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Lunes, 24 Diciembre 2018 18:07

La familia de Jesús

 

            La Encarnación del Hijo de Dios y su nacimiento de María es el misterio que inicia su existencia humana y da sentido a todos los misterios de su vida, que, en apariencia, es la de un hombre normal, como dice Pablo a los filipenses. Al hablar de apariencia, no queremos decir que Jesucristo apareciera como hombre sin serlo en realidad. Tal interpretación es una de las primeras herejías cristianas denominada docetismo. La Iglesia confiesa que Jesús es verdadero hombre. Su existencia fue realmente humana y no mera apariencia. La gente, sin embargo, desconocía el misterio que se escondía en su persona, aunque percibiera en él una realidad que trascendía su ser de hombre. Por eso se preguntaban con frecuencia: ¿Quién es éste? ¿De dónde le viene su poder? ¿Con qué autoridad actúa? Los estudiosos modernos, para responder a estas preguntas, hablan de conciencia divina de Cristo, o del sentido de trascendencia y majestad que traslucían sus acciones, especialmente los milagros.

            La experiencia humana del Hijo de Dios comienza en la familia. Por eso, el domingo siguiente a la Natividad es el de la Sagrada Familia. Jesús no ha venido del cielo como un ser extraño y ajeno a la humanidad. Se ha educado, ha desarrollado su personalidad, ha crecida en edad, sabiduría y gracia en el seno de una familia pobre y sencilla de Nazaret. Le llamaban el Nazareno. Como ser humano aprendió de sus padres, y después de sus maestros, las bases del comportamiento familiar, social y religioso de su tiempo. La divinidad de su persona no actuaba saltándose, por decirlo así, la mediación de su humanidad. Su ciencia divina no fue un privilegio para excusarse del aprendizaje humano, aunque en algún momento su conciencia divina se abriera paso a través de su naturaleza humana dejando constancia de que era el Hijo de Dios.

            Un ejemplo claro es el episodio que relata el evangelio de hoy. Cuando Jesús cumplió doce años y subió con sus padres a Jerusalén, permaneció en el templo discutiendo con los doctores de la ley. Después de tres días de búsqueda, sus padres lo encontraron y le reprocharon su actuación. La respuesta de Jesús es nítida: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en las cosas de mi padre?» (Lc 249). Sus padres no entendieron lo que decía. Lo entenderían más tarde cuando, en su predicación, presentara la primacía de Dios sobre toda relación humana, incluso familiar. En su respuesta de niño, sin embargo, aparece ya la conciencia clara de que «las cosas del Padre» determinaban su conducta. Despuntaba en él la conciencia que progresivamente le llevaría a hablar de Dios como Padre suyo, cuya voluntad debía cumplir por encima de cualquier otra norma. Esta fidelidad al Padre no estaba reñida con su sometimiento a sus padres de la tierra, a los que, como dice Lucas, «les estaba sujeto». La familia, para Jesús, no era impedimento para obedecer a Dios. Más aún, la obediencia a Dios la aprendió de María y José. Y creció en humanidad y en gracia por medio de ellos.

            Hoy la familia está necesitada de respaldo, ayuda, incentivos económicos y protección jurídica. Es el lugar genuino para crecer en humanidad y sociabilidad. Es la célula básica de la sociedad y de la Iglesia. Pero será difícil que desarrolle esta trascendente misión si se olvida que la familia tiene su origen en el Dios Creador que ha puesto su ley en el corazón de cada hombre. Hablamos, naturalmente, de la ley del amor, que es la meta a la que el hombre está destinado. Un amor que trasciende las relaciones familiares y sociales, y las transfigura con la gracia divina que Jesucristo nos ha traído para que nunca olvidemos que también nosotros estamos llamados a ocuparnos de las cosas del Padre.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Sábado, 30 Enero 2016 18:17

Signo de contradicción

Jesús es un signo de contradicción para el mundo. Así se lo dijo el anciano Simeón a su madre María, cuando lo llevó al templo de Jerusalén para ser circuncidado. Y así se ha comprobado a lo largo de la historia bimilenaria del cristianismo. Amado por unos, odiado por otros; acogido por humildes y sencillos, rechazado por soberbios y poderosos; adorado por los suyos, perseguido por los poderes de este mundo. Desde la cuna a la cruz, y desde la resurrección hasta su última venida gloriosa, Jesús se ha convertido en un signo de contradicción, que obliga a los hombres a tomar decisión a favor o en contra de él. Cuando unos magos de Oriente le buscaban guiados por la fe, Herodes intentaba matarlo. Mientras los publicanos y prostitutas le seguían, los letrados de Israel rechazaban su enseñanza. Y la acogida que mostraba a quienes se sentían excluidos del Reino de Dios provocaba la indignación de quienes se consideraban poseedores del mismo Reino.


En Cristo, Dios ha querido romper los esquemas religiosos de quienes pensaban que Dios debía acomodarse a sus ideas sobre la religión, la piedad y el culto verdadero; o más aún, de quienes consideraban que Dios era exclusiva propiedad del pueblo elegido. Por eso, cuando Jesús va a su ciudad de Nazaret, sus vecinos, al oírle hablar con tanta sabiduría, se quedaban admirados, y le pedían que hiciera los milagros que había hecho en Cafarnaún. Si era uno de los suyos, si conocían a su padre José y a su familia, se creyeron con derecho de que hiciera en su pueblo lo que había hecho en otras aldeas vecinas.

Semejante pretensión es rechazada por Jesús, que se sirve de los ejemplos de dos grandes profetas, Elías y Eliseo, para hacer comprender a sus conciudadanos que Dios no es manipulable, ni pertenece exclusivamente a un pueblo concreto, aunque sea el pueblo de la elección. Elías hizo un milagro a una pobre viuda de Sarepta en el territorio pagano de Sidón, fuera de las fronteras de Israel. Y Eliseo curó a un leproso venido de Siria para lavarse en las aguas del Jordán. Con estos ejemplos Cristo manifiesta la universalidad de la salvación que trae como enviado de Dios, y rechaza todo intento de manipulación por quienes se creen con derecho a utilizar a Dios en beneficio propio.
Dice el evangelio de hoy que, al oír estos ejemplos de Jesús, quienes se habían admirado de su sabiduría, cambiaron de actitud. Se pusieron furiosos y, echándole del pueblo, lo llevaron hasta un precipicio con intención de despeñarle. ¡Que vienen se aplican aquí las palabras de Cristo: «nadie es profeta en su tierra»! O lo que dice el prólogo de san Juan: «Vino a los suyos y los suyos no le recibieron». Jesús se ha convertido en un signo de contradicción, ciertamente, pero sólo para aquellos que desean dominarlo, manipularlo y convertirlo en su bandera propia. Este fue uno de los sufrimientos más íntimos de Cristo, al verse rechazado por su pueblo, lo que le hizo llorar ante Jerusalén, días antes de su pasión, al ver que seguía el camino de los grandes profetas: el rechazo y la pasión.


Los que estamos en la Iglesia no estamos exentos de caer en la misma tentación de «los suyos». También nosotros podemos pensar que Cristo es propiedad nuestra y que tenemos asegurada la salvación. Cada vez que nos encerramos en nosotros mismos y olvidamos, como decía san Juan Pablo II, que Cristo es un derecho de todos los pueblos y de todos los hombres, podemos caer en el peligro de quedarnos con Cristo y no ofrecerlo a los demás, cerrándonos así a la misión universal que se nos ha confiado. También para nosotros valen entonces las palabras de Jesús: «Vendrán de oriente y de occidente y os precederán en el Reino de los cielos».

+ César Franco
Obispo de Segovia.

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Viernes, 22 Enero 2016 18:12

El “hoy” de la misericordia

 

            Después de su bautismo en el Jordán y del prolongado ayuno en el desierto, Jesús comienza su ministerio público en la sinagoga de Nazaret. Era un sábado y, entrando en la sinagoga como era costumbre, le fue entregado el rollo del profeta Isaías para que hiciera la lectura. El pasaje que leyó se refiere a la misión del Mesías con estas palabras: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19).

            Al terminar su lectura, como único comentario que recoge el evangelista, son estas palabras de Jesús: «Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír». Jesús se proclama directamente el Mesías de Dios al identificarse con la misión anunciada por Isaías. Resulta evidente que Jesús interpreta el texto del profeta en un sentido profundamente espiritual. Aunque Jesús hizo alguna curación de ciegos, no sanó a todos, y tampoco sabemos que hiciera salir de las cárceles a los prisioneros. Solo Barrabás tuvo la dicha de verse libre por causa de Jesús. Cuando Jesús realiza algún milagro con paralíticos, leprosos, sordos y ciegos, y cuando resucita a algún muerto, ciertamente está realizando un gesto profético, que anuncia  y hace presente la salvación más allá del estado físico de la persona. Habría sido un Mesías fracasado si su misión hubiera consistido en sanar todas las miserias físicas de los hombres. Por eso el texto que lee en la sinagoga termina con las palabras: «anunciar el año de gracia del Señor», que se refiere al perdón que Dios concedía en los años jubilares. Y el perdón ha llegado a todos los hombres sin excepción. Ese es el verdadero milagro de Cristo.

            Hemos comenzado un año jubilar de la misericordia. También hoy podemos decir que vivimos en el «hoy» de Cristo, porque hoy, para todos nosotros, la misericordia de Dios se hace presente en Cristo que viene a sanarnos de nuestras pobrezas, cautividades, cegueras y esclavitudes. Basta que fijemos la mirada en Cristo, como hicieron los de Nazaret, y nos dejemos amar por él. Entonces, también nosotros seremos para los hombres testigos y portadores de la misericordia de Cristo, porque también nosotros somos ungidos, es decir, cristianos.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Domingo, 17 Enero 2016 21:18

El vino del Esposo

Quizás algún lector se haya preguntado por qué el primer milagro de Jesús se realiza en el marco de unas bodas. Y es posible que también se interrogue si era tan dramático que unos novios se quedarán sin vino. Se entiende mejor la multiplicación del pan para saciar a los hambrientos que la transformación del agua en vino para contentar a los comensales de una boda.

En su Historia de Cristo, Giovanni Papini revela el secreto de esta escena evangélica: «Para quien no se detiene —dice— en lo literal de la narración, el agua convertida en vino es otra figuración de la época nueva, que comienza con el Evangelio. Antes del anuncio, en la vigilia, en el desierto, el agua bastaba. El mundo estaba como abandonado y doliente, pero ha venido la Buena Nueva: el Reino está próximo, la felicidad cercana. De la tristeza se está a punto de entrar en la alegría; de la viudez de la antigua Ley se pasa a la nuevas nupcias con la Ley nueva. El esposo está con nosotros; no es hora de desfallecimiento, sino de alborozo».

Las palabras de este escritor, que pasó de una actitud descreída y crítica contra la Iglesia a la fe en Cristo, son muy certeras. Jesús ha traído la novedad, la recreación de todas las cosas. Y ha querido manifestar su novedad en el marco de una boda, que, para el pueblo de Israel, era también un símbolo del amor de Dios con su pueblo. Dios era el esposo de Israel que un día vendría a desposarse en fidelidad eterna con su pueblo. Así lo cantaban profetas, sabios y poetas. Los pecados de Israel lo habían convertido en una esposa infiel, adúltera, en una prostituta que se vendía idolátricamente a pueblos paganos. A pesar de eso, Dios seguía prometiendo amor y fidelidad, hasta que un día apareció en la escena de los hombres y en una boda el esposo definitivo, Jesús, el Mesías. San Juan evangelista da a Jesús el título de esposo (Jn 3,29), porque ha venido para unirse definitivamente con los hombres en una alianza inquebrantable. Los invitados de Caná no comprendieron el sentido último de lo que sucedía, pero a medida que la vida de Jesús avanzaba hacia la Pascua, sus discípulos fueron entendiendo lo que allí había sucedido hasta que, en la Cena, Jesús entregó definitivamente el verdadero vino cuando dijo: «Tomad y bebed todos de él porque esta es mi sangre». Era el esposo que daba a su esposa un vino nuevo.

+ César Franco
Obispo de Segovia.

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Domingo, 17 Enero 2016 21:15

El signo del vino

El signo del vino

En el evangelio de Juan los milagros de Jesús son llamados «signos». El evangelista descubre en todos ellos un significado que trasciende el hecho milagroso. Si Jesús abre los ojos del ciego de nacimiento es para enseñar que él es la luz del mundo; si multiplica los panes y los peces, es para mostrarse a sí mismo como el Pan del cielo; y si resucita a Lázaro es para afirmar que es la Resurrección y la vida.

El primer signo milagroso de Jesús se realiza en el contexto de una boda en Caná de Galilea a la que estaban invitados Jesús, sus discípulos y la madre de Jesús. Mirado como milagro, lo que Jesús hace es convertir el agua en vino sacando así de apuros a unos novios. Pero, si nos atenemos a que, según el evangelista, fue el primero de sus signos, quiere decir que este milagro queda vinculado a todos los que narre después en su evangelio. Es el primero de una cadena de signos cuya finalidad es mostrar quién es Jesús, ese Jesús de quien se dice en el prólogo que ha venido a traer la «gracia y la verdad».

Se ha dicho con razón que el protagonista de la boda de Caná es «el vino» y no les falta razón a los críticos literarios. Todo gira en torno al vino que falta y al vino nuevo cuyo origen desconoce el maestresala. Este vino que llega por la acción de Cristo es «vino bueno», que desbanca al primero. Sobre este vino gira también la conversación de la Madre de Jesús con su Hijo: al hacerle ver que el vino de la boda se ha terminado, María está señalando una carencia grave en una boda. Pero ¿es sólo una carencia física o hay algo más?

El vino, en la Biblia, es el símbolo de la alegría y de los bienes que traería el Mesías. Hay textos de los rabinos que hablan de la abundancia de vino cuando llegase el Mesías. El vino se convierte así en símbolo de la salvación. La afirmación de María: «no tienen vino», puede interpretarse como «no tienen la salvación». De ahí que Jesús interprete las palabras de María como una interpelación a hacer presente su «hora», es decir, el momento en que él aparezca como Mesías.

Desde esta perspectiva comprendemos mejor la belleza del relato y su profundidad teológica. Transformando el agua en vino, Jesús manifiesta que ha venido a ofrecer lo anunciado por los profetas: El Mesías traería abundancia de vino, es decir, de dones salvíficos. Se comprende también el asombro del maestresala cuando prueba el vino nuevo, cuya calidad insuperable es el don del Mesías. Y, sobre todo, cobra sentido la afirmación final del relato: «En Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de los discípulos en él». El signo de Jesús abre la inteligencia de los discípulos para descubrir que en su Maestro hay un misterio incalculable, el de la gloria de la Navidad, la gloria que se manifiesta en lo que hace y que no es otra que la que corresponde a la del Hijo único del Padre.

Decíamos que el protagonista del relato era el vino. Pero, por la misma razón, podemos decir que es también Cristo, dado que sólo él puede dar el vino que trae para todos los hombres. No sólo los novios de Caná se beneficiaron de él, sino que al llegar el momento de la cruz, de su costado brotó un vino nuevo, único, misterioso, que san Juan de Ávila llamaba «el buen vino de la cruz». Cristo ha venido a saciarnos de alegría, paz, justicia y misericordia. En la última cena, se nos dio como pan y como vino, dos alimentos sencillos y ordinarios en la mesa de los hombres. Su amor los convirtió en el sacramento de la vida que quita los pecados del mundo y nos engendra para la inmortalidad. Pero estamos tan acostumbrados a ello que nos falta la admiración del maestresala para preguntarnos por el origen de este vino y por la razón de que haya aún mucha gente que no lo ha saboreado.

+ César Franco
Obispo de Segovia

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Lunes, 11 Enero 2016 08:24

Bautismo y regeneración

Bautismo y regeneración

 

El Nuevo Testamento da al bautismo cristiano el nombre de «regeneración», y hay que decir que el origen de este nombre se remonta a Cristo. Al viejo Nicodemo, en sus conversaciones nocturnas con Jesús, le dijo que si quería entrar en el Reino de los cielos debía «nacer de nuevo». Este es el significado de «regeneración», nuevo nacimiento. Extrañado Nicodemo de que, siendo viejo, tuviera que nacer de nuevo, Jesús le aclara que no se trataba de volver a entrar en el seno de su madre, sino de un nacimiento de lo alto, de Dios, que se realiza con el agua y el Espíritu. He aquí el significado profundo del bautismo, que está muy lejos de las ideas que muchos padres tienen cuando piden bautizar a sus hijos.

En una gran mayoría, los padres acuden a la Iglesia pensando en un rito, una ceremonia más o menos emotiva y solemne. Pero no captan la trascendencia del sacramento, que ciertamente es un rito, pero mucho más. Se explica así que la fe recibida en el bautismo no se cuide después con el esmero que se cuida la vida física con sus exigencias de alimentación, vestido, formación, etc. Bautizar a alguien exige, tanto por parte de la Iglesia como de los padres, cuidar y proteger la vida nueva recibida en el bautismo, porque en realidad se trata de una vida, cuyo protagonista es el Espíritu. Por eso, Jesús dice a Nicodemo que «lo que nace de la carne es carne y lo que nace del Espíritu es Espíritu». Quiere decirle que en el hombre hay dos vidas entrelazadas e inseparables: la humana y la divina. Y ambas tienen que crecer en perfecta armonía y mutua cooperación, si no queremos quedar reducidos a simple materia. Valga un ejemplo: traer una vida a este mundo y dejarla morir, es un grave pecado. Bautizar a un ser humano y no alimentar la fe hasta que llegue a la madurez de la vida espiritual, es también grave. Por esta razón, la Iglesia debe cuidar de que el sacramento del bautismo se conceda a quienes lo piden responsablemente y se comprometan a educar a sus hijos en la fe, de la que los padres son los primeros responsables, como enseña el Concilio Vaticano II. Pedir la fe supone aceptar el compromiso de la catequesis y la formación cristiana, porque sólo así, la vida que se recibe en el bautismo llegará a su plenitud.

+ César Franco
Obispo de Segovia

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Lunes, 11 Enero 2016 08:22

Bautismo y misión

Bautismo y misión

El bautismo de Jesús, que celebramos este domingo, cierra el tiempo de Navidad. Su bautismo en el Jordán es el inicio de su misión. La voz del Padre, que viene del cielo, revela que Jesús no es un pecador más en la fila de quienes hacen penitencia, sino su Hijo amado, su predilecto. Por eso, la gente debe escucharle. San Pedro sintetiza la misión de Cristo con estas palabras: «Me refiero a Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, que pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10,38). Los evangelios constituyen el desarrollo de esta misión de Cristo, que arranca de su Bautismo, momento en que, como hombre, fue ungido para llevarla a cabo.

En este día, la Iglesia pone ante nuestros ojos la misión de los cristianos como bautizados. Todo bautizado es, como Cristo, un ungido por el Espíritu. Tenemos su misma misión. Y cada bautizado está llamado a hacer el bien y a sanar a los que están oprimidos por el mal. Desgraciadamente muchos cristianos han olvidado la grandeza de su bautismo. Lo consideran un rito que recibieron de niños, una ceremonia emotiva que nos introdujo en la Iglesia como miembros suyos, pero cuyas consecuencias desconocen. Así se explica que haya tantos cristianos que viven de espaldas a su condición bautismal, indiferentes unos, poco practicantes otros, y muchos alejados. San Agustín decía: «cristiano viene de Cristo». Quería decir que el cristiano recibe de Cristo su misión.

El Concilio Vaticano II quiso recuperar la vocación y misión de los lacios. San Juan Pablo II escribió un documento precioso, titulado «Los laicos cristianos», que puede ser entendido como un manual de vida para los bautizados como protagonistas en la vida de la Iglesia. Y el Papa Francisco, en su exhortación «Evangelii Gaudium», ha subrayado de nuevo la dignidad de los laicos y su responsabilidad en la misión de la Iglesia. A pesar de todos los esfuerzos, los laicos no terminan de asumir su misión. Mucha culpa tenemos los pastores, que seguimos considerando a los laicos destinatarios de nuestra acción pastoral, pero no sujetos responsables de la única misión de Cristo. Pensamos a menudo que debemos encomendarles tareas, oficios, responsabilidades. Y no está mal. Pero olvidamos que es el bautismo quien les ha otorgado su misión propia en el mundo. No son delegados de los sacerdotes, como si su misión en la Iglesia fuera el resultado de una delegación. Pensar así es «clericalizar» a los laicos, hacerlos dependientes de los sacerdotes, privarles de sus iniciativas responsables.

En otras ocasiones, son los mismos laicos, quienes, al experimentar la dificultad de estar en el mundo, con autonomía propia, no asumen su exigente vocación. Y sucumben a la tentación de refugiarse en el ámbito cálido de los templos y sacristías. El lugar propio de los lacios es el mundo y las estructuras temporales, los ámbitos donde se juega la vida de la sociedad: la cultura, la economía, la sociedad. Son el fermento en la masa, la luz en el mundo. Por eso, los laicos, para vivir su vocación bautismal, necesitan una profunda vida espiritual, una competente formación doctrinal y, sobre todo, una pasión por evangelizar, que es la misma de Cristo. Juan Bautista dice hoy que el bautismo de Cristo se realiza con Espíritu Santo y con fuego. Esos son los laicos que la Iglesia necesita hoy: bautizados con el Espíritu de Cristo y con su fuego. Sólo así serán capaces de responder a la gracia recibida en su bautismo y asumirán el compromiso de la nueva evangelización porque, como decía san Juan Pablo II, la nueva evangelización o se hace con los laicos o no se hará.

+ César Franco
Obispo de Segovia

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Cristo y María. La gracia de la misericordia

 

Hemos comenzado el Año 2016 con dos signos elocuentes de la misericordia de Dios. El 13 de Diciembre abríamos la «puerta del perdón» de la catedral, inaugurando así el Año jubilar de la Misericordia convocado por el Papa Francisco. El 1 de Enero se iniciaba en nuestra diócesis el primer Centenario de la coronación canónica de la imagen de la Virgen de la Fuencisla. Es hermoso pensar que el Hijo y la Madre coinciden en mirar a Segovia con especial ternura en estas celebraciones jubilares.

Cristo y María aparecen ya unidos en las primeras páginas del Génesis cuando se anuncia la salvación después de la caída de nuestros primeros padres. Dios, rico en Misericordia, no ha tardado en responder a la necesidad del hombre caído. Ha vuelto su mirada hacia él, y le ha tendido la mano para sacarle de la oscuridad del pecado y de la muerte.

A medida que Israel avanzaba en su historia, Dios le fue dando pruebas de su misericordia y renovando su alianza de amor, a pesar de los pecados que cometía. Uno de sus más grandes profetas, Isaías, anunció el nacimiento del Enmanuel concebido en el seno de una virgen. Al llegar la plenitud de los tiempos conocemos el nombre de esa Virgen: María. Y sabemos que en esa concepción virginal Dios nos ha dado el signo definitivo de su misericordia, que no tiene vuelta atrás. Dios se ha unido definitivamente a los hombres en su propio Hijo, que comparte con nosotros todo, menos el pecado. Cristo es la misericordia viva del Padre, en cuyo rostro contemplamos el amor infinito de Dios por el hombre. Y en María contemplamos la puerta del cielo, porque, como dice el beato John H. Newman, Dios mismo desciende a nosotros por ella para ungir nuestras heridas con el bálsamo de su misericordia. María es, junto a su Hijo, el don de Dios que nos permite disfrutar del perdón y la redención del pecado.

María no se explica sin Cristo. Y Cristo ha necesitado del «fiat» de María para hacerse hombre. Este vínculo entre Cristo y María hace que sus voluntades se unan de modo admirable y que sus corazones estén en perfecta sintonía. En las bodas de Caná, por ejemplo, María descubre la necesidad de los novios haciendo notar que les falta el vino de la salvación, no sólo el vino de la boda. Y reclama de Cristo la actuación de modo que manifieste su «hora», es decir, el momento de la salvación definitiva. Parece que María se anticipa a Cristo, con la intuición de la Madre que detecta las necesidades de sus hijos. Y Cristo accede a la súplica de su Madre, aunque deje claro que sólo a él le corresponde cumplir el tiempo de la salvación.

Al pie de la cruz, momento en que Dios manifiesta de modo definitivo su misericordia, María se convierte en Madre de la Iglesia por voluntad explícita de Cristo. Diciendo a Juan «ahí tienes a tu madre», se lo dice a cada cristiano y a toda la Iglesia representada en el apóstol fiel. La misericordia que Cristo ha tenido con nosotros dándonos a su propia Madre, hace de María la Madre de la Misericordia. Como una nueva Eva está llamada a reunir a los hijos dispersos y mantenerlos en la fidelidad a Cristo. Por eso san Agustín la llama «Madre de la Unidad». ¿Hay misericordia mayor que ésta? ¿Hay mayor gozo que sabernos acompañados por la Madre que ha llevado en sus entrañas al Hijo de Dios? ¿Existe mayor consuelo que el de saber que nunca seremos huérfanos en tantas orfandades como nos depara la vida? ¡Qué gran oportunidad nos brindan ambos jubileos, el universal y el diocesano, para repetir con el salmo, llenos de alegría: «Eterna es, Señor, tu misericordia». Así cantó María en su Magníficat y así cantará la Iglesia hasta el fin de los tiempos.

+ César Franco
Obispo de Segovia.

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Jueves, 07 Enero 2016 17:55

Cristo y el tiempo

Cristo y el tiempo

 

Hemos comenzado un año nuevo. Un compás de tiempo en la eternidad de Dios. Si consideramos el tiempo desde esta perspectiva, podemos decir con el salmista: «Mil años en tu presencia es un ayer que pasó». Sobrecoge pensar qué somos en la inmensidad del tiempo desde el inicio de la creación. Apenas un momento, Y sobrecoge más aún, si consideramos nuestra pequeña historia en la eternidad de Dios. A medida que cumplimos años, percibimos con mayor realismo que la vida se pasa como un soplo, como un suspiro, con la rapidez del rayo. El paso del tiempo pone al hombre en su lugar, por grande que se considere a sí mismo.

¿Por qué Dios ha querido entrar en el tiempo? ¿Qué ha movido al Eterno compartir nuestra condición temporal como dice un prefacio de Navidad? Podía habernos salvado desde fuera, desde su mismidad increada. Pero no, Dios ha querido cumplir años, crecer en edad como dice el Evangelio. Ha querido experimentar la infancia, la adolescencia y juventud, la edad adulta. Ha visto el amanecer y anochecer de los días esperando siempre la sorpresa del mañana, la incertidumbre de las horas, la llegada de la muerte.

El prólogo del cuarto Evangelio, que leemos en estos días de la Navidad, lo dice con una frase muy expresiva para la cultura semita: El Verbo «plantó su tienda entre nosotros». Como hacen los beduinos en el desierto: poner su tienda y habitar en ella. Es una metáfora hermosa para decir que el Verbo se encarnó, entró en la historia de los hombres con un cuerpo propio, sometido a las leyes del tiempo y del espacio. Para la cultura semita, el cuerpo es la tienda que habitamos. El Hijo de Dios ha puesto su tienda entre las nuestras para poder acompañarnos en el duro caminar por el desierto contando los días y las noches de nuestra peregrinación.

Al compartir el tiempo de los hombres, Cristo le ha dado un sentido nuevo. El tiempo también es de Dios, pertenece a su propia experiencia. Ha hecho suyo el devenir de la historia humana de forma que le ha dado finalidad, sentido, futuro. Cuando se dice que Cristo vino en la plenitud de los tiempos, se quiere afirma precisamente que el tiempo ha alcanzado su clímax cuando Dios entró en él para hacerse contemporáneo del hombre, partícipe de sus anhelos y esperanzas, incertidumbres y miedos, y, sobre todo, del miedo a morir.

+ César Franco
Obispo de Segovia.

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Domingo, 25 Enero 2015 20:17

La carne exaltada

LA VOZ DEL OBISPO. El bautismo de Jesús en el Jordán inicia una aventura apasionante que aún no ha llegado a término: es la aventura de la carne humana ungida por el Espíritu de Dios, quien, como si se tratara de una nueva creación, la impulsa hacia la gloria.

Por eso, la fiesta del Bautismo de Jesús cierra el ciclo de Navidad. Puede resultar sorprendente el salto cronológico que se da desde Belén, donde hemos visto nacer al Mesías y ser adorado por pastores y magos, hasta el río Jordán. Aquí, el joven profeta de Nazaret, de unos treinta años, se sumerge en sus aguas para ser bautizado por el Bautista en señal de penitencia. Este salto en el tiempo no lo es en la teología: en el Bautismo se revela definitivamente la identidad personal del Niño de Belén. Ya no se trata de lo que dicen los ángeles, pastores y magos. Según el relato evangélico, cuando Jesús se sumerge en las aguas (eso significa etimológicamente bautismo) y asciende de ellas, se rasga el cielo y se oye la voz del Padre que dice: Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco. Y el Espíritu Santo «bajó sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma» (Lc 3,22) para ungir a Jesús con una fuerza que jamás le abandonará y que trasmitirá, como don divino, a quienes sean bautizados en él. Ya no hay dudas de quién es Jesús. Su Padre las despeja desde lo alto.

¿Qué significa todo este lenguaje, que resultará extraño a quien no esté familiarizado con la Escritura o haya dado la espalda a la realidad sobrenatural? Los estudiosos llaman a este acontecimiento «teofanía», manifestación de Dios. También lo designan como «cristofanía», porque Cristo está en el centro de la revelación. Pero también podemos decir con propiedad que se trata de la manifestación del Hombre nuevo que acontece en Cristo. Permítanme explicarme.

Al asumir el Hijo de Dios nuestra carne, se ha hecho solidario con el hombre de forma inaudita e inefable. Se ha cargado —valga el símil— con un fardo pesado a sus espaldas, dado que nuestra carne, la carne humana, estaba herida por el pecado de Adán. De hecho, si Jesús quiere ponerse en la fila de los pecadores que deseaban hacer penitencia por sus pecados en el Jordán, es para mostrar que no había hecho ascos a la condición humana, ni «se avergonzó de llamarnos hermanos» (Heb 2,11). Quiso ser contado entre los pecadores, sin haber cometido pecado ni haber sido tocado por el viejo Adán. Jesús es el hombre nuevo, el perfecto Adán que restaura al caído. De ahí que su carne reciba la Unción de lo Alto para convertirse en el cauce a través del cual el Espíritu se trasmita a los hombres, sus hermanos, y puedan aspirar a la renovación de todo su ser. No hay visión más positiva de la carne del hombre que ésta manifestada en Jesús, que le hizo exclamar a Charles Péguy: «lo sobrenatural es a la vez carnal».

He dicho que lo que sucede en el Jordán nos afecta a todos los redimidos por Cristo. Nuestra vida consiste en dejarnos invadir por su Espíritu, que descendió sobre nosotros en el Bautismo y nos unió a él con lazo indestructible. Es el Espíritu de los hijos de Dios que nos da la verdadera libertad; el Espíritu de la resurrección que ya ha comenzado a actuar en nosotros hasta el momento final de la resurrección de la carne; el Espíritu de la verdad que nos permite conocerla, amarla y proclamarla a los cuatro vientos; el Espíritu de la justicia y la caridad, que podemos practicar sin temor a sucumbir en nuestra debilidad; el Espíritu de la misericordia que nos capacita para ser iconos del Cristo misericordioso que se acercó a los pecadores y comió con ellos en su mesa porque había venido a buscarlos y hacerlos partícipes de su Reino. Por eso, aquella aventura que comenzó en el Jordán continúa cada día que un redimido por Cristo se deja invadir y guiar por su Espíritu.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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