Secretariado de Medios

Secretariado de Medios

Los que llevamos mucho tiempo en la Iglesia pensamos que nuestros derechos de ciudadanía nos permiten juzgar el comportamiento de Dios. Creemos conocer bien sus intenciones, planes y modos de actuar. Incluso nos atrevemos a decirle a la cara lo que debe o no debe hacer. Como si fuéramos sus consejeros. Al final del libro de Job, cuando éste pierde la paciencia y se atreve a pedir cuentas a Dios influido por quienes se consideran sus amigos, Dios se muestra con toda su fuerza y sabiduría —bajo la imagen de la tormenta— para pedir cuentas a Job, que se ha atrevido a emplazar a Dios a un diálogo sobre su modo de proceder. «El que critica a Dios, que responda … si eres hombre, cíñete los lomos, voy a interrogarte y tú me instruirás», dice Dios a Job en una de sus firmes interpelaciones.

En el Evangelio de este domingo, la parábola de Jesús sobre los jornaleros que son enviados a trabajar en la viña, aparece también la figura de los «censores» de Dios. El propietario de la viña —imagen de Dios— tiene un comportamiento criticable según los que llevan trabajando desde el amanecer. Al final del día, cuando llega el momento de recibir el jornal, paga lo mismo a ellos que a los que fueron reclutados al atardecer y sólo han trabajado una hora. Esta injusticia es inadmisible, piensan ellos protestando contra el amo. No es lo mismo haber aguantado el peso del día y el bochorno que haber dedicado sólo una hora cuando ha cesado el calor.

La respuesta del amo —es decir, de Dios— no se hace esperar: «Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? Así, los últimos serán primeros y los primeros, últimos» (Mt 20,1-16). En estas palabras, Jesús deja claro que Dios no es injusto cuando actúa con soberana libertad en sus asuntos. Dios puede ser desconcertante, imprevisible, pero no injusto. ¿Quién conoce sus planes para poder acusarlo? ¿O dónde estaba el hombre —dice el libro de Job— cuando cimentó la tierra?

Lo más llamativo de las palabras de Jesús son las que se refieren al fundamento de la crítica de quienes se atreven a juzgar a Dios: «¿O vas a tener tu envidia porque yo soy bueno?». El hombre —viene a decir Jesús en su parábola— sólo puede entender a Dios haciéndose bueno, ajustándose a la bondad de Dios, que es su esencia. Lo que nos impide entender a Dios son nuestras propias pasiones desordenadas que tendemos a proyectar sobre Dios para pedirle, en realidad, que actúe como nosotros. Es el Dios a la medida del hombre.

Es fácil escuchar o leer juicios sobre cómo actuaría uno si fuera Dios. Pretender ocupar el lugar de Dios es la tentación original del hombre, como narra el Génesis. Pero ya sabemos el fracaso al que conduce tal pretensión. Decía un maestro de vida espiritual que en el día del juicio prefería ser juzgado por Dios antes que por su propia madre. En la parábola de hoy, el juicio sucede al final del día, cuando los últimos son considerados como primeros, sin que ello signifique injusticia para los que llegaron a primera hora. También a estos se les paga lo prometido. Posiblemente para entender a Dios hay que situarse entre los últimos, los que más gratuitamente reciben su salario, los que se asombran ante la magnanimidad de un Dios que actúa con libertad en sus negocios, movido sólo por su amor. ¿Tendremos entonces envidia de Dios? ¿O es que nos creemos más deudores de su amor porque nos llamó a trabajar a su viña al amanecer? ¿No es suficiente recompensa haber soportado el peso del día y el bochorno trabajando para él?

 

+ César Franco
Obispo de Segovia

 

Queridos diocesanos:

Al comenzar este curso pastoral, me dirijo a vosotros como de costumbre con estas palabras de san Pablo a los cristianos de Corinto que resumen las actitudes básicas de la vida cristiana en toda circunstancia: «Vigilad, estad firmes en la fe, sed fuertes, tened ánimo; todas vuestras obras hacedlas en la caridad» (1 Cor 16, 13-14). El apóstol exhorta a su comunidad, que ha dado testimonio de Cristo (cfr. 1 Cor 1,5), para que se mantenga irreprochable hasta la venida del Señor (cfr. 1 Cor 1,8).

Las cinco actitudes propuestas por san Pablo son muy adecuadas para el tiempo difícil que vivimos. En el sondeo que se ha realizado desde la Vicaría de pastoral sobre cómo hemos vivido —y seguimos viviendo— durante la pandemia, se recogen actitudes negativas contra las que tenemos que luchar: inseguridad, temor, falta de esperanza, desconcierto, miedo al futuro. Hemos experimentado que somos vulnerables en el cuerpo y en el espíritu. La fragilidad del hombre, que quizás habíamos olvidado o ante la que nos creíamos inmunes, se ha hecho palpable. Junto a ello, también este tiempo ha sido oportuno para manifestar todo lo positivo que hay en nosotros: solidaridad, comprensión, aceptación de la realidad, paz, confianza, servicio, caridad. Alguien ha dicho que este tiempo ha sido un kairós, es decir, un momento de gracia, que se ha hecho patente en medio de las dificultades, del sufrimiento, e incluso de la muerte. Con san Pablo, también yo quiero decir acerca de vosotros: «Doy continuamente gracias a mi Dios por vosotros, a causa de la gracia de Dios que os ha sido concedida en Cristo Jesús, porque en él fuisteis enriquecidos en todo: en toda palabra y en toda ciencia, de modo que el testimonio de Cristo se ha confirmado en vosotros, y así no os falta ningún don» (1 Cor 1,4-7).

Me pregunto y os pregunto: ¿Somos conscientes, en verdad, de que no nos falta ningún don? En muchas ocasiones, las tribulaciones, las penas, la dureza de la vida ponen a prueba nuestra fe y nos sentimos desamparados, sin encontrar salida a nuestros problemas, olvidando que no nos falta ningún don para vivir en cualquier circunstancia. Por eso, de cara a este curso que comenzamos y que nos exige una cierta planificación pastoral, quiero insistir en las actitudes que nos propone el apóstol en su exhortación a los corintios. He escogido este texto porque, al leer vuestras aportaciones, he encontrado afinidad entre las lecciones que hemos aprendido durante la pandemia y las propuestas del apóstol a su comunidad.

1. Firmeza en la fe. En primer lugar, quiero subrayar la necesidad de ir a lo esencial. ¿Qué es lo esencial? ¿Cuál es el núcleo sin el que todo lo demás se reduce a cáscara? Lo habéis definido como la fe en Dios, la oración, la confianza en su providencia, la certeza de que Dios no abandona nunca a su pueblo. Jesús se refiere a lo esencial de la vida cuando dice: «Buscad sobre todo el Reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura. Por tanto, no os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le basta su contrariedad» (Mt 6,33-34). Esta actitud es el fundamento de las demás. Se trata de permanecer «firmes en la fe», es decir, enraizados en Dios, con la certeza de su amor infinito. Jesús reprocha en ocasiones a sus discípulos la debilidad de su fe, les llama «hombres de poca fe», incapaces de llevar a sus últimas consecuencias el significado de creer. La fe engendra confianza, estabilidad, esperanza de cara al futuro, alegría serena incluso en la adversidad.

Entre las cosas esenciales que hemos descubierto está, además, la importancia de la solidaridad y fraternidad, que empieza en la misma familia. Durante este tiempo, la familia se ha manifestado como la iglesia doméstica que debemos proteger y cuidar con todo empeño. Llevamos años insistiendo en la importancia de la familia en el Plan diocesano de pastoral. Las circunstancias nos han dado la razón, pues, gracias a ella, hemos podido vivir acompañados, aliviando la soledad. La familia se ha convertido, además, en el lugar primario de la fe, de la catequesis y de las celebraciones que no hemos podido realizar en los templos, pero hemos seguido desde nuestras casas gracias a los medios telemáticos. Por ello, es esencial la pastoral familiar y la atención a quienes, por circunstancias muy diversas, carecen del afecto familiar o de una familia.

Esencial es también vivir la pertenencia a la Iglesia, desde la perspectiva familiar, buscando caminar juntos, en sinodalidad fraterna, pues somos la «familia de Dios». Esto se hace especialmente patente en la liturgia donde la asamblea convocada por la Palabra de Dios celebra los misterios de la fe que nos ofrecen la salvación de Cristo. ¡Cuánto hemos echado en falta no poder celebrar estos misterios, especialmente cuando algún ser querido ha partido de este mundo en dramática soledad! Si hemos experimentado esta carencia de la liturgia, significa que la valoramos como esencial, porque la fe conforma nuestra vida realmente y sin ella nos sentidos huérfanos. Por ello, aun con las medidas sanitarias necesarias, se impone el cuidado de nuestras celebraciones litúrgicas como lugares donde, en comunión con toda la Iglesia, la fe se fortalece, la esperanza se alienta, y la caridad se vivifica.

En esta misma dirección habéis señalado lo esencial de vivir la corresponsabilidad entre sacerdotes y laicos en las comunidades parroquiales, arciprestazgos y a nivel diocesano, sirviéndonos, entre otros cauces, de los consejos parroquiales que nos defienden del individualismo, del clericalismo y del aislamiento. Trabajar en común, fortaleciendo los equipos existentes —o creando otros nuevos— enriquece a la Iglesia y nos ayuda a descubrir que la vocación cristiana no se vive en soledad. Un cristiano solo no es un cristiano, decía un escritor eclesiástico. La constante llamada del Papa Francisco a vivir en la Iglesia la sinodalidad debe traducirse en actitudes concretas de diálogo, acompañamiento y aceptación de los demás con sus riquezas y pobrezas. En la Iglesia nadie se basta a sí mismo, todos necesitamos a los demás en la comunión del único Cuerpo de Cristo.

2. Vigilancia, ánimo y fortaleza. San Pablo exhorta a la vigilancia, actitud propia del cristiano, en razón de su debilidad y de la espera del Señor. En la oración angustiada de Jesús en Getsemaní, recomendó a los apóstoles que no se dejaran vencer por el sueño: «Vigilad y orad para que no caer en tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41). Aunque Jesús distingue entre el espíritu y la carne, es evidente que ambos se interrelacionan. La fragilidad de la carne repercute en nuestro espíritu; y la debilidad del espíritu acrecienta la flaqueza de la carne, entendida ésta no sólo en el sentido material. Decir que el hombre es «carne» es decir que es débil y frágil en su unidad de alma y cuerpo. Necesitamos fortalecer el espíritu para que todo nuestro ser sea consistente. También de esto hemos tenido experiencia durante la pandemia. Hemos constatado la fortaleza espiritual de muchas personas aparentemente frágiles y débiles, que han sido capaces de afrontar el sufrimiento y el dolor con más grandeza de ánimo que otras aparente o físicamente más fuertes. Por ello, san Pablo, junto a la vigilancia, exhorta a ser fuertes y a tener ánimo.

Estas actitudes no se improvisan. Exigen el trabajo diario de la virtud que, con la perseverancia, se convierte en hábito. Por eso, Jesús une la vigilancia a la oración, sin la que es imposible progresar en la madurez del espíritu. Frente a las adversidades, dificultades de la vida, el hombre verdaderamente espiritual no se arredra ni se intimida ni acobarda. Meditemos, por ejemplo, en el magnífico de texto de 2 Cor 4,7-10. Nuestra fortaleza es el Señor, como rezamos en los salmos.

No sabemos aun lo que nos deparará este próximo curso, ni los planes que podremos realizar o no. Por eso, hemos querido prorrogar el plan vigente del curso pasado, interrumpido por la pandemia. Esta prórroga no significa que no podamos añadir a lo ya programado las sugerencias que los distintos arciprestazgos consideren necesarias, según su propia realidad pastoral. La planificación pastoral, sin embargo, no es la meta de nuestra vida cristiana. Nuestra vida vale más que nuestros planes. Por ello, apelamos a lo esencial de la vida cristiana: siempre debemos vivir vigilantes, es decir, atentos a lo que el Señor nos pide en cada momento.

Vigilancia y fortaleza son necesarias también para cumplir con responsabilidad social nuestras obligaciones ciudadanas en lo que respecta a la salud propia y ajena que no podemos poner en peligro como por desgracia se hace en ocasiones. La salud es un don de Dios, que debemos cuidar y proteger. En este sentido, en nuestros templos, lugares de reunión y convivencia debemos esmerarnos en respetar las medidas sanitarias que determinen las autoridades competentes.

La vigilancia es necesaria, además, porque esperamos al Señor y este mundo no es nuestra morada definitiva. Quizás sea este un aspecto que hemos aprendido de la pandemia. No disponemos de la vida a nuestra voluntad. La muerte nos acompaña desde que nacemos, pero olvidamos esta realidad hasta que nos abofetea de manera inesperada y cruel. Tampoco el cristiano se arredra ante la muerte, porque el Señor la ha vencido de modo definitivo. Pero es de sabios no olvidarla como si nunca fuera a llamar a nuestra puerta. El día y la hora son inciertos —dice el Señor—, por lo que debemos estar preparados para comparecer en su presencia y dar cuenta de nuestros actos. ¿No es eso lo que queremos decir en la eucaristía cuando proclamamos solemnemente: «¿Ven, Señor Jesús»? La pregunta es muy sencilla: ¿Esperamos realmente al Señor? ¿Vivimos en coherencia con esa espera?

También aquí debemos caminar con esperanza porque el Señor marcha junto a nosotros. Como hizo con los de Emaús, nos explica la vida desde las Escrituras y, al caer la tarde, permanece a nuestro lado para celebrar su presencia en la fracción del pan. Esto significa que cada día termina con una mirada hacia la consumación última, de manera que la noche no nos introduce en las tinieblas, sino que nos abre el horizonte de la luz. Somos verdaderamente privilegiados.

3. Todas vuestras obras hacedlas en la caridad. San Pablo termina su exhortación con una llamada a la caridad que conforma toda la vida del cristiano. La caridad no es una virtud más, sino la que permanecerá más allá de la muerte porque Dios es amor y el amor no termina. El apóstol no nos dice que practiquemos la caridad, sino que hagamos todas las obras en la caridad, de manera que estén impregnadas y consolidadas por ella: nuestros deseos, palabras y actos deben nacer y tender hacia la caridad que nos permite permanecer estables en Dios. «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16). Una comunidad cristiana se mide por el amor que da sentido y unidad a todo lo que hace. Os exhorto, pues, a seguir esta recomendación del apóstol para que no perdamos de vista el origen y término de nuestra existencia: Dios mismo, que es amor. Cuidemos de modo especial las relaciones personales, entre los presbíteros, religiosos y laicos. Huyamos de toda murmuración y crítica. Releguemos todo afán de protagonismo y consideremos a los demás superiores a nosotros mismos. Llevemos con humildad los defectos de los demás y los nuestros propios y consideremos que el servicio a los demás es nuestra alegría.

Dicho esto, la caridad se expresa en actos concretos de atención y cuidado de los más necesitados en el cuerpo y en el espíritu. Este tiempo nos exige acompañar a quienes viven en soledad, a los enfermos y decaídos, a quienes viven con temor su situación personal. Expresemos con nuestros actos que la iglesia es madre y cuida de todos sus hijos sin excepción. Por eso, luchemos contra la acepción de personas y, si hemos de tener alguna preferencia, que sea la de los pobres y necesitados. Sabemos que la crisis económica será larga, y que muchos la padecerán gravemente. La Iglesia diocesana, desde Cáritas y otras instituciones, debe atender, como viene haciendo, a estas necesidades, que son prioritarias en toda comunidad cristiana, pues, como dijo Jesús, a los pobres siempre los tendremos con nosotros (cf. Jn 12,8). Animo a fortalecer los equipos de Cáritas de modo que ninguna parroquia, por pequeña que sea, carezca de personas que trabajen unidas en esta tarea. Y como la caridad impregna toda la vida del cristiano, invito a que en todas las demás acciones de la Iglesia se haga patente de modo singular que amar a Dios y al prójimo resumen toda la ley y los profetas.

Deseo también alentar a los sacerdotes a ejercer su ministerio con plena dedicación al encargo recibido del Señor: cuidar de su pueblo con el mismo amor que él lo hace. Agradezco, especialmente a los de más edad, el ejemplo de servicio y entrega que han dado en este tiempo en el que se han mostrado disponibles para acompañar a sus comunidades en las necesidades concretas. Os animo, hermanos, a vivir los dos aspectos que definen el ministerio de Cristo y, por tanto, el nuestro: evangelizar y sanar. Son dos aspectos muy unidos entre sí. La palabra de Dios siempre sana; y sanar con los sacramentos es evangelizar con la autoridad de Cristo. Os animo también a fomentar las vocaciones al ministerio sacerdotal, como llevamos trabajando en el plan diocesano de pastoral. En este tiempo hemos visto la necesidad que el pueblo tiene de sentir cercano al sacerdote, de recibir la gracia del perdón y el don de la eucaristía. Anunciemos con alegría a niños y jóvenes que el Señor sigue llamando y que nada hay en la vida más hermoso que hacer presente a Cristo entre los hombres. El seminario es responsabilidad de toda la diócesis, no sólo del obispo y de los sacerdotes. Entre todos debemos cuidarlo y potenciarlo. Las familias cristianas, en la educación de sus hijos, deben hablarles de la posibilidad de entregarse a Dios en las diversas vocaciones existentes en la iglesia, no sólo en el matrimonio, sino en el ministerio sacerdotal y en la vida consagrada. No olvidemos que el futuro de nuestra diócesis depende en gran medida de los sacerdotes que el Señor quiera concedernos. Pidamos, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies.

Quiero, por último, agradecer a todos los diocesanos el testimonio que durante este tiempo difícil han dado para que la Iglesia de Segovia fuese un signo del amor de Dios que acompaña a su pueblo. A las comunidades de vida contemplativa, les agradezco su constante oración por el fin de la pandemia y les ruego que encomienden al Señor nuestros planes pastorales al servicio de la evangelización.

Pongamos este curso pastoral bajo la protección especial de la Virgen de la Fuencisla y de san Frutos, para que, bajo la guía el Espíritu, la Iglesia de Segovia produzca muchos frutos de santidad, verdadera comunión y caridad.

Con mi afecto y bendición.

+ César A. Franco Martínez
Obispo de Segovia.

 

 

 

 

 

 

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No hay enfermos “incuidables”, aunque sean incurables

Reflexión a propósito de la tramitación de la ley sobre la eutanasia

El Congreso de los Diputados ha decidido seguir adelante con la tramitación de la Ley Orgánica de regulación de la eutanasia. Es una mala noticia, pues la vida humana no es un bien a disposición de nadie.

La Conferencia Episcopal Española ha reflexionado repetidas veces sobre este grave asunto que pone en cuestión la dignidad de la vida humana. El último texto fue publicado el pasado 1 de noviembre de 2019 bajo el título “Sembradores de esperanza. Acoger, proteger y acompañar en la etapa final de la vida humana” y en él se examinan los argumentos de quienes desean favorecer la eutanasia y el suicidio asistido, poniendo en evidencia su inconsistencia al partir de premisas ideológicas más que de la realidad de los enfermos en situación terminal. Invitamos encarecidamente a la comunidad cristiana a su lectura y al resto de nuestros conciudadanos a acoger sin prejuicios las reflexiones que en este texto se proponen.

Insistir en “el derecho eutanasia” es propio de una visión individualista y reduccionista del ser humano y de una libertad desvinculada de la responsabilidad. Se afirma una radical autonomía individual y, al mismo tiempo, se reclama una intervención “compasiva” de la sociedad a través de la medicina, originándose una incoherencia antropológica. Por un lado, se niega la dimensión social del ser humano, “diciendo mi vida es mía y sólo mía y me la puedo quitar” y, por otro lado, se pide que sea otro –la sociedad organizada– quien legitime la decisión o la sustituya y elimine el sufrimiento o el sinsentido, eliminando la vida.

La epidemia que seguimos padeciendo nos ha hecho caer en la cuenta de que somos responsables unos de otros y ha relativizado las propuestas de autonomía individualista. La muerte en soledad de tantos enfermos y la situación de las personas mayores nos interpelan. Todos hemos elogiado a la profesión médica que, desde el juramento hipocrático hasta hoy, se compromete en el cuidado y defensa de la vida humana. La sociedad española ha aplaudido su dedicación y ha pedido un apoyo mayor a nuestro sistema de salud para intensificar los cuidados y “no dejar a nadie atrás”.

El suicidio, creciente entre nosotros, también reclama una reflexión y prácticas sociales y sanitarias de prevención y cuidado oportuno. La legalización de formas de suicidio asistido no ayudará a la hora de insistir a quienes están tentados por el suicidio que la muerte no es la salida adecuada. La ley, que tiene una función de propuesta general de criterios éticos, no puede proponer la muerte como solución a los problemas.

Lo propio de la medicina es curar, pero también cuidar, aliviar y consolar sobre todo al final de esta vida. La medicina paliativa se propone humanizar el proceso de la muerte y acompañar hasta el final. No hay enfermos “incuidables”, aunque sean incurables. Abogamos, pues, por una adecuada legislación de los cuidados paliativos que responda a las necesidades actuales que no están plenamente atendidas. La fragilidad que estamos experimentando durante este tiempo constituye una oportunidad para reflexionar sobre el significado de la vida, el cuidado fraterno y el sentido del sufrimiento y de la muerte.

Una sociedad no puede pensar en la eliminación total del sufrimiento y, cuando no lo consigue, proponer salir del escenario de la vida; por el contrario, ha de acompañar, paliar y ayudar a vivir ese sufrimiento. No se entiende la propuesta de una ley para poner en manos de otros, especialmente de los médicos, el poder quitar la vida de los enfermos.

El sí a la dignidad de la persona, más aún en sus momentos de mayor indefensión y fragilidad, nos obliga a oponernos a esta esta ley que, en nombre de una presunta muerte digna, niega en su raíz la dignidad de toda vida humana.

 

Fuente: Conferencia Episcopal Española

fuencisla

La Junta de la Cofradía de Nuestra Señora de la Fuencisla informa que debido a las circunstancias motivadas por la pandemia todos los actos que tradicionalmente se celebraban en la vía pública quedan suspendidos; por lo cual, la Imagen de la Virgen subirá a la Catedral en un vehículo particular, y la recepción de la misma por las autoridades religiosas, civiles y militares tendrá lugar en el interior de la Catedral a las 20.30 horas de este próximo jueves día 17 de septiembre.

Atendiendo al cumplimiento de las normas establecidas por las autoridades políticas y sanitarias, en aras de evitar la propagación de nuevos brotes de coronavirus, el acceso al interior del templo estará muy limitado, pues solo se permitirá que las personas que acudan estén sentadas y una vez que las sillas estén ocupadas se impedirá el acceso a la Catedral. Además, en el interior de la seo y con el fin de que las sillas que se coloquen cumplan con el distanciamiento requerido, se instalaran un total de ocho pantallas gigantes de televisión para que se puedan ver los actos desde cualquier lugar del templo.

Asimismo, y para todas aquellas personas que no puedan acudir a la Catedral, o no puedan entrar en la misma, todo el acto se televisara a partir de las 21.30 horas a través del canal La8 de televisión Castilla y León. Igualmente, todos los días a las 21.30 horas horas se televisará el Novenario; y la despedida de la imagen que tendrá lugar en el interior de la Catedral se retransmitirá en directo a partir de las 17.00 horas del día 27 por el mismo canal de televisión.

Por último, desde la cofradía solicitan a todo el público en general un acto de responsabilidad para que cumplan en todos momento las medidas sanitarias impuestas, así como las instrucciones que les vayan dando los colaboradores en el interior del templo. De igual modo, sería aconsejable para todas aquellas personas que forman parte de grupos de alto riesgo, procurar ver los actos a través de televisión desde sus domicilios.

La Junta Directiva de la Cofradía de Nuestra Señora de la Fuencisla agradece de antemano la colaboración de todos ustedes.

PUEDE CONSULTAR Y DESCARGAR EL PROGRAMA COMPLETO DEL NOVENARIO AQUÍ

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AQUÍ PUEDES LEER Y DESCARGAR LAS BASES DEL PRIMER CONCURSO DE FOTOGRAFÍA «TIEMPO DE LA CREACIÓN»

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El día 14 de septiembre la Iglesia celebra la Exaltación de la Santa Cruz. Esta fiesta se viene celebrando desde el siglo IV. En el año 335, se consagró la iglesia del santo sepulcro de Jerusalén, muy vinculada a la cruz de Cristo, porque el lugar donde fue crucificado Jesús, el monte Gólgota, se encuentra dentro de la iglesia del santo sepulcro. Allí se encuentra también, integrada en la actual basílica, una gran cueva donde, según una venerable tradición, se arrojaban las cruces de los ajusticiados. Santa Elena, madre del emperador Constantino, ordenó excavar en ese lugar y encontró las reliquias de la cruz del Cristo y el título de la cruz con la inscripción en hebreo, griego y latín de las palabras «Jesús Nazareno, rey de los judíos». El de 3 de mayo se celebra la invención de la santa Cruz por santa Elena.

Para comprender cómo un instrumento de tortura cruel como era la cruz se celebra litúrgicamente como «Exaltación de la Santa Cruz», hay que tener en cuenta que Cristo murió crucificado y que la cruz en la que murió se ha convertido en el «trono» de su realeza. La cruz, por tanto, que por sí misma era aborrecible, se convierte en el lugar e instrumento donde Cristo realiza la salvación. Por eso, la cruz es «sabiduría» de Dios, porque la muerte de Cristo en ella es la verificación más grande del amor de Dios por la humanidad al permitir que su Hijo muriera en ella. De ahí, que la Iglesia dedique la fiesta de la «Exaltación de la Santa Cruz» para exaltar, sobre todo, el amor de Cristo que, como dice Pablo, nos amó y se entregó por nosotros.

Cuando Jesús anuncia su muerte utiliza imágenes que hacen referencia al modo como iba a morir. En el Evangelio de Juan, Jesús dice: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». (Jn 12,32-33). La imagen de ser elevado hace alusión a la cruz que se levanta sobre la tierra. También Jesús, aludiendo al gesto de Moisés, que colocó en un estandarte una serpiente de bronce, para que los mordidos por serpientes venenosas no murieran si miraban con fe a la serpiente de bronce, afirma: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). Esta elevación se realiza en la cruz, donde Cristo atrae hacia sí todas las miradas para mostrar su amor a todos los hombres.

La exaltación de la cruz no significa que el cristianismo convierta la cruz en un objeto fetiche que tiene valor por sí mismo. La cruz no es nada sin el Crucificado. Nuestra veneración a la cruz es veneración a la entrega de Cristo por amor. Y cuando Jesús nos invita a cargar con nuestra propia cruz, nos pide identificarnos con él en nuestros propios sufrimientos para que podamos unirnos a él también en su gloria. Por eso, en la cruz comienza, según san Juan, la glorificación de Cristo, porque en ella Jesús revela que no hay gloria más grande que el amor sin reservas ofrecido a los hombres. Aunque resulte paradójico, la muerte de Jesús es una muerte gloriosa, porque en ella el amor revela su esplendor, su grandeza, se exalta a sí mismo. Si no hay expresión más alta del amor que dar la vida por quienes se aman, entonces comprendemos que la muerte de Cristo en la cruz es la expresión más elevada del amor y de la gloria que comporta. Si esto lo entendemos bien cuando vemos personas que pierden la vida por salvar a otros, ¡cuánto más lo entenderemos si el mismo Hijo de Dios, ha querido expresar su amor por la humanidad muriendo en la cruz por nosotros! Aquí radica el sentido último de la fiesta que es la exaltación del amor de Cristo crucificado.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

san miguel 

Los usos funerarios están cambiando y, como muestra, la proliferación de los columbarios parroquiales.  Desde hace cuatro años, la parroquia de San Miguel, en la capital, cuenta con un columbario pionero en la provincia.

            Ubicada hacia la mitad del templo, en el lado izquierdo, está la capilla elegida para este fin. Bajo la protección de la Virgen de la Misericordia (imagen realizada en exclusiva para esta capilla), el columbario cuenta con 138 nichos, de los que todavía están disponibles un centenar, como recuerda el sacerdote de San Miguel, D. Isaac Benito. Además, también subraya que el periodo de permanencia en el nicho es de 75 años, prorrogables por otros 50 sin coste adicional.

            Un espacio sobrio, cuya ornamentación y tonalidad favorecen un ambiente propicio para el descanso y la oración. El objetivo de este columbario no es otro que facilitar a las familias un lugar para depositar las urnas con los restos mortales de sus seres queridos: un templo, espacio de devoción y respeto donde poder rezar por los difuntos.

            Cabe recordar que, aunque la Iglesia católica no se opone a la cremación, si establece que las cenizas de los difuntos han de depositarse en un lugar sagrado. La Santa Sede, mediante un documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe publicado en 2016, recordaba las normas establecidas para la sepultura de los fallecidos, así como para la conservación de las cenizas. De esta forma, la instrucción deja claro que las cenizas de un difunto no deben conservarse en el hogar, tampoco esparcirse en el mar, la montaña o cualquier otro lugar de la naturaleza.

            Finalmente, D. Isaac Benito subraya que, con el columbario, lo que la parroquia ofrece es, en esencia, «un lugar digno y sagrado para el descanso eterno de las personas de fe».

            *Para más información y consultas acerca de la disponibilidad de los columbarios, contactar con el sacerdote de San Miguel, D. Isaac Benito.

Viernes, 04 Septiembre 2020 10:16

Septiembre 2020

septiembre 2020

6 de septiembre – Domingo XXIII del Tiempo Ordinario

El mensaje de Dios es claro, a pesar de las palabras duras con las que habla. Él ha enviado a su Hijo a la tierra para hablarnos de sus entrañas de misericordia, pues vino a reconciliar consigo al mundo. Por eso, nos pide que escuchemos su voz, que abramos nuestro corazón ante Él, que es nuestro Dios, nuestro Creador y la Roca que nos salva; de manera que al escuchar y hacer vida su Palabra, podamos desde la libertad de hijos de Dios, ser sus siervos, como Siervo es el Hijo; y con su misma humildad, ser palabra viva que anuncia y denuncia, y cuida de su pueblo como centinela. Denuncia aquello que se aparta de su voluntad, para hacer que tu hermano regrese a casa, y anuncia con toda tu fuerza que Dios ha instaurado una nueva ley de reciprocidad, la Ley del Amor, por la cual no debes nada a nadie y nadie te debe a ti, salvo el amor mutuo. De manera que, como diría san Agustín, ama y haz lo que quieras, porque cuando amas, solo quieres el verdadero bien para el amado.

8 de septiembre – Festividad de la Natividad de Nuestra Señora

Celebramos el nacimiento de Aquella que nos entrega a Aquel que se hace ofrenda por amor a cada uno de nosotros. Ella, como la ciudad de Belén, es la más pequeña de sus hijos, pero es en la que ha puesto sus ojos el Salvador. Así, de Ella, la más humilde, la más sencilla, nace el que ha de gobernar a todo el Pueblo de Dios, la Iglesia, en la que se congregarán todas las naciones. Y María salta de gozo porque confía plenamente en la misericordia del Padre, y con Ella nosotros. Además, de confiar sin medida en que se cumplirá lo que Dios ha dicho, la Palabra nos invita a salir de lo establecido, a romper moldes, siempre haciendo la voluntad de Dios; de ahí ese “No temas acoger a María” en lugar de repudiarla, como se esperaba. Hoy Cristo nos mueve a acoger a su Madre, evangelizadora y apóstol, que trae al que salva a su pueblo de los pecados, pastorea con fuerza hasta el confín de la Tierra, siendo Él mismo la paz. Abramos nuestro corazón a la vida nueva que nos trae el Señor.

13 de septiembre – Domingo XXIV del Tiempo Ordinario

La vida en Cristo, vivir en Él, por Él y para Él: este es el regalo más grande que nos ha hecho el Señor. Y aunque en Él todo es gratis, nos pide una pequeña cosa: “Amarnos unos a otros como Él nos ha amado”, hasta el extremo, sin porqués. Pues Él es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Él perdona todas nuestras culpas y cura todas nuestras enfermedades, rescata nuestra vida de la fosa; por eso, no tengamos miedo a una vida totalmente entregada en el amor, un amor sin límites, en libertad. Un Amor que nos introduce de lleno en las ascuas de su corazón y nos pide no temer ninguna enfermedad, ni ningún dolor, porque ahí está Él, la fuente de nuestra alegría, que como una madre nos sostiene en su regazo. Pero, si nosotros, que hemos sido colmados de gracia y ternura, muchas veces en nuestro corazón dejamos que aniden la ira, el odio y la venganza, ¿cómo podemos esperar a que el mensaje de Jesucristo sea fecundo en esta tierra? La Palabra es clara y nos advierte: ¡Cuidado!, el vengativo sufrirá la venganza del Señor. En nosotros está el acordarnos de la alianza con el Señor, pasar la ofensa por alto y darle la vuelta a la medalla, y donde vemos dolor y sufrimiento, ofensa y pecado, reconocer a Cristo sufriente en el hermano.

 14 de septiembre – Festividad de la Exaltación de la Santa Cruz

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo muy amado por la salvación de la Humanidad. Jesús bajó desde el cielo y se encarnó para anunciarnos la redención de cada persona y el perdón de nuestros pecados, a pesar de nuestra infidelidad, como ocurría con el Pueblo de Israel. Vino para hablarnos de la verdad de Dios, de la verdad del Padre, que se deshace en amor por cada uno de sus hijos y no busca su perdición, sino su salvación. Pues si no hubiera querido que todos sus hijos se salven, hubiera pagado a cada uno según sus obras, sin compasión ninguna, y cuando volvían hacia Él su corazón, no los habría perdonado y habría acabado con ellos. Escucha, pueblo mío, nos dice hoy el Señor, que quiero hablarte al corazón y, mientras miras el amor desbordante de mi Hijo clavado en la cruz, salva tu vida y ven a mí, que te regalo la vida eterna, porque solo quiero que te conviertas y que vivas.

20 de septiembre – Domingo XXV del Tiempo Ordinario

Muchas veces en nuestra vida ordinaria planificamos, nos hacemos horarios, proyectamos actividades, sin darnos cuenta de que hay Alguien que nos mira sonriente desde el cielo, pensando: “¿y después qué?, ¿después de eso qué piensas hacer?”. Y nos propone un encuentro inmediato con Él. Búscame, que salgo a tu encuentro, que quiero encontrarme contigo, que estoy a tu lado. Y Dios, una vez más, nos sorprende, nos rompe los esquemas y busca nuestra conversión, trastoca nuestros planes y hace que se cumpla en nosotros su voluntad, que no es más que nuestra vida sea conforme al Evangelio, sea digna del Evangelio; y a través de nosotros se manifieste su libertad de espíritu y su bondad, al ser imagen y semejanza suya. Supliquémosle que abra nuestro corazón para que aceptemos la Palabra del Señor.

27 de septiembre – Domingo XXVI del Tiempo Ordinario

Dios desde el Corazón de su Hijo nos manda un mensaje constante: ¡Conviértete y vivirás! Nos propone un cambio de vida, viviendo en la unidad, revistiéndonos de los mismos sentimientos de Cristo Jesús, que siendo Dios, por amor, se hizo uno de nosotros. Esto hace que dejemos atrás las propuestas del mundo y nos dejemos seducir por Jesús, viviendo, como diría san Vicente de Paúl, con un amor afectivo y efectivo. Un amor afectivo a semejanza del de Jesús, del de Dios, con una ternura y misericordia eternas; pero también efectivo, que se compromete en la lucha por el cambio de las estructuras de este mundo, por la justicia desde la Caridad, haciendo (SUPRIMIR DE) nuestro proceder semejante al suyo, porque escuchamos su voz y le seguimos.

Hna. María de Gracia del Río Villodres

 

 

Muchos cristianos desean una Iglesia perfecta, pero tal Iglesia no existe. El dicho latino ecclesia semper reformanda indica que la Iglesia está siempre en vías de reforma. Pero no sólo la Iglesia llamada institución, a la que siempre miramos cuando hablamos de reforma, sino la Iglesia de a pie, la que formamos cada bautizado. El hecho de estar formada por hombres exige a cada uno que aspire a la perfección de manera que toda la comunidad se beneficie. Con razón decía Pablo que cada miembro debe contribuir a la perfección del cuerpo total.

Basta leer el Nuevo Testamento para darse cuenta de que nunca ha existido una Iglesia perfecta. En la primera comunidad de Jerusalén, en las comunidades fundadas por Pablo, y en el resto de las que conocemos nos encontramos con el pecado de sus miembros. Algunas de las cartas de Pablo han nacido precisamente para corregir errores, evitar divisiones, y edificar auténticas iglesias de Cristo.

Jesús, en el Evangelio de hoy, también sabe que su comunidad no es perfecta y formula lo que podríamos llamar la «regla de la corrección fraterna». Desde el principio, Jesús tuvo que corregir a sus discípulos cuando veía comportamientos pecaminosos: afán de ser los primeros, deseos de poder, críticas a los demás. Actitudes propias del hombre, que no deben escandalizar, pues son patrimonio común. En la regla que ofrece Jesús, señala tres pasos: el primero —cuando uno peca contra su hermano— es ir directamente a él buscando la reconciliación. La venganza está prohibida. Callarse no es bueno, porque la ofensa fermenta en el corazón y produce reacciones negativas. Murmurar no arregla nada y extiende el mal. Lo mejor es la apertura del corazón y la sinceridad en la corrección directa. Si este gesto es eficaz, dice Jesús que hemos salvado al hermano. Si no hace caso, el segundo paso es llamar a uno o dos hermanos que sean testigos de la corrección. Y si tampoco este camino resulta fructuoso, el tercer paso es decírselo a la comunidad, que tiene su autoridad. Y si a la comunidad no hiciera caso —dice Jesús— «considéralo como un pagano o publicano». Con esta expresión, Jesús quiere decir que dicho comportamiento es propio de quien no cree en Dios o quiere ser tenido por un pecador público, como eran los publicanos.

El fin de esta regla de la corrección es lograr la salvación de la persona. Se trata de practicar la caridad con quien lo necesita en el orden espiritual. «Corregir al que yerra» es una obra de misericordia. Normalmente, actuamos de forma distinta a la que dice Jesús: damos a conocer los pecados ajenos, buscamos resarcirnos de las ofensas recibidas, o no aceptamos la corrección por falta de humildad o por obstinación en el pecado. El Papa Francisco habla frecuentemente del daño que hace a la Iglesia la murmuración y las críticas sobre los defectos ajenos. Las murmuraciones, ha dicho, matan igual y más que las armas. Hablando de la primera comunidad cristiana se ha referido a la «cizaña de la murmuración, la cizaña de las habladurías». Y más expresamente: «Este cáncer diabólico que es la murmuración, que nace de la voluntad de destruir la reputación de una persona, agrede al cuerpo eclesial y lo daña gravemente».

Sabemos que corregir no es fácil. Hay que hacerlo no sólo con la verdad, sino con extremada caridad, de manera que en la corrección se haga patente el amor al hermano que ha pecado y experimente que la Iglesia lo busca para sacarlo del error y conducirlo de nuevo a la comunión perdida. Para hacer esto bien, hay una fórmula muy segura: preguntarnos a nosotros mismos cómo nos gustaría que nos corrigieran. Así cumpliremos el mandato de «amarás a tu prójimo como a ti mismo».

+ César Franco

Obispo de Segovia.