral e intelectual. También se preguntó a los consejeros sobre las cuestiones prácticas referidas al modo de realizar la asamblea (objetivos, metodología, tiempos, etc.).

Con todos estos datos, el Consejo de gobierno de la diócesis consideró conveniente que, al tratarse de una asamblea presbiteral, se debía crear una comisión que, a la luz de las anteriores reflexiones, se encargara de preparar la asamblea, que tendrá lugar los días 9 y 10 de noviembre del presente año. Los miembros de esta comisión fueron elegidos en el Consejo presbiteral extraordinario del pasado 20 de enero, según el siguiente criterio de elección: dos arciprestes, dos sacerdotes miembros del Consejo presbiteral y dos sacerdotes que no fueran miembros de dicho Consejo. Los miembros elegidos de esta comisión, que estará moderada por el Sr. Vicario del Clero, son los siguientes:

1) Arciprestes:
Don Jesús Francisco Riaza Cabezudo
Don Fernando Mateo González
2) Sacerdotes miembros del Consejo presbiteral:
Don José María López López
Don José Antonio García Ramírez
3) Sacerdotes que no son miembros del Consejo presbiteral:
Don Enrique de la Puerta Soriano
Don Santos Monjas Aguado.

A esta comisión le corresponde, en primer lugar, elaborar con los datos recibidos de los anteriores Consejos un documento de reflexión que debe ser estudiado personalmente por cada sacerdote con el fin de llevarlo después al arciprestazgo y enriquecerlo con las aportaciones convenientes. Posteriormente, la comisión redactará, con las reflexiones de los arciprestazgos, el documento que servirá, previa la aprobación del obispo, como texto base para la asamblea presbiteral.

La necesidad de la asamblea ha sido planteada con el fin de iluminar los problemas de nuestro presbiterio. La situación humano-espiritual y la edad avanzada del clero, la incorporación de sacerdotes extranjeros —bien en servicio pastoral o bien para realizar estudios— la escasez de vocaciones, la importancia de formar laicos para tareas pastorales, y otro tipo de retos, que plantea la disminución de los habitantes y el envejecimiento de la población, requieren de nosotros, como pastores, pedir luz al Señor y buscar caminos de cara al futuro. Por ello, esta asamblea debe ser asumida por todos los sacerdotes con cargo pastoral como prioritaria frente a cualquier otra tarea pastoral, salvo los casos extraordinarios de urgencia. Como ya he dicho, durará dos días, y la comisión establecerá el lugar de reunión, el horario, y el procedimiento a seguir. Será una ocasión, no sólo para la reflexión, sino para la oración en común y la convivencia fraterna.

Como es sabido, la Iglesia no se gobierna de modo asambleario, por lo que la asamblea no tiene capacidad para legislar. Pero buscar el consenso de los presbíteros sobre los temas que afectan al gobierno de la diócesis es una forma de sinodalidad para ayudar al obispo a tomar las decisiones que considere necesarias para el bien de la diócesis.

Convoco, pues, a todos los sacerdotes con cargo pastoral y os invito, por tanto, a que ya desde ahora valoremos la importancia de este encuentro y pongamos todos nuestros talentos al servicio de esta llamada del Señor a vivir la fraternidad y la corresponsabilidad sacerdotal, cada uno teniendo en cuenta el servicio que presta a la diócesis. Para ello es fundamental reconocer:

1) Que la primera actitud que debemos fomentar y pedir al Espíritu Santo es la conversión a Cristo, que nos ha llamado, ungido y enviado para evangelizar, sanar los corazones y santificar con la gracia del ministerio recibido. Sin la relación estrecha, permanente y sincera con Cristo no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Es necesario que cada uno se examine ante el Señor sobre los compromisos asumidos en la ordenación.
2) Que la sacramentalidad del orden sacerdotal nos une con un vínculo que arranca de la persona de Cristo y nos capacita para vivir su mismo sacerdocio en lo que toca a Dios y al pueblo que se nos ha encomendado. Este vínculo hace que nos miremos como hermanos al servicio de una misma misión. La fraternidad sacerdotal nace del sacramento recibido (cf. PO 8: «fraternidad sacramental»).
3) Que el sacerdocio nos capacita para vivir la preocupación por todas las Iglesias, de manera que, aunque pertenecemos a una diócesis concreta, no debemos olvidar nunca que estamos al servicio de la Iglesia universal que nos abre al don de la catolicidad (cf. PO 10; PDV 32).
4) Que el servicio a la comunión eclesial nos exige vivir con fidelidad a la Tradición que se remonta al Señor y que interpreta y explicita el Magisterio de la Iglesia, y, al mismo tiempo, mostrarnos disponibles para realizar nuestro ministerio donde la Iglesia lo requiera.
5) Que debemos vivir atentos a las necesidades de nuestro pueblo, conociendo su peculiaridad humana, cultural y religiosa, para lo cual es preciso vivir entre los hombres, conocer sus problemas —materiales y espirituales— para que el anuncio del evangelio vaya acompañado con el testimonio de nuestra vida.

Estas actitudes, que pido al Señor para mí mismo, no agotan en absoluto las que dimanan del Evangelio y de la gracia de nuestra ordenación, pero pueden ser una pauta para participar en la reflexión sobre la asamblea de modo que podamos aportar lo mejor de nosotros mismos si realmente nos hemos puesto bajo la acción del Espíritu Santo.

Es al Espíritu al que suplicamos que nos guíe con su dones en la edificación de la Iglesia y nos haga disponibles a su acción. Oremos también a la Virgen, Nuestra Señora de la Fuencisla, para que, como ella, vivamos obedientes a la Palabra y a la fe, y animosos en la esperanza y en la caridad para llevar a los hombres de nuestro tiempo la salvación de Cristo.

Con mi afecto en el Señor y mi bendición,
En Segovia, a 2 de Febrero de 2020, fiesta de la Presentación de Jesús en el templo.

 

 

+ César A. Franco Martínez
Obispo de Segovia.

En muchas ocasiones, los críticos del cristianismo afirman que Jesús nunca
se designo a sí mismo como Dios. Deducen de aquí que la confesión cristiana sobre
Jesús como Hijo de Dios es un invento de la Iglesia que lo ha divinizado. La fe de la
Iglesia —y Jesús— sería simplemente un mito.
Es cierto que Jesús nunca dijo abiertamente de sí mismo que era Dios, pero
lo dijo claramente mediante afirmaciones que cualquier judío formado en la
tradición de las Escrituras podía entender. De ahí que, ante el tribunal judío que le
condena por blasfemo, se le acusa de haberse proclamado Dios.
Sabedor de que el pueblo judío tenía un respeto sagrado por el nombre de
Dios, que revelaba su esencia, Jesús recurrió a formas de expresarse que,
respetando la trascendencia divina, indicaran la conciencia que tenía de sí mismo
como Hijo de Dios. Pongamos un ejemplo: la institución más importante del
judaísmo era el sábado, que se celebraba como evocación del descanso de Dios al
terminar la creación. Violar el sábado era un grave pecado. Cuando Jesús hace
curaciones en sábado o permite a sus discípulos que arranquen espigas del
sembrado para comer algo, se le acusa que quebrantar el sábado y de permitir que
se trabaje en el día del descanso. Jesús se defiende diciendo que «el Hijo del
hombre es señor del sábado» (Mt 12,8). Afirmar esto suponía ponerse en el lugar
de Dios, pues por encima del sábado, según la tradición judía, sólo estaba Dios. Lo
mismo podemos decir del templo, lugar de la presencia de Dios. Jesús se sitúa por
encima del templo, no sólo al purificarlo sino al profetizar su ruina anunciando al
mismo tiempo que lo podía reconstruir en tres días en clara alusión a su
resurrección.
Hay, sin embargo, un discurso, del que leemos este domingo un pequeño
pasaje, donde Jesús afirma con toda claridad que se sitúa en el mismo rango de
Dios. Me refiero al sermón de la montaña, donde, como señalan muchos
estudiosos, Jesús es presentado como el nuevo Moisés que proclama la nueva ley.
Que Jesús enseñe su doctrina no es en sí mismo blasfemo, pero que Jesús se atreva
a corregir la ley de Moisés, que el mismo Dios le había entregado, supone un
atentado contra la autoridad divina. La contraposición sobre la que Jesús edifica su
sermón —«habéis oído que se os dijo, pero yo os digo»— manifiesta que se siente
con la misma autoridad del Dios del Antiguo Testamento —su Padre— para
completar la revelación y superarla mediante una nueva justicia y santidad. Detrás
de la pasiva divina—«se os dijo»— se esconde Dios; y al afirmar Jesús «pero yo os
digo», evoca al Dios que dijo a Moisés sus diez palabras o mandamientos. Dios
habla por Jesús revelándose como la Palabra autorizada capaz de llevar a plenitud
la Ley. Como dice J. Ratzinger-Benedicto XVI, en su libro Jesús de Nazaret , «el Yo de
Jesús destaca de un modo como ningún maestro de la Ley se lo puede permitir».
Sin decirlo expresamente, Jesús revela su conciencia más íntima y deja claro a sus
discípulos que si «vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y los fariseos,
no entraréis en el reino de los cielos» (Mt 6,20). La «justicia mayor» a que se refiere
Jesús es la que él propone para vivir conforme a la voluntad de Dios. Moisés había
señalado el camino de los diez mandamientos. En el sermón de la montaña, Jesús
recoge los diez mandamientos y les da su plenitud mediante sus propias
aportaciones. Si, como él dice, sólo quien practique esta «justicia mayor» entrará en
el reino de los cielos, es evidente que quien la propone es el único capaz de abrir y​
cerrar la puerta del Reino: Dios mismo. Se explica así que el judaísmo oficial
acusara de blasfemia a quien se atribuía la autoridad divina.

 


+ César Franco
Obispo de Segovia

Lunes, 17 Febrero 2020 12:43

Revista Diocesana. Febrero 2020

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