cesar

cesar

Viernes, 08 Abril 2016 14:07

El doble aspecto de la fe

Según la tradición, el cuarto evangelio fue escrito por el apóstol Juan. Se le ha llamado «teólogo» y «místico» por la mirada aguda con que penetra en la persona de Cristo y desvela su misterio. Se llama a sí mismo el discípulo al que amaba Jesús; y también el que vio y dio testimonio de lo que sucedió. En el cuarto evangelio aparece en varias ocasiones unido a Pedro. El día de la Resurrección los dos corren al sepulcro y, como era más joven que Pedro, corrió más deprisa y llegó el primero. Por respeto, sin embargo, dejó que Pedro entrara el primero en el sepulcro. En el evangelio de hoy, también están juntos en la aparición de Cristo junto al lago de Tiberíades. Y los dos se complementan en una escena que subraya dos rasgos de la fe.

Dice Juan que, cuando sucede la pesca milagrosa, reconoció de inmediato a Jesús: «¡Es el Señor!». Se trata de la mirada de la fe, que percibe el trasfondo de los gestos de Cristo y descubre lo que no se ve a primera vista. Ante lo que sucede, Juan aviva la memoria y confiesa la fe: sabe que detrás de los milagros de Jesús, que cataloga como "signos", está Alguien de quien él da testimonio veraz. Cuando Pedro oye decir a Juan que aquel hombre es el Señor, se ata la túnica a la cintura y se lanza al mar para llegar el primero y abrazar a Cristo. Es la acción o, si queremos, la pasión lo que caracteriza a Pedro. Una acción basada en la confesión de fe de Juan. La fe le pone en movimiento, en acción inmediata. No espera a que la barca le lleve a la orilla. El tiene que ser el primero. Muy propio de Pedro, que en la pasión de Cristo afirmó con vehemencia jamás lo negaría.

Estas dos actitudes, la mirada de fe y la decisión de Pedro dan un retrato completo del discípulo de Cristo. No quiere decir esto que Pedro y Juan carecieran de lo que identifica a cada uno. No hay rivalidad. Pedro fue el primero en confesar la fe, y proclamó también su amor cuando Jesús le preguntó tres veces si le amaba. Y Juan no es sólo el discípulo de la mirada creyente, sino el discípulo fiel que permaneció al pie de la cruz actuando como verdadero amigo de Cristo. Mirar con fe y actuar con pasión es lo propio del cristiano. Ambos apóstoles nos enseñan lo que dice san Pablo: «La fe se hace activa por la caridad».

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Viernes, 08 Abril 2016 11:44

Es el Señor

 

La aparición del Resucitado junto al lago de Tiberíades es una pequeña síntesis del significado de la resurrección. Los apóstoles no estaban preparados para comprender la resurrección, pues, como judíos, la esperaban al fin de los tiempos. Por eso, además de sorprendidos, quedaron desconcertados y tuvieron que reflexionar sobre el nuevo estado de Jesús glorificado. Esta reflexión aparece en los relatos de las apariciones. Cualquier lector avispado que lea la aparición junto al lago se preguntará: ¿Por qué no reconocen a Jesús cuando les pregunta si tienen pescado? ¿Qué significa el pez que tiene Jesús sobre las brasas? Por último, ¿qué aspecto tenía Jesús para que diga el evangelista que ninguno se atrevía a preguntarle quién era? Si su apariencia era la misma, esta frase sobra; y si había cambiado, como sugiere el texto, ¿por qué sabían que era él?

Es obvio que el evangelista quiere decir, en primer lugar, que el Resucitado ha iniciado una relación distinta con los suyos. Pertenece a un orden nuevo, el de la irrupción de la vida resucitada. Jesús toma la iniciativa en todo: se manifiesta, prepara un banquete con un pez y pan misteriosos, y se muestra idéntico a sí mismo pero diferente. Provoca la certeza de que es él, pero su naturaleza humana ha cambiado.

Esta nueva vida, sin embargo, tiene continuidad con la anterior. No existe ruptura total. Jesús busca a los suyos donde los encontró por vez primera: junto al lago. Realiza un milagro que recuerda otro, en el mismo sitio, el de la pesca milagrosa, cuando dijo a Pedro que haría de ellos pescadores de hombres. Cuando Jesús les invita a almorzar evoca el gesto de la última cena: toma el pan y se lo da. El evangelista quiere unir ambos momentos, como queriendo decir que Jesús celebra de nuevo con ellos su comida de alianza. Se reanudan los lazos que había establecido en la última Cena. El Resucitado les invita a una comida que no busca saciar el hambre física, sino, como ocurre con los discípulos de Emaús, reconocerlo presente entre ellos. El pez y el pan son los signos eucarísticos de la presencia de Cristo, que prepara el banquete para los suyos, un banquete que permite identificar al Resucitado con el Jesús de la última cena.

Todo esto explica que, siendo el mismo Jesús, su aspecto haya cambiado. No es una especie de juego, al que Jesús quiere someter a sus apóstoles, o a los de Emaús cuando se les muestra en forma de peregrino, o a la Magdalena que le confunde con el jardinero. Los relatos de las apariciones pretenden enseñar que Jesús realmente ha pasado de este mundo al Padre. No pertenece ya a esta creación aunque porte en sí mismo algo de ella, nuestra carne. Su naturaleza humana ha sido transformada por el Espíritu, en su paso a través de la muerte y resurrección. Y este paso, que llamamos Pascua, se manifiesta en las diversas formas que tiene de manifestarse. Dicho de otra manera. Los apóstoles no llegan a la fe en la resurrección sino por iniciativa de Cristo que les abre los ojos y la inteligencia para ver la nueva creación, la que él ha iniciado. Cristo hace nuevas todas las cosas. Renueva hasta su propia historia con los suyos y les enseña a leerla desde la luz de la resurrección.

Después de veinte siglos, los cristianos no hemos aprendido la lección de estos relatos de las apariciones. Como a las mujeres piadosas nos sucede que seguimos buscando a Cristo entre los muertos y nuestros ojos no saben verlo compartiendo nuestra vida y ofreciéndonos la suya. Cada día que alborea nos trae la posibilidad de encontrarlo en la eucaristía. Allí nos hace la misma invitación: vamos, almorzad. Depende de nosotros acercarnos a su mesa.

+ César Franco

Obispo de Segovia

            

Viernes, 01 Abril 2016 19:33

La alegría pascual

El evangelio del segundo domingo de Pascua narra la aparición a los Doce, encerrados en el Cenáculo por miedo a los judíos. Afirma que los «discípulos se alegraron al ver al Señor». ¡Cómo no alegrarse de verlo vivo al que contemplaron muerto y sepultado! La alegría es la nota distintiva de la Pascua y del cristiano. Tan distintiva es que, en la época del barroco alemán, se introdujo en la liturgia lo que se llamó el risus paschalis, «la risa pascual». El predicador debía incorporar a su homilía una historia que moviera a risa, para que la Iglesia retumbara de alegría. Se trataba naturalmente de una alegría externa, superficial, convertida en símbolo litúrgico de la alegría espiritual y profunda al celebrar el triunfo de Jesús sobre la muerte. En su libro Miremos al Traspasado, J. Ratzinger cita estas palabras del compositor Haydn a propósito de la alegría que sentía al pensar en Dios: «Cuando quise expresar las palabras de súplica no podía negar mi alegría, y por eso dejé de volar mis sentimientos y transcribí el miserere y las demás partes en la modalidad del alegro».

La noche de Pascua, la Iglesia rompe la oscuridad de los templos con la luz del cirio pascual y entona el canto del «exultet», invitando a los fieles y a la tierra a sumarse a la alegría del Resucitado. Parece que el pueblo cristiano no ha entendido bien el significado de esa noche, que da fin a la tristeza y a la desesperanza que acosan al hombre. Somos más dados a celebrar la cruz que la gloria, más inclinados a la pasión que al triunfo. Esto explicaría por qué en el rostro de muchos cristianos ha desaparecido la alegría exultante de quienes viven la certeza de la Resurrección. El Papa Francisco nos ha invitado a recuperar la alegría del evangelio. «¡No nos dejemos robar —ha dicho— la alegría evangelizadora!». La misma que experimentaron los apóstoles al ver vivo a Jesús y proclamarlo a los cuatro vientos. En realidad, es la alegría del mismo Cristo, que se ríe de la muerte, porque, como decían los santos Padres, es el nuevo Isaac, que, como Resucitado, «baja del monte de la muerte con la sonrisa de la alegría marcada en su rostro» (Ratzinger). Por eso a las mujeres que le buscan en la tumba, Jesús les sale al encuentro y les dice sencillamente: «¡Alegraos».

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Viernes, 01 Abril 2016 19:31

Jesús en medio de nosotros

Me pregunto muchas veces si los cristianos, al participar en la eucaristía dominical, somos conscientes de la gracia inmensa que recibimos. El hecho de poder hacerlo cada domingo le ha arrebatado la sorprendente novedad que describe el evangelio de hoy. Los discípulos estaban cerrados en el cenáculo por miedo a los judíos. De repente, Jesús entró en la estancia y «se puso en medio». Les dirige el saludo de siempre: «paz a vosotros», el mismo que el sacerdote utiliza cada domingo. Y al mostrarles las manos y los pies, dice el evangelio que «se llenaron de alegría al ver al Señor».   

Cada domingo sucede la misma escena. No nos domina el miedo, pero sí la rutina, que nos priva del asombro. Jesús se nos presenta vivo, aunque no nos muestre sus llagas, pero sabemos que está ahí. ¿Y la alegría? ¿Desborda alegría nuestra liturgia? ¿Son nuestros cantos invitación al gozo por ver al Señor? Es verdad que no lo vemos como lo vieron los apóstoles, testigos de la fe. Pero, acabadas las apariciones, descubrían al Señor en los signos que dejó: la Eucaristía es el signo por excelencia. La que nos hace ser Cuerpo de Cristo, Iglesia del Señor.

Celebrar el domingo es celebrar la presencia del Resucitado que se nos revela con la novedad del primer día. Somos nosotros los que, como Tomás, seguimos pidiendo «ver» con los ojos de la carne, «tocar» con nuestras manos para poder creer. Olvidamos que hay formas de ver y de tocar que trascienden lo físico. El alma tiene sus sentidos: ve, oye, toca, gusta y huele. Hay un mundo, decía Ortega y Gasset, más allá de las superficies y de lo tangible, que es el de las «realidades religiosas». La liturgia nos permite entrar en ese mundo gracias a los signos que Cristo mismo ha instituido. Para ello, nuestro espíritu debe hacerse sensible, despertar a ese mundo que supera lo meramente físico. Los discípulos de Emaús reconocieron a Jesús cuando partió el pan, y María Magdalena lo reconoció cuando escuchó su nombre. ¿Qué nos pasa a nosotros? ¿No vemos la fracción del pan? ¿No escuchamos las misma palabras que escucharon los apóstoles? ¿No percibimos que Cristo habla y nos invita a entrar en comunión con él?

Hay un gesto de Jesús, cuando se aparece a sus apóstoles el mismo día de la resurrección, que está cargado de simbolismo y significación. Jesús, dice el evangelio, «sopló sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo». Este gesto recuerda al del Creador, insuflando su aliento en el barro de Adán, para hacer de él un ser vivo. Jesús resucitado sopla sobre los apóstoles para otorgarles el poder de dar la vida mediante el perdón de los pecados. Ese soplo de Cristo no ha terminado. El Resucitado sigue exhalando su aliento sobre la Iglesia, sobre nosotros, para que tengamos vida. Es el soplo del Espíritu capaz de despertar los sentidos del alma y hacernos ver, tocar, oír, oler y gustar el mundo nuevo en el que nos ha introducido la Resurrección de Cristo.  Los cristianos no nos inventamos las realidades espirituales propias de la fe, no nos autosugestionamos para percibir lo que trasciende los sentidos. No vivimos de la ilusión de creer, sino de la certeza que nos otorga la fe, la misma certeza con que Tomás tocó las llagas de Cristo, los de Emaús reconocieron a Cristo en la fracción del pan y la Magdalena escuchó de labios de Cristo su propio nombre. Esas «pruebas» de que Cristo vive nos permiten a nosotros celebrar la eucaristía de cada domingo con un alegría desbordante, con el frescor de la primera mañana de Pascua y reconocer que Cristo se hace presente en nuestras asambleas, se pone en medio de nosotros y nos saluda con la paz. Lo mismo que entonces.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Domingo, 27 Marzo 2016 15:12

Primogénito de entre los muertos

Judíos y cristianos creemos en la resurrección de la carne. Existe, sin embargo, una notable diferencia entre ambas creencias. En el judaísmo se espera la resurrección al final de los tiempos, cuando la historia se consume con el juicio de Dios. En el cristianismo, la resurrección ya ha comenzado en la persona de Cristo, que, al tercer día de morir, fue levantado de la muerte por el poder del Espíritu. Así lo confesamos en el Credo.

Esta diferencia entre la fe judía y la cristiana explica por qué los apóstoles no dieran crédito al hecho de la resurrección de Jesús. ¿Cómo era posible que, si Cristo había resucitado, la historia siguiera su curso como si nada hubiera pasado? ¿No coincidía la resurrección con el fin de los tiempos? La fe cristiana en la resurrección sólo podía atacarse si pudiera hallarse el cuerpo de Jesús. Pero éste no se hallaba en el sepulcro. De ahí que se hiciera correr el bulo de que los discípulos lo habían robado.  Por otra parte, comenzaron a suceder lo que se ha dado en llamar apariciones. Diferentes personas y grupos variados —mujeres, apóstoles, discípulos— confesaban haber visto al Señor. El verbo que se utiliza en los relatos de las apariciones es el pasivo causativo del verbo «ver», es decir, «hacerse ver», «mostrarse». Con este verbo se da a entender que las apariciones no eran fenómenos psicológicos de sugestión individual, productos de la propia imaginación. Como bien han señalado los estudiosos del evangelio, para creer en las apariciones del resucitado, hay que creer primero en el hecho de la resurrección, que, como hemos dicho, en el pueblo judío sólo se esperaba para el final de los tiempos.

Quien lea los relatos del evangelio con mirada crítica caerá en la cuenta de que la fe en la resurrección se impone a los apóstoles desde fuera de ellos mismos, desde Alguien que se muestra vivo, se hace presente entre los suyos, les invita a tocarlo para que vean que no es un fantasma y hasta les pide algo de comer para que crean que realmente está vivo. Por eso, cuando su inteligencia se abre a la fe, reconocen que ha comenzado el tiempo final, la etapa última de la historia  y que la resurrección de los muertos ha iniciado su andadura en la persona de Jesús. Por eso, lo llaman el «Primogénito de entre los muertos». En él, en efecto, los muertos han comenzado a resucitar.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Domingo, 27 Marzo 2016 14:35

¡Ha resucitado!

 

La resurrección de Cristo es el fundamento de la fe cristiana. Si todo acaba en la muerte de Cristo, somos los más desgraciados de los hombres, decía san Pablo. La grandeza de Jesús se reduciría a la de un gran maestro de sabiduría y a su compasión por el hombre. Pero la muerte habría acabado con todo dejando a Jesús en la bruma del pasado. Nada más. Por eso, Nietzsche no entendía que cada domingo repicaran las campanas por alguien que había muerto hacía tanto tiempo. Olvidaba que los cristianos confiesan, como Pablo ante el procurador Festo y el rey Agripa, que Cristo está vivo, porque ha resucitado venciendo la muerte para siempre.

El cristianismo sólo se explica desde la resurrección. Es verdad que un historiador no puede probar este hecho, que supera la historia e introduce a Cristo en un ámbito supratemporal e metahistórico. Tampoco el historiador y el científico pueden negarlo. Pero el cristianismo no se sostendría sin él. En un primer momento, los apóstoles no creyeron, y consideraron el anuncio de las mujeres —las primeras en descubrir el sepulcro vacío y ser testigos de las apariciones— como ensoñaciones e ilusiones femeninas. Pablo, fariseo y perseguidor de los cristianos, no creía en la resurrección. Por ello, caminaba a Damasco cuando el Resucitado le salió al encuentro. ¡Cuántas explicaciones han dado a este hecho los racionalistas con tal de no aceptar el testimonio de Pablo de haber visto a Cristo!

Son precisamente las apariciones de Cristo, a personas individuales y en grupo, las que llevaron a la fe a los apóstoles y a la Iglesia naciente. Habría que tacharles de embusteros, ilusos, exaltados, para afirmar algo que no era verdad y que para el pensamiento judío sólo se daría al fin de los tiempos. Por ello, los apóstoles afirman ante la gente y ante los tribunales que Cristo está vivo, que han comido y bebido con él después de resucitar, que han tocado al Verbo de la vida, como le sucedió a Tomás.  La Iglesia fundamenta su fe en esta experiencia real de los testigos del Resucitado. Testigos que, por defender la fe, fueron llevados al martirio. ¿Daría alguien la vida por defender una mentira? ¿Es posible imaginar, como pretenden algunas hipótesis fantasiosas, que los discípulos robaron el cuerpo de Jesús y dieron así origen a la fe cristiana? ¿Se puede explicar la multitud de cristianos que, a lo largo de la historia, han entregado su vida en nombre de Cristo al servicio de los hombres? Una mentira jamás es fecunda y, menos aún, en el orden del espíritu.

La fe cristiana, por tanto, se fundamenta en el triunfo de Cristo sobre la muerte que permite al hombre tener acceso a él en cada momento histórico. El hombre de ayer, de hoy y de mañana, es contemporáneo de Cristo porque éste le sale al encuentro, le interpela y le ama. La experiencia más genuina de la fe cristiana consiste en esta relación personal, directa, única con el Viviente. De ahí que la resurrección se entendió, desde el inicio de la fe cristiana, como una realidad que afectaba no sólo a Cristo sino a toda la humanidad. Por eso se llamó a Cristo «primogénito de entre los muertos». Los muertos habían comenzado a resucitar en la persona de Jesús. En el Libro de los Hechos tenemos una antigua fórmula de fe en la resurrección, según la cual Pedro y Juan «anunciaban la resurrección de los muertos en Jesús» (4,2). Aquí reside la verdad más original y fecunda de la fe cristiana, la que nos asegura que la muerte ha dejado de ser el «último enemigo del hombre», como dice san Pablo, porque Cristo la ha vencido en su resurrección, no sólo para él, sino para todos los que, unidos a él, hemos recibido ya las arras de la resurrección final.

 

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Martes, 22 Marzo 2016 08:28

Hosanna y Cruz

 

La liturgia del domingo de Ramos ofrece una visión completa de la contradicción que persiguió a Cristo durante toda su vida. Los hosannas del pueblo que le acoge jubiloso en Jerusalén se cambian en rechazo cuando piden a Pilato que lo crucifiquen. El príncipe de la paz se convierte en el nazareno cargado con la cruz. Esta contradicción expresa claramente que Jesús nunca fue comprendido por sus contemporáneos, por la sencilla razón de que no sació sus expectativas de un mesías político. Incluso dentro de los Doce Jesús padeció la contradicción. Hasta Pedro, que confiesa a Jesús como Mesías e Hijo de Dios, se opone al Maestro cuando anuncia su pasión. En varias ocasiones Jesús corrige a sus apóstoles cuando percibe que interpretan la instauración de su Reino desde una perspectiva temporal, en la que ellos ocuparán puestos de importancia. Cuando Jesús multiplica los panes y los peces, la multitud quiere hacerlo rey para tener así cubiertas sus necesidades más básicas. Y al explicar que no ha venido para eso, sino para saciarnos con el Pan de la Vida, Jesús comienza a quedarse solo.

La liturgia del domingo de Ramos escenifica, insisto, esta contradicción. Comienza con una procesión de cánticos gloriosos, pero inmediatamente se da paso a la lectura de la pasión y muerte de Cristo. A pesar de los siglos trascurridos, esta contradicción permanece, porque al hombre, y también al cristiano, le cuesta entender que la pasión y muerte de Cristo sirva para algo. A lo sumo, se valora como un acto ejemplar de Cristo, que manifiesta su bondad dejándose llevar a la cruz.

¿Por qué era necesario que el Mesías padeciera? se preguntaban desolados los discípulos de Emaús. ¿Por qué algunos miembros de la comunidad de Filipos, según dice Pablo, se declaran enemigos de la cruz de Cristo? ¿Cuál es la razón de que los griegos paganos consideren una necedad la predicación de la cruz y los judíos religiosos la valorasen como un escándalo?

Jesús responde a estas preguntas apelando al plan de su Padre a favor del hombre. Un plan que tiene que ver con el pecado de la humanidad, que Cristo se echa sobre sí para mostrarnos dos cosas que son inseparables: la gravedad del pecado y la infinita compasión de Dios. El hombre que no valore el pecado, nunca entenderá la pasión de Cristo, ni el significado de sus palabras en la última cena: «Esta es mi sangre de la alianza derramada por muchos para el perdón de los pecados». La pasión y muerte de Cristo revela lo que Pablo llama «misterio de iniquidad», es decir, el pecado, entendido como oposición a Dios y ruptura de la alianza con él. Y, al mismo tiempo, el Crucificado manifiesta la infinita compasión del Hijo de Dios con el hombre, al asumir el pecado de todos y clavarlo en la cruz estableciendo la paz definitiva con Dios. Esta compasión de Cristo con el hombre revela además que ningún sufrimiento humano, ninguna pasión que ponga al hombre al límite de sus capacidades, dejan indiferente a Dios, puesto que en su Hijo ha querido asumirlas e iluminarlas con la luz que brota del Resucitado. En su encíclica Spe Salvi dice Benedicto XVI: «Bernardo de Claraval acuñó la maravillosa expresión: Impassibilis est Deus, sed non incompassibilis, Dios no puede padecer, pero puede compadecer. El hombre tiene un valor tan grande para Dios que se hizo hombre para poder com-padecer Él mismo con el hombre, de modo muy real, en carne y sangre, como nos manifiesta el relato de la Pasión de Jesús. Por eso, en cada pena humana ha entrado uno que comparte el sufrir y el padecer; de ahí se difunde en cada sufrimiento la con-solatio, el consuelo del amor participado de Dios y así aparece la estrella de la esperanza».

+ César Franco

Obispo de Segovia

Martes, 22 Marzo 2016 08:26

Gritarán las piedras

 

El Triduo pascual viene precedido de un domingo gozoso que escenifica en la procesión de ramos la entrada triunfal de Cristo en Jerusalén montado sobre un asno. Cuando algunos fariseos le dicen a Jesús que reprenda a sus discípulos por los gritos que daban alabando a Dios y por los milagros que le habían visto hacer, Jesús les replica: «Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras».

Estas palabras suenan a proverbio y se han asociado a dos textos del Antiguo Testamento que ayudan a entender su significado en labios de Jesús. En Isaías 52,9 se dice: «Romped a cantar a coro, ruinas de Jerusalén». Es una invitación al júbilo del pueblo elegido porque se acerca el mensajero que proclama la paz y la cercanía de Dios que viene a reinar. Las ruinas de Jerusalén, símbolo del pueblo de Dios que había sido humillado por sus enemigos, cantarán a coro ante la salvación inmediata. El otro texto es del profeta Habacuc, que dice: «Las piedras de los muros gritan, las vigas de madera claman» (2,11). Estas palabras pertenecen a una serie de ayes de amenaza contra el imperio asirio por haber saqueado a pueblos y naciones, entre las que se encuentra Israel. El profeta alza su voz intercediendo por su pueblo y amenazando al opresor.

Al utilizar estas palabras, Jesús pudo anudar ambos sentidos. Por una parte, como mensajero y príncipe de la paz, montado sobre un asno como anunció Zacarías, justificaría que los suyos entonaran alabanzas a Dios, de modo que, si ellos callaran, gritarían las piedras. Se presentaría a sí mismo como el que viene a reinar mediante el establecimiento de la paz. Por otra parte, siguiendo al profeta Habacuc, sus palabras podrían traslucir una amenaza contra aquellos que le rechazaban y perseguían como hizo en otras ocasiones. Ambos sentidos cuadran con la situación por la que atraviesa Jesús, que entra en Jerusalén entre cantos de júbilos, pero saldrá de ella, cargado con la cruz y expulsado de la ciudad santa como si fuera un malhechor.

También nosotros somos interpelados por estas palabras de Cristo, porque con frecuencia participamos de las actitudes que aparecen en el evangelio: unas veces alabamos a Cristo y cantamos con júbilo su salvación, y otras veces, le rechazamos con nuestros comportamientos que merecen la advertencia de Cristo.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Sábado, 12 Marzo 2016 12:16

La misericordia vence al juicio

Hay pecados y pecados. Y, sobre todo, hay pecadores. Hay pecados que exponen al hombre a la vergüenza pública. Otros, permanecen ocultos en el corazón del hombre, sólo a la vista de Dios. Algunos pecados degradan al hombre en su relación social y pública, pueden ser señalados por el dedo, y estigmatizan a quien los comete. Otros, los ocultos, también degradan, y oscurecen la conciencia del hombre hasta tal punto que le impiden reconocer su culpa. Necesita muchas dosis de luz para romper la tiniebla que le ciega.

En cualquier caso, no hay pecado sin pecador, y éste con sus circunstancias. Y es el pecador el que es digno de toda misericordia, sobre todo si es expuesto a la ignominia pública o al escarnio de la sociedad. Es el caso de la mujer adúltera, sorprendida en el mismo pecado, y arrastrada hasta Jesús. La dejan a sus pies como a una presa de caza, y exigen que Jesús pronuncie la última condena. Quienes la han llevado, escribas y fariseos, también son pecadores, pero sus pecados no se ven, aunque sí sus consecuencias. En una de las diatribas más fuertes que Jesús mantiene con ellos en el evangelio, los llama «sepulcros blanqueados» porque, encalados por fuera, por dentro están llenos de rapiña y corrupción. Su peor pecado es la soberbia: juzgan a los demás, y se atreven también a juzgar a Cristo, como el fariseo Simón en la escena de la mujer arrepentida, conocida como la Magdalena.

Jesús, sorteando la trampa que le tienden, al preguntarle si deben cumplir la ley de Moisés que ordenaba lapidar a las adúlteras, les lanza una sentencia irreprochable: quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. Nadie lo hizo, se fueron retirando empezando por los más viejos, que naturalmente, en razón de la edad, habrían cometido más pecados. Jesús penetró con sus palabras en el santuario secreto de la conciencia, donde el hombre, si es sincero, reconoce que no está exento de culpa, sea la que sea. Como Sem y Jafet cubrieron con un manto la desnudez de su padre Noé, que estaba ebrio, así Jesús cubrió con sus palabras la vergonzosa humillación de la adúltera, y la levantó de su postración con el perdón. La absolvió de su culpa, y al mismo tiempo le dijo que no pecara más. Libró a la mujer de la lapidación y, superando la ley de Moisés, quebrantó el corazón de quienes se creían justos.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Sábado, 12 Marzo 2016 11:54

El que esté sin pecado…

En varias ocasiones los escribas y fariseos pretendieron tender una trampa a Jesús para acusarle ante el Sanedrín o ante el procurador romano. Una de ellas es la de la mujer adúltera, conducida ante Jesús para preguntarle si, como decía la ley de Moisés, debía ser lapidada. Era una pregunta con trampa. Si decía que no, sería acusado de contradecir a Moisés. Si decía que sí, podían llevarle ante el procurador de Roma por atribuirse una decisión que sólo correspondía al tribunal romano, la condena a muerte. El evangelio afirma que Jesús, ante la pregunta, se inclinó y escribía en la arena. Nadie sabe lo que escribió. Dice Papini que posiblemente «para que el viento se llevase las palabras que los hombres tal vez no hubieran podido leer sin miedo».

Como los acusadores insistían ante el silencio de Jesús, éste, erguido, pronunció una sentencia que se ha convertido en patrimonio de la moral universal: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».  Como una pedrada heriría esta sentencia el corazón de los hipócritas acusadores. Y, empezando por los viejos, se fueron escabullendo hasta dejar a Jesús y a la mujer solos. El seguía escribiendo en el suelo, mientras ella esperaba alguna palabra. Y esa palabra llegó en forma de pregunta, absolución y mandato. «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿ninguno te ha condenado? Ella contestó: ninguno, Señor. Jesús dijo: Tampoco yo te condeno. Anda y en adelante no peques más».

Las palabras de Jesús actuaron en el corazón de los que pedían la muerte como una espada aguda que llega a los entresijos del alma y discierne las intenciones. Al escucharlas, los jueces de la mujer se convirtieron en reos de la justicia de Cristo, y se escabulleron, considerando sin duda sus propios crímenes, sus posibles adulterios, sus juicios inmisericordes, su falsa justicia, como aquellos viejos que quisieron abusar de la casta Susana, y cuyos pecados inconfesables fueron puestos al descubierto por el profeta Daniel.

Una vez solos, Jesús, erguido de nuevo pues seguía escribiendo en la arena, le manifiesta su perdón, la absuelve de su pecado, con la advertencia de que no peque más. La misericordia de Cristo no disimula el pecado ni le resta importancia. Cristo es al mismo tiempo misericordia y verdad. Y ambas caminan juntas. Jesús, que ha venido a dar plenitud a la ley, no escamotea la gravedad del pecado, aunque esté siempre dispuesto a perdonar. Y la defensa que hace de la mujer frente a quienes deseaban lapidarla muestra que nadie puede condenar a otro, y que sólo Dios tiene la última palabra en el juicio de cada hombre, porque sólo él es el Santo y Justo.

Con sus palabras, Jesús desbarató la trampa que querían tenderle. Ni contradijo a Moisés, ni usurpó los derechos del procurador. Sencillamente, como en otras ocasiones, puso el dedo en la llaga de quienes se consideran justos y condenan a los demás. Vino a decir lo que san Juan afirma con toda claridad: «Si alguien dice que no tiene pecado, miente y la verdad no está en él». Todo hombre es pecador y, por tanto, necesita misericordia. El juicio y la condena no pertenecen a los hombres, muy dados a tirar la primera piedra a quien es sorprendido en pecado. ¡Cuántas veces se hace leña del árbol caído! Y en cuántas ocasiones lanzamos piedras a quienes cometen nuestros mismos pecados, que, si salieron a la luz, mostrarían la hipocresía de nuestros comportamientos y la falsedad de nuestra justicia cuando nos escandalizamos de los pecados ajenos. Deberíamos invertir los roles y decir con un gran predicador: «Dame, oh Dios, espíritu de hijo para contigo, espíritu de madre para con los demás, y espíritu de juez para conmigo». Entonces la piedra amenazadora se nos caería de las manos.

+ César Franco

Obispo de Segovia