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Viernes, 17 Enero 2020 09:29

Convenio Sepúlveda San Justo 2020

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Domingo, 27 Enero 2019 09:13

El día a día de Jesús. Domingo III T.O

Siempre se ha echado de menos que los evangelios no narren el día a día de Jesús al estilo de un diario que recogiera con detalle la actividad de lo que llamamos su ministerio público. Los evangelios no son biografías al estilo moderno, ni pretenden darnos información exhaustiva sobre todo lo que dijo e hizo Jesús. Tenemos, sin embargo, suficientes datos para formarnos una idea de cómo participó en la vida de sus contemporáneos. Y podemos decir que nada de esa vida le resultó ajeno. 

Cuando san Lucas sintetiza la vida de Jesús en el libro de los Hechos de los Apóstoles, dice simplemente que «pasó haciendo el bien». El domingo pasado veíamos a Jesús, junto a su madre y sus discípulos, participando en unas bodas a las que fue invitado, donde realizó el milagro de la transformación del agua en vino. Jesús no era, como Juan Bautista, un asceta retirado al desierto para hacer penitencia. Realizó su actividad de modo itinerante, acompañado de sus discípulos y de un grupo de mujeres que le seguía con fidelidad, como sabemos por el relato de la Pasión. Esto le permitió entrar en contacto con ciudades y aldeas donde predicó y realizó curaciones y milagros. Pasando por Naín, se encontró con el cortejo fúnebre de una viuda que llevaba a enterrar a su único hijo. Jesús, compadecido, lo devolvió a la vida. Atendía igualmente peticiones de personas que tenían necesidades materiales y espirituales. Sabemos, por ejemplo, que no le importaba gastar su tiempo dialogando con personas que querían conocer su enseñanza, como el fariseo Nicodemo, la samaritana, Zaqueo. También le gustaba compartir con sus amigos y dejarse invitar a comer, hasta el punto de ser tachado por sus enemigos de «comilón y bebedor, amigo de publicanos y prostitutas». Conocemos, al menos, la amistad que le unía a tres hermanos —Marta, María y Lázaro— que tenían una casa en Betania, cerca de Jerusalén, donde Jesús residía cuando se acercaba a celebrar las fiestas judías. También conocemos la relación que mantuvo con José de Arimatea, miembro ilustre del Sanedrín, que se hizo cargo del cuerpo de Jesús y lo enterró en su propio sepulcro.
Excepcional en un maestro de la ley fue su relación con los grupos sociales considerados por la ortodoxia farisea como excluidos del Reino de Dios, bien por sus pecados públicos, o bien por los oficios que realizaban exentos de buena reputación, como era el caso de los publicanos. Su cercanía a los leprosos, excluidos de la vida social y con los que no se podía tratar —¡cuánto menos tocarlos!— muestra que Jesús no entendía de convencionalismos y buscaba a la persona en su necesidad para ofrecer la amistad con Dios, que se hacía presente en él mismo. Por eso, tuvo que defenderse de quienes le tildaban de transgresor de la ley porque curaba en sábado o permitía hacer algo que prohibía la ley judía. Algunas de sus parábolas son una defensa encendida de su comportamiento.
Se pude decir, por tanto, que su delicia era «estar con los hijos de los hombres» y vivir atento a cada persona que se cruzaba en su camino. El tiempo era para Dios en la oración y para los hombres, sus hermanos. Cuando acabamos de salir del tiempo de Navidad entendemos con claridad que Jesús ha puesto su morada entre los hombres. Vino a buscarlos y los encontró. También se dejó encontrar por ellos, porque sabía la necesidad que tenían de su compañía. No hacía distinciones de clases sociales ni religiosas, pues era para todos. Entró en contacto con los paganos de pueblos cercanos, ofreciéndoles la salvación, pues era el Pastor que venía a reunir a todos los pueblos bajo su cuidado. Sabemos bastante de él para poder decir que su pasión era el Padre y los hombres.

+ César Franco
Obispo de Segovia

Domingo, 18 Noviembre 2018 09:51

Domingo XXXIII T.O.

«El pobre gritó y el Señor le escuchó»
(II Jornada Mundial de los pobres)

Celebramos este domingo la II Jornada Mundial de los pobres, establecida por el Papa Francisco el año pasado. En su mensaje para este día, dice que «pretende ser una pequeña respuesta que la Iglesia entera, extendida por el mundo, dirige a los pobres de todo tipo y de cualquier lugar para que no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Probablemente es como una gota de agua en el desierto de la pobreza; y sin embargo puede ser un signo de cercanía para cuantos pasan necesidad, para que sientan la presencia activa de un hermano o una hermana. Lo que no necesitan los pobres es un acto de delegación, sino el compromiso personal de aquellos que escuchan su clamor».
Es obvio que el problema de la pobreza en el mundo no se arregla con una Jornada anual. El Papa habla de «pequeña respuesta» para que los pobres no piensen que su grito se ha perdido en el vacío. Los pobres, ciertamente, gritan. Si pudiéramos recoger en un instante los gritos de la humanidad doliente a lo largo de los siglos, moriríamos de estremecimiento. El pobre grita. Con palabras y sin ellas. Su dolor es un inmenso grito de soledad y abandono. El pobre expresa en primer lugar su dolor. Pero es también un grito contra los que no escuchan y se cierran en su sordera egoísta para no ser molestados. Hay cascos para evitar el ruido de las calles, y los hay también para no escuchar el dolor ajeno. Abel murió asesinado por su hermano Caín. Lo mató en la soledad, para que nadie lo viera, pero su sangre «gritó» ante Dios y Dios lo escuchó.
Dice también el Papa que Dios siempre «escucha» el grito de los pobres. Acude compasivo en su ayuda y en el corazón de Dios se clava el sufrimiento de los pobres, como se clavó en el costado de Cristo la lanza del soldado. Dios atiende los gemidos de los hombres, aunque para muchos permanezca insensible, indiferente. No sabemos de qué manera, pero Dios hace justicia siempre y en su Hijo, el pobre sufriente en la cruz, ha dicho una palabra de compasión universal para todos los hombres, en la que recoge todo sufrimiento humano para redimirlo como sólo él sabe hacerlo. El Siervo de Dios crucificado es al mismo tiempo, juicio, redención y promesa de que ningún grito quedará en el vacío. Eso quiere decir el Papa con su tercer idea: Dios lo liberó.
La acción de Dios siempre es salvadora. Desde el inicio al fin de la historia, Dios se ha manifestado como salvador. Salvo a Noé del diluvió. Salvó a su pueblo de la esclavitud de Egipto porque escuchó su grito. Salvó a Daniel del foso de los leones. Salvó a su pueblo del exterminio mediante mujeres como Judit y Ester. Dios se llama «el que salva». Por eso el Hijo de Dios tomó el nombre de Jesús, porque «salva al mundo del pecado». La vida de Jesús entre los hombres es toda ella la respuesta que Dios ha dado al drama del pecado y de la muerte, y al drama del sufrimiento humano. Por eso, la Iglesia, los cristianos, tenemos una misión salvadora, liberadora de las esclavitudes que provocan quienes sin compasión disfrutan de los bienes de la tierra como si fueran exclusivamente suyos.
En el evangelio de hoy, que anuncia ya el fin del año litúrgico, se nos dice que el Hijo del Hombre «está cerca, a la puerta». Más cerca de lo que pensamos, pues la vida es brevedad, un soplo. Si lo pensamos, todos somos pobres que, ante la muerte, gritamos a Dios y esperamos que nos escuche y nos ofrezca la salvación. Nadie se salva a sí mismo. Pero tiene razón Santiago cuando dice que quien salva a un hermano se salva a sí mismo. Ahí tenemos la respuesta de Dios al sufrimiento del hombre. Por eso, en el juicio se nos examinará de amor.

 

+ César Franco
Obispo de Segovia.

 

Domingo, 11 Noviembre 2018 19:47

Domingo XXXII T.O.

El valor de dos céntimos

En tiempos de Jesús existía en el templo de Jerusalén el gazofilacio del templo, con tres buzones en forma de trompeta invertida, colocado en el muro del atrio de las mujeres donde se echaban las limosnas para el culto. El evangelio de hoy cuenta que Jesús estaba sentado frente a este lugar y observaba lo que hacia la gente. Dice san Marcos que «muchos ricos echaban mucho; se acercó una viuda pobre y echó dos monedillas. Llamando a sus discípulos, les dijo: En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de los que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir» (Mc 12, 42-44).
Esta conmovedora escena es algo más que un relato edificante. Manifiesta el corazón del verdadero sentido del culto a Dios. Es sabido que las viudas en Israel estaban condenadas a la marginación y a la pobreza, vivían únicamente de lo que les dejaba su marido. Por eso, en la Iglesia de Jerusalén, surgió una disputa porque algunos grupos de viudas eran desatendidas. Y en la carta de Santiago se dice: «La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción» (Sant 1,27). Se explica así que en la liturgia de este domingo se recoja también el caso de la viuda de Sarepta, en la región pagana de Sidón, que se dispone, con el poco aceite y harina que tenía, a cocer un panecillo para comer ella y su hijo, y después esperar la muerte. El profeta Elías le pide que se lo dé a él y le promete que nunca le faltará aceite y harina. Así sucedió: ni la orza de harina se vació ni la alcuza de aceite se agotó. 
Las dos viudas se encuentran en extrema necesidad. Jesús elogia a la que echa las dos monedillas en el cepillo del templo porque ha echado todo lo que tenía para vivir. Sólo queda pendiente de la providencia divina. Y Jesús contrapone la magnanimidad de esta pobre viuda a las grandes limosnas de los ricos, aclarando que echaban de lo que les sobraba. Frente a quien sólo se apoya en la muerte, las riquezas de quienes viven en abundancia no llegan al valor de las dos monedas. Mientras la viuda da todo lo que tiene para vivir, los ricos se desprenden —aunque sea mucho, como subraya el texto— de lo que les sobra.
Decía que esta escena no puede reducirse a un relato edificante. Refleja el corazón del evangelio: amar a Dios con todo nuestro ser, amarlo con la radicalidad de la entrega total, sin reservarnos nada. Este amor supone un total abandono en la confianza de que Dios vela por sus hijos. La viuda de Sarepta recogió el fruto de su limosna al borde de la muerte. Me complace imaginar que también la del templo de Jerusalén encontró su recompensa. Y me atrevo a sugerir una hipótesis, sin pretender completar el relato evangélico. Como Jesús tenía una bolsa de dinero para atender a los pobres —cosa que sabemos por el evangelio—, es legítimo pensar que bien por sí mismo o por el limosnero, que era Judas Iscariote, haría llegar a la viuda alguna limosna muy superior a la que ella había echado en el cepillo. No me imagino a Cristo dejándola partir sin subsistencia. La miraría con una compasión propia de Dios y le haría sentir, en caso de que fuera el mismo el dador de la limosna, que Dios le devolvía con creces lo único que tenía para vivir. En los ojos de aquella mujer brillaría la alegría sorprendente de saber que su vida valía mucha más que dos céntimos, muchísimo más que las riquezas de quienes daban de lo sobrante. No hay que olvidar que Jesús preguntó en cierta ocasión: ¿No se venden dos gorriones por un céntimo? Y nos dejó la respuesta: «No tengáis miedo, valéis más vosotros que muchos gorriones» (Mt 10,31).

+ César Franco
Obispo de Segovia

Jueves, 13 Septiembre 2018 00:00

Divorcio entre fe y vida , D. XXIV T.O.

Creer no es sólo confesar con los labios las verdades de la fe. Creer es conformar toda nuestra vida con esas verdades. Decía Romano Guardini que la fe es su contenido. El Concilio Vaticano II afirma que «el divorcio entre la fe y la vida diaria de muchos debe ser considerado como uno de los más graves errores de nuestra época» (GS 43). Ese divorcio nos hace llevar vidas paralelas: por una parte lo que creemos; por otra, lo que practicamos.

            La escena que narra el evangelio de este domingo es una perfecta ilustración de ese divorcio entre la fe y la vida. Jesús pregunta a sus apóstoles qué dice la gente de él. Estos le resumen lo que se decía de él: que era Elías, Juan Bautista revivido o uno de los profetas. Jesús, entonces, les pregunta directamente qué piensan ellos. Pedro toma la palabra y hace la solemne confesión de fe: «Tú eres el Mesías». Jesús les impone silencio sobre esta confesión y comienza a describir cuál será su destino, para que no piensen que es un mesías político. Ha de padecer, ser ejecutado y resucitar al tercer día. La situación cambia de inmediato: Pedro toma aparte a Jesús y comienza a increparlo, mostrando su desacuerdo con ese destino dramático. Entonces, Jesús, mirando a sus apóstoles, se dirige a Pedro con estas palabras: «¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!».

            Pedro ha confesado la fe, y esto le alcanza de Cristo el Primado en la Iglesia. Sin embargo, cuando Jesús explica qué significa ser Mesías, Pedro se resiste a aceptarlo, se opone a Jesús como si se tratara del mismo Satanás. La fe confesada, podríamos decir, queda sin contenido. Pedro no piensa como Dios, sino como los hombres: excluye la paradoja de la cruz, el misterio pascual de Cristo, que consiste en morir para dar vida.

            El pasaje evangélico termina con estas palabras de Jesús que son el programa para sus discípulos, los de entonces y los de ahora: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque, quien quiera salvar su vida, la perderá, pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8,34-35). Aquí Jesús no habla de fe, pero define magistralmente la vida del creyente. Creer es poner la vida a disposición de Jesús y de su evangelio siempre y en cada circunstancia, y, de modo especial, cuando llega el momento de la cruz. Pasar de la fe confesada a la fe vivida significa que renunciamos a nuestra propia vida, tal como la planteamos al estilo humano. Pensar como Dios es aceptar su voluntad, su plan de salvación. Pensar como los hombres es diseñarse la fe a su manera, vivir para nuestros planes y realizaciones personales, apegarnos a nuestros intereses presentados —eso sí—«religiosamente», pero intereses propios al fin y al cabo. Los planes de Dios pasan necesariamente por la obediencia a su voluntad, que raramente coincide con la nuestra. Por eso, Jesús utiliza la dialéctica de perder para ganar. En el seguimiento de Cristo, se gana cuando uno se pierde a sí mismo, se olvida de sus pretensiones, y carga con la cruz. Esto es lo que san Pablo llama la «sabiduría de la cruz», contrapuesta a la «sabiduría del mundo». Y esto es lo que estos días se ha celebrado en tantos lugares de nuestra geografía como la fiesta de la exaltación de la santa Cruz, que no significa exaltar el dolor por sí mismo —el cristianismo no es masoquista—; significa que estamos dispuestos a llevar la cruz porque sólo así salvamos nuestra vida del peor enemigo que nos asedia: nosotros mismos. Sólo quien sigue a Cristo y pierde día a día su vida por amor, se salva a sí mismo, es decir, vive la fe que confiesa con sus labios.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Jueves, 06 Septiembre 2018 15:01

Disponibilidad y servicio D. XXIII T.O

En estos primeros días de Septiembre se está realizando en la diócesis las tomas de posesión de los sacerdotes que han recibido algún encargo pastoral. Es una ocasión privilegiada para reflexionar sobre la diócesis y el ministerio de los sacerdotes en favor de las comunidades cristianas. Y, sobre todo, para comprender lo necesario que es en la Iglesia el servicio y la disponibilidad a ejemplo de Cristo, que no vino a ser servido sino a servir y entregar su vida por todos.

              A pesar de la reforma del Concilio Vaticano II, muchas veces se tiene la idea de que hay parroquias de primera, segunda y tercera categoría. Y se percibe el ministerio sacerdotal como un ascenso de menos a más. Esta no es la perspectiva evangélica. El sacerdote se ordena para servir donde se le requiera, según las necesidades del bien común. Se acabó el tiempo en que las parroquias se tenían en propiedad. Cristo es el único dueño de su Iglesia. Todos los demás somos siervos. Cuando el sacerdote recibe la ordenación promete ante el pueblo respeto y obediencia al obispo, indicando que pone su vida al servicio de la Iglesia hasta su muerte. Hoy en un sitio, mañana en otro, el sacerdote es un enviado que lleva el tesoro de su ministerio en una pobre vasija de barro. Como decía san Pablo, sea en prosperidad o adversidad, en persecución o en libertad, somos siervos de Cristo y siervos de los hombres en Cristo Jesús.

              Es verdad que la naturaleza de la persona hace que nos apeguemos a los que conviven con nosotros y nos resulte doloroso la despedida. Pero no es signo de madurez cristiana ni de identidad eclesial pensar que un sacerdote es propiedad exclusiva de una parroquia o colaborar con la Iglesia dependiendo de la simpatía que pueda despertar el pastor que dirige la comunidad. No somos de Pedro, ni de Pablo ni de Apolo. Somos de Cristo, porque sólo él ha dado la vida por nosotros. Y todo sacerdote representa a Cristo. Ya dijo Jesús que «a quien vosotros acoge a mí me acoge, y a quien vosotros rechaza a mí me rechaza». Gracias al sacramento del orden, Cristo se hace presente en los sacerdotes que le visibilizan a pesar de sus imperfecciones y pecados.

              Es sabido, además, que el sacramento del orden es para siempre. Un sacerdote no se jubila nunca de su sacerdocio. El Código de Derecho Canónico pide que a los 75 años los obispos y sacerdotes presenten al Papa o al obispo, respectivamente, su carta de dimisión del cargo que ostentan. Corresponde al Papa y al obispo aceptar esa dimisión, pero esto no significa el cese en el ministerio sacerdotal y episcopal que se ejercen hasta el fin de la vida si Dios concede facultades para ello. La Iglesia no es una empresa donde la jubilación se rige según el modelo civil. Un sacerdote consciente de su vocación sabe que su ministerio sólo cesa con la muerte. Por eso es admirable contemplar a sacerdotes que han cruzado la frontera canónica de los 75 años y siguen sirviendo a la Iglesia con alegría y generosidad allí donde se les necesita. Y por eso merecen nuestra gratitud, porque gracias a ellos en las comunidades se hace presente el mismo Cristo. Nada de esto se entiende cuando nos falta fe en el misterio de la Iglesia o cuando contemplamos el ministerio sacerdotal desde perspectivas meramente sociológicas o empresariales. En la memoria colectiva de la Iglesia la imagen que prevalece del sacerdote es la del hombre entregado tan totalmente a Dios que sirve a los hombres sin buscarse a sí mismo, con plena disponibilidad para vivir con libertad y entrega la vocación profética: Heme aquí, Señor, envíame donde quieras. Para vivir así nunca nos faltará ni la gracia de Cristo ni la oración de la Iglesia.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Jueves, 30 Agosto 2018 00:00

El culto verdadero. XXII T.O.

En tiempos de Jesús la norma suprema del comportamiento moral era la Ley de Dios transmitida por Moisés. Jesús dice que no ha venido a abolir la Ley sino a cumplirla, expresando así su estima por los mandamientos de Dios. Sin embargo, a lo largo de la historia, se desarrollaron prescripciones referidas sobre todo a la pureza cultual, que no sólo complicaban el cumplimiento de los mandatos divinos, sino que oscurecían el sentido del verdadero culto y de la vida moral. Los diez mandamientos habían dado paso a los 613 preceptos que la tradición judía proponía como sistema moral. El libro del Deuteronomio previene sobre este riesgo cuando Moisés, al trasmitir la Ley, dice: «No añadáis nada a lo que yo os mando ni suprimáis nada; observaréis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy» (Dt 4,2).

            En este contexto se entiende el evangelio de este domingo. Los escribas y fariseos se acercan a Jesús y le echan en cara que sus discípulos coman sin lavarse las manos, que era una de las prescripciones vigentes. Jesús les contesta con palabras del profetas Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». Y termina con esta sentencia: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres» (Mc 7,6-8).

            Jesús distingue claramente entre lo que viene de Dios y lo que sólo es tradición de los hombres. Y para dejar aún más claro su pensamiento, Jesús explica el fundamento de la verdadera religión que agrada a Dios. Esta no consiste en las distinciones farisaicas sobre alimentos puros e impuros que contaminarían al hombre, obligándole a ritos de purificación externa. Nada de lo que entra en el hombre —dice Jesús— puede hacerlo impuro, porque no entra en el corazón sino en el vientre, y se expulsa en la letrina. Lo que hace impuro al hombre es lo que sale del corazón, lo que procede de su interior: los pensamientos perversos, los robos y homicidios, las fornicaciones y adulterios, las codicias, fraudes, envidia y difamación, el orgullo y la frivolidad. Esto hace impuro al hombre. En realidad, Jesús vincula su enseñanza a la de los grandes profetas de Israel que criticaban el culto exterior cuando no iba acompañado del culto interior. Por eso, el salmo 51 resume la actitud del hombre religioso en esta súplica: «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro». Y el profeta Ezequiel anuncia la nueva alianza que Dios establecerá con su pueblo en los tiempos mesiánicas: «Os daré un corazón nuevo, y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne» (Ez 36,26). Esto es lo que con otras palabras dice Jesús a la samaritana cuando ésta le pregunta por el verdadero culto. Jesús le dice que los adoradores de Dios, lo adorarán en espíritu y en verdad.

            La tendencia a complicar lo sencillo y a sustituir los mandatos de Dios por tradiciones humanas es muy propia de los hombres que quieren justificarse a sí mismos. En lugar de aceptar la voluntad de Dios, escrita en el corazón y manifestada en Jesucristo, buscamos sucedáneos de lo religioso, que siempre están elaborados a imagen de nuestra propia medida. Marginamos lo esencial para quedarnos en lo accesorio e intrascendente, como puede ser lavarse o no las manos. Por eso, hoy, el apóstol Santiago nos da una norma de comportamiento que apunta en la misma dirección que las palabras de Jesús: «La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo» (Sant 1,27).

+ César Franco

Obispo de Segovia

Jueves, 23 Agosto 2018 00:00

El evangelio sin glosas D. XXI T.O.

Muchos cristianos tenemos a veces la tentación de rebajar las exigencias del evangelio. Pretendemos acomodarlo a nuestras entendederas. En su exhortación apostólica Gaudete et Exultate, el Papa Francisco dice que «se suele reducir y encorsetar el Evangelio, quitándole su sencillez cautivante y su sal» (58). Y añade que ante las exigencias de Jesús «es mi deber rogar a los cristianos que los acepten y reciban con sincera apertura, «sine glossa», es decir, sin comentario, sin elucubraciones y excusas que les quiten fuerza» (97).

            Desde el comienzo del cristianismo, los intentos por acomodar el evangelio a la mentalidad de quienes lo leían, incluyendo a los cristianos, han sido frecuentes. San Pablo tenía que advertir a sus comunidades de que sólo había un evangelio, y que si alguien, incluso un ángel del cielo, predicaba otro distinto, se le debía rechazar como falsificador. Cuando predicó en Atenas, él mismo sufrió la tentación de callar lo que llamaría después «la sabiduría de la cruz», pues temió no ser comprendido por la mentalidad pagana. A pesar de eso, experimentó el fracaso, y comprendió que no era quién para enmendar la plana a su maestro. Desde entonces dirá que sólo predica a Cristo y a éste crucificado

            En el evangelio de hoy, leemos el pasaje en que Jesús afirma sin ambigüedad que hay que comer su cuerpo y beber su sangre para tener vida eterna. Lo sorprendente de esta afirmación hace que muchos se echen atrás y dejen de seguir a Jesús, y cuando éste se da cuenta de que también entre sus discípulos puede empezar la deserción, pregunta: «¿También vosotros queréis marcharos?». Es Pedro quien responde con la firmeza de la fe de la que ha sido investido: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6,68-69). Sólo desde esta profunda convicción se pueden aceptar las exigencias del evangelio de Jesús sin necesidad de recortarlas, acomodarlas o, menos aún, suprimirlas por duras que parezcan. Jesús podía haber suavizado las condiciones de su seguimiento. Podía haber dicho que la eucaristía era una simple símbolo de amistad; que la cruz no era necesaria para entrar en el Reino,  o que el pecado no tenía tanta importancia en la relación con Dios y con los hombres. Podía, naturalmente, haberse bajado de la cruz y renunciar también a la humillación de ser juzgado por blasfemo; podía habernos redimido desde el poder y no desde la encarnación aceptando nuestra carne. Pero ninguna hipótesis puede alterar el contenido del evangelio ni la necesidad de seguir a Jesús tal y como él lo exige, puesto que, como dice Pedro, sólo él tiene palabras de vida eterna.

            La clave para entender a Jesús es, en realidad, «la vida eterna» que nos ofrece. Porque Jesús no ha querido constituir una comunidad de amigos que se lleven bien dentro de los cánones que ellos mismos establezcan. Jesús ha constituido una comunidad de quienes aspirar a salvarse. Y esa comunidad tiene como ley el evangelio y como camino la fidelidad al Señor que va delante abriendo nuestra inteligencia a la Verdad que nos trae del Padre. Por tanto, no se trata de acomodar la Verdad de Dios a mi corto y pobre entender, sino abrirme a aquel que me salva. En una carta de Unamuno a un universitario que se desahogaba porque no quería rebajar sus exigencias de estudio a las pretensiones superficiales de sus amigos, le decía: «¿Qué no te entienden? Pues que te estudien o que te dejen; no has de rebajar tu alma a sus entendederas». Si esto lo dice un sabio a propósito de la ciencia humana, ¡cuánto más podremos decir de rebajar la verdad evangélica a nuestro corto entendimiento!

+ César Franco

Obispo de Segovia

Jueves, 16 Agosto 2018 00:00

Vivir para siempre D. XX T.O.

Vivir para siempre es el deseo irreprimible del ser humano. Ese deseo confirma la tesis de que Dios ha creado el hombre para la vida imperecedera. ¿De dónde vendría tal deseo si no? ¿Por qué habría de aspirar a la inmortalidad si fuese mortal por naturaleza como los otros seres? Nuestra rebeldía ante la muerte arranca de esta necesidad esencial que el hombre tiene de vivir. La muerte es pues, antinatural, no corresponde a la naturaleza del hombre. Entonces, ¿de dónde viene la muerte? ¿Por qué morimos?

            La respuesta a estas preguntas en la revelación cristiana sólo se acoge desde la fe. Dios no ha creado la muerte, dice la Escritura. Es el fruto y precio del pecado del hombre, engañado por el diablo, padre de la mentira. Dios es Dios de vivos y no de muertos, para él todos están vivos. De ahí que la muerte física no sea el problema más grave de la existencia humana; el más grave es morir para siempre. Los mártires cristianos han afrontado la muerte sabiendo que quienes les mataban no podían arrebatarles la vida sin fin. Como dice Jesús en el evangelio: «No temáis a quienes matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. No; temed al que puede llevar a la perdición alma y cuerpo» (Mt 10,28).

            En el evangelio de este domingo Jesús se presenta como el pan que da a los hombres la vida eterna. Son muchas las imágenes que Jesús utiliza para decirnos que él ha venido a darnos la vida inmortal. A la samaritana le habla del agua que salta hasta la vida eterna, porque aquella mujer iba todos los días a buscar el agua del pozo de Jacob. A Nicodemo le dice que tiene que nacer de nuevo si quiere vivir para siempre: se refería al agua y al Espíritu que reciben los bautizados. Al utilizar la imagen del pan, Jesús piensa en el misterioso maná que descendió del cielo cuando los israelitas pasaban hambre en el desierto. En este contexto Jesús se presenta como alimento de quienes desean vivir para siempre. Y dice estas significativas palabras: «Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí». (Jn 6,57). Quien escuche estas palabras, fuera del contexto en que fueron pronunciadas, pensará que Jesús está loco. También sus oyentes dijeron que tal lenguaje resultaba duro, escandaloso. Sólo después de resucitar, sus apóstoles llegaron a la plena comprensión de las palabras de Jesús, porque sólo alguien que ha vencido la muerte mediante la resurrección puede ofrecer a los demás esa misma victoria sobre la muerte. Por eso Jesús se refiere a Dios, su Padre, por quien vive, para asegurar que también quienes coman su pan vivirán por él.

            El cristianismo es la religión más positiva que existe porque se fundamenta en aquel que es la resurrección y la vida. El Hijo de Dios ha venido a vencer la muerte para siempre. Jesús no nos asegura una inmortalidad del alma, separada del cuerpo, que puede deducirse de la mera razón, como afirman algunos filósofos. Jesús promete la resurrección de la carne, es decir, la restauración del hombre en su unidad integral de cuerpo y alma. Asegura la participación en su misma resurrección si comemos de él, Pan vivo bajado del cielo. La simbología del lenguaje no disminuye la realidad del contenido de sus palabras. En la eucaristía comemos y bebemos un alimento de inmortalidad, que es viático para la vida eterna. Jesús no utiliza bellas metáforas vacías de contenido. El es la Verdad y la Vida y hace aquello que dice, como el mismo Dios del Antiguo Testamento cuya palabra se cumplía inexorablemente. Por eso, al resucitar, se deja tocar y se muestra con la realidad de su cuerpo resucitado, a imagen del cual un día nosotros resucitaremos como él.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Jueves, 09 Agosto 2018 00:00

El Dios revelado, D. XIX T.O.

La idea que el hombre se hace de Dios es, en general, la de un ser inaccesible, apartado de los hombres. Y cuando lo imagina viniendo a este mundo desde su altura —por ejemplo, el monte Olimpo— pierde su carácter inefable, enredado en las mismas pasiones del común de los mortales. ¿Quién cree en las mitologías greco-romanas? Resultan grotescas e inaceptables para la razón. El hecho mismo de la multiplicidad de divinidades no cuadra con el presupuesto razonable de que sólo puede haber un único Dios más allá del cual nada puede pensarse, como decía san Anselmo en su argumento ontológico.

            La revelación bíblica se caracteriza porque el Dios trascendente, cuyo nombre es innombrable, y cuyo rostro nadie puede ver y seguir con vida, ha entrado también en la historia. Los estudiosos de la Biblia reconocen que la idea del Dios creador es posterior a la del Dios de la historia. Israel ha tomado conciencia de que el único y verdadero Dios habló a Abrahán, a los patriarcas, a Moisés y a los profetas. Es decir, salió a su encuentro y estableció alianzas con su pueblo. Es un Dios trascendente y al mismo tiempo unido a la historia del pueblo elegido. Su condición de ser inefable es compatible con la de quien se preocupa del acontecer histórico. La imagen de Dios que pasea con Adán y Eva en el jardín del Edén, según dice el Génesis, es una hermosa metáfora que describe la naturaleza de Dios presente en la vida de los hombres.

            El cristianismo ha dado un paso más. Es el término de la revelación bíblica, anunciada por los profetas de Israel cuando presentan a Dios como aquel que gobierna y pastorea directamente a su pueblo. Isaías, sin dejar de pensar en Dios como el ser trascendente y terrible en su gloria, lo llama Enmanuel, «Dios con nosotros». A este Dios se refiere Juan en el prólogo del evangelio cuando dice que «se hizo carne y puso su tienda entre nosotros». Dios ha realizado su plan de salvación haciéndose hombre, uno de nosotros. No hay duda de que esta verdad resulta sorprendente, y para muchos inaceptable y absurda, porque no conciben cómo puede conjugarse la trascendencia de Dios con su inmanencia entre los hombres. Se explica así lo que narra el evangelio de este domingo. Cuando Jesús dice de sí mismo que es el Pan bajado del cielo, sus oyentes se escandalizan argumentando de esta manera: «¿No es este Jesús, el Hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?».

Para un judío, la sola idea de que un hombre afirmara tal cosa resultaba blasfema, pero es aquí donde reside la contradicción en la que se mueve el hombre —no sólo el judío—  al pensar sobre Dios. Por una parte, se rechaza a un Dios que parece ajeno a la vida de los hombres. Por otra, escandaliza que un hombre pueda ser Dios y compartir nuestra vida. Quizás nos traicione el subconsciente de que tal Dios no arregla nada, es demasiado humano. Y esta es justamente la revelación de Cristo: Él ha superado la distancia entre Dios y el hombre. Como dice Ratzinger, en Cristo «Dios se ha mediado a sí mismo». Se ha hecho tan tangible y cercano como el pan. Al tomar nuestra carne y entregarla para la vida del mundo ha respondido, en realidad, al deseo del corazón: ver un Dios a nuestro lado, viviendo y padeciendo con nosotros. Muriendo por nosotros y con nosotros para ofrecernos lo que sólo Dios puede dar: la vida eterna, la resurrección. Si pensamos con categorías racionalistas, puede parecer un absurdo. Pero, si abrimos el corazón a la revelación, entenderemos que Dios es tan palpable «como realmente palpables fueron para Elías el pan cocido y la jarra de agua que aparecieron milagrosamente a su lado en el desierto» (U. von Balthasar).

+ César Franco

Obispo de Segovia

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