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La relación entre Pedro y Jesús ha quedado definida en el encuentro de Cesarea de Filipo, que narra el evangelio de este domingo. Jesús se interesa por conocer qué piensa la gente de él y lo pegunta a sus discípulos. Las contestaciones son variadas: unos dice que Juan Bautista, otros que Elías, Jeremías o uno de los profetas. Jesús da un paso más y pregunta qué piensan de él sus discípulos. La respuesta inmediata viene de Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Esta respuesta sintética no se contenta con decir lo que algunos sospechaban: Jesús es el Mesías. Añade algo más: El Hijo de Dios vivo. ¿De dónde viene este segundo nombre? En el salmo 2 (versículo 7) Dios se dirige al Mesías y le dice: «Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado». Pedro, por tanto, confiesa la fe contenida en el salmo, y une los dos títulos: Mesías e Hijo de Dios.

Ante esta respuesta, Jesús responde con un elogio de Pedro, llamándolo bienaventurado, porque su confesión no es el resultado de su saber ni de su indagación intelectual. Es una «revelación» del Padre del cielo. Por eso es dichoso, porque Dios ha tenido a bien revelarle el misterio de Jesús. Y en razón de esta revelación, Jesús, en contrapartida, revela quién es realmente Pedro. Con gran solemnidad, Jesús afirma: «Ahora te digo yo: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del Reino de los cielos; lo que ates en la tierra, quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra, quedará desatado en el cielo». No se puede conceder un poder más grande a un hombre. Se trata de un poder espiritual, que está íntimamente vinculado a la persona de Cristo. Pedro sólo se entiende desde Cristo, y desde la fe en él. Por haber recibido la revelación de la verdadera identidad de Jesús de Nazaret, Pedro es constituido en la roca sobre la cual el Hijo de Dios edificará su Iglesia. En sus manos están las llaves del Reino de los cielos, de manera que lo que Pedro ate y desate en la tierra tiene su correspondencia exacta en el cielo. Pedro no sustituye de ninguna manera a Cristo, porque Cristo vive y no tiene sustituto. Pedro no sucede a Cristo, como algunos erróneamente afirman. Es Vicario de Cristo y goza de su autoridad para pastorear la Iglesia universal, pero no ocupa el lugar que sólo corresponde a Cristo. Pedro tiene sucesores, Cristo no.

Sabemos que Pedro, después de su confesión, tuvo que purificar su fe y su relación con Cristo. Intentó apartar a Jesús del camino hacia la cruz porque entendió su mesianismo de manera temporal. En la pasión, lo negó tres veces. Sin embargo, la promesa de Jesús se mantuvo inalterable: Pedro era la roca que daría a la Iglesia fidelidad, estabilidad, permanencia. Una vez resucitado de entre los muertos, Jesús le confirma como Primado de la Iglesia, no reniega de él y le confía el cuidado de las ovejas y de los corderos, es decir, de la totalidad del pueblo de Dios. Y esta gracia que otorga a Pedro es gracia para toda la Iglesia porque no termina con él, sino que continúa en sus sucesores. Se trata de una gracia conferida al pueblo de Dios, que recibe en Pedro, y ahora en el Papa Francisco, la certeza de la verdad sobre Cristo, la revelación de que Jesús de Nazaret, es el Mesías, el Hijo de Dios vivo.

A lo largo de la historia de la Iglesia ha habido papas santos y papas pecadores. Ha habido momentos de esplendor del Papado y momentos de oscuridad. Sin embargo, en ellos no ha dejado de resonar la primera confesión de fe de Pedro y la promesa de Cristo de que, gracias a Pedro, el poder del infierno no podrá derribar la casa de Cristo edificada sobre roca.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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            En el discurso de despedida que Jesús dirige a sus apóstoles en la última cena, narrado en el cuarto evangelio, Tomás y Felipe le interrumpen para pedirle aclaraciones de lo que dice. Como en otras ocasiones, las palabras de Jesús les resultan enigmáticas, dada la idea que se habían hecho de la misión de Cristo.

            Jesús les anuncia su muerte mediante la imagen de su vuelta al Padre, y afirma que va a prepararles una morada para que estén siempre con él, concluyendo con esta afirmación: «adonde yo voy, ya sabéis el camino». Tomás le replica: «Señor, no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?». A pesar de que Jesús había dicho que se iba al Padre, Tomás, el apóstol pragmático que necesita ver y tocar, no entiende el significado de estas palabras y pregunta por el lugar al que va Jesús y por el camino.  Jesús aclara sus dudas con su famoso dicho: «Yo soy el camino, la verdad y la vida, nadie va al Padre, sino por mí».

            A continuación, Jesús habla del Padre, y Felipe, curioso por conocer ya al Padre, le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta». Con cierto reproche, Jesús le dice: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: muéstranos al Padre?».

            No sé si, después de veinte siglos, estas aclaraciones de Jesús son comprendidas por los que le seguimos. Las dos cuestiones que Tomás y Felipe plantean a Jesús siguen teniendo enorme actualidad. ¿Cuál es el camino para llegar a Dios? ¿Cómo podemos verlo? Llegar a Dios y verlo cara a cara es la aspiración más profunda del corazón humano, incluso de aquel que no se formula estas preguntas de modo explícito. ¿Quién no se tambalea ante la muerte propia o la de un ser amado? ¿Quién no se pregunta, cuando está solo, sobre el más allá? Y quienes tenemos el don de la fe, ¿no desearíamos saber cómo es Dios y vislumbrar, aunque fuera un instante, el perfil de su rostro, la luz de su eternidad? Todos tenemos algo de Felipe y Tomás en nosotros, es fácil simpatizar con sus preguntas, que no son tan torpes como parecen.

            Si el hombre no buscara el camino hacia Dios, no existirían las religiones. Hasta el hombre primitivo hizo sus tanteos en busca del camino hacia Dios. También el hombre moderno, a pesar de sus rechazos a las religiones existentes, experimenta el tirón de Dios y lo expresa en diversas formas de buscarlo. El sociólogo de la religión, P. Berger, escribía en 1999: «El mundo actual… es furiosamente religioso como era antes, y en algunos lugares, incluso más que anteriormente. Esto significa que la totalidad de la literatura de los historiadores y sociólogos sobre la “teoría de la secularización” es esencialmente errónea».

            Jesús se presenta como el camino hacia el Padre. Y la razón que da es muy poderosa: Él y el Padre son uno. Quien le ve a él, ve al Padre. Estas palabras nos ayudan a entender que el cristianismo no es una religión más, un sistema de signos y símbolos, que nos conducen a Dios. El cristianismo es, sobre todo, una revelación. Dios se nos ha manifestado en Cristo. No es el hombre quien ha salido al encuentro de Dios y ha descubierto el modo de llegar a él. Es Dios quien ha salido al encuentro del hombre y le ha enviado a su Hijo para que, viviendo en él, no equivoque el camino de su búsqueda insaciable de Dios. Se comprende, entonces, el reproche de Jesús a Felipe: tanto tiempo entre vosotros y aún no me conocéis. Quien ha visto a Cristo ha visto al Padre. Y los apóstoles vieron a Cristo, antes y después de resucitar de entre los muertos. Este es el testimonio gozoso de la Pascua, el que dan aquellos que, con sus preguntas, hicieron que Cristo respondiera a las nuestras.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Sábado, 03 Diciembre 2016 16:24

Segundo de Adviento: Dos bautismos distintos.

 

Cuando Juan Bautista aparece como Precursor de Cristo, ofrece un bautismo en el Jordán invitando a la conversión del corazón. Su predicación es dura, exigente, en línea con los antiguos profetas que exhortaban un cambio radical de vida para huir de la ira inminente de Dios. Las imágenes que utiliza Juan son muy expresivas: el hacha está puesta en la raíz del árbol, el que no dé fruto será talado y echado al fuego. También se sirve de la imagen del bieldo que separa la paja del trigo, para echar la paja al fuego y llevar el trigo al granero. Son imágenes propias de las amenazas proféticas que buscan llevar al hombre a la verdadera conversión.

            El uso de tales imágenes responde a la facilidad con que el hombre pretende huir de la conversión. Así lo dice el Bautista a los fariseos que acudían a bautizarse como si fuera un rito exterior sin correspondencia con la actitud interna del corazón. Juan Bautista no duda en desenmascarar la hipocresía de esta conducta. Les llama «raza de víboras», y les interpela con fuerza: «¿Quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión» (Mt 3,7-8). De nada sirve el bautismo -viene a decir- si el corazón no se pliega a las exigencias de la verdad de Dios y da frutos dignos de conversión, porque Dios es capaz de sacar de las piedras hijos de Abrahán. Ni siquiera este título, que se daban los fariseos y saduceos, les valía ante Dios si su conducta no cambiaba de rumbo.

            No es fácil convertirse. Más aún: es imposible sin la gracia de Dios. El hombre es muy hábil para acomodarse a su innato egoísmo. Nos acostumbramos al pecado, cualquiera que sea su forma. Es preciso que la gracia de Dios nos golpee con fuerza y arranque el corazón de piedra para sustituirlo con un corazón de carne. Precisamente esta es la misión del Adviento: conducirnos a la conversión profunda de nuestras actitudes. Retornar a nuestro Dios, dicho llanamente. Volverse a Él.  En esto consiste el secreto de la conversión.

            Juan Bautista anuncia que detrás de él viene uno más grande que él, capaz de realizar esta conversión perfecta del corazón porque viene con un bautismo distinto: el del fuego del Espíritu Santo. Jesús viene a purificar al hombre, a transformarlo con su gracia, a recomponer su naturaleza caída. Juan es el Precursor; Jesús es el Mesías. Juan prepara; Jesús realiza y cumple la promesa. Juan nos advierte del castigo con la palabra y nos lava con agua; Jesús nos purifica con el fuego de su misericordia. Pero los dos bautismos, el de Juan y el de Jesús no son ritos mágicos que actúan al margen de la libertad del hombre. Hay que dar el paso a la conversión con nuestra libertad humana. Dios no nos salva en contra de nuestra voluntad. Nos perdona, sí; pero nos quiere activos en el arrepentimiento. Purifica nuestro corazón, pero hemos de humillarnos y suplicar el perdón. Dios respeta la libertad del hombre. San Agustín decía: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Y este es el gran dilema y trabajo del hombre: salir de sí mismo, retornar al Padre, desandar el camino de la infidelidad y de la huida de la Verdad. Todos sabemos, por experiencia, que este trabajo no es fácil. Se trata de circuncidar el corazón, no la carne. Por eso necesitamos profetas como Juan que nos pongan ante la verdad de nuestra vida. Necesitamos dar el fruto que exige la conversión y no contentarnos con ritos externos, vacíos de sentido, aunque los hagamos en la Iglesia. La venida de Dios es inminente. Nadie puede ocultarse a su mirada de amor. Hay que mirarle a la cara, sin temores infantiles que nos lleven a la huida, al ocultamiento. Cara a cara, como hizo Jesús con los pecadores.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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Sábado, 19 Noviembre 2016 15:10

Domingo Cristo Rey: Sálvate a ti mismo

La máxima tentación sufrida por Cristo tuvo lugar en el Calvario, durante la terrible agonía de la crucifixión. Jesús recitó las estremecedoras palabras del salmo 22, que dice: «Dios mío, dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Al hacerlas suyas, Jesús expresaba la soledad con que se enfrentaba a la muerte. Sobre estas misteriosas palabras comenta Ortega y Gasset: «Es la expresión que más profundamente declara la voluntad de Dios de hacerse hombre, de aceptar lo más radicalmente humano que es su radical soledad. Al lado de esto la lanzada del centurión Longinos no tiene tanta significación». Desde el comienzo de la pasión, en Getsemaní, Jesús había empezado a quedarse solo: solo de los apóstoles, solo de sus amigos y seguidores. Al pie de la cruz quedaron los fieles: su madre, las piadosas mujeres y el apóstol Juan. Ahora experimentaba la soledad de Dios. Hay que decir que el Padre no lo abandonó nunca, pero en la experiencia humana de Cristo, éste sintió la soledad de Dios.

 ¿En qué consistió la tentación de Jesús? En el evangelio que se proclama este domingo, solemnidad de Cristo Rey, los soldados y uno de los malhechores, le dicen a Jesús en dos momentos: si eres el rey de los judíos, el Mesías, «sálvate a ti mismo». Jesús es tentado de mostrar su realeza o su mesianidad política —que es lo mismo—, abandonando el camino de la cruz, es decir, la voluntad del Padre. No es la primera vez que Jesús experimenta esta tentación: durante su oración y ayuno en el desierto, también el diablo le incita a hacerse dueño de todos los reinos de la tierra, y a manifestar su poder con un milagro extraordinario arrojándose desde el pináculo del templo para que los ángeles vengan a tomarlo en sus manos. Cuando terminan estas tentaciones, Lucas, cuyo evangelio leemos en esta fiesta de Cristo Rey, dice que «el diablo se marchó hasta otra ocasión». Esa ocasión es la cruz.

Para comprender bien la tentación de Cristo conviene recordar unas palabras suyas dirigidas a los discípulos: «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la salvará». A la luz de este dicho entendemos que las palabras «sálvate a ti mismo» le sonaran en sus oídos como un reclamo a abandonar el camino que había propuesto a sus discípulos. «Salvarse a sí mismo» es la tentación del hombre que, dando la espalda a Dios, busca su realización personal mediante la glorificación de sí mismo. Cuando el ateísmo moderno alcanza su clímax con la expresión «Dios ha muerto», es porque coloca al hombre en el lugar de Dios. Es la tentación de  los ángeles caídos que quisieron ser dios. La que sugiere después la serpiente a Adán y Eva: seréis como dioses. La de los hombres que pretendieron construir la torre de Babel para arrebatar a Dios su señorío. Esa es la tentación que acecha a Cristo: «sálvate a ti mismo».

Jesús establece su reino, su señorío, perdiendo la vida por amor. Alcanza la gloria mediante la victoria de la cruz, que pone en entredicho todo intento del hombre por salvarse a sí mismo, que es por lo demás una empresa imposible. Entregando su vida, perdiéndola en aras del amor, Jesús la salva, porque, a pesar de experimentar la soledad de Dios, confía en él y sabe que lo levantará de la muerte y lo encumbrará a lo más alto de la gloria. «No bajó de la cruz, dice san Juan Pablo II, pero, como el buen pastor, dio la vida por sus ovejas. Sin embargo, la confirmación de su poder real se produjo poco después, cuando al tercer día, resucitó de entre los muertos, revelándose como el primogénito de entre los muertos». He ahí su realeza, la que desea compartir con los hombres que pierden la vida para salvarla.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

            

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La reciente Instrucción de la Santa Sede sobre la cremación de los cadáveres y el respeto que merecen sus cenizas nos ha llegado en vísperas del mes de Noviembre, dedicado a la oración por los fieles difuntos. La visita a los cementerios para recordar a quienes ya partieron, poner flores en sus tumbas y rezar por ellos es un gesto de fe en la resurrección de la carne al fin de los tiempos, cuando Cristo retorne como juez. Visitamos los cementerios porque allí reposan - o duermen, como indica la palabra cementerio (dormitorio) - los restos de nuestros seres queridos, y donde un día reposarán también los nuestros.

 La Instrucción, cuyo título es Ad resurgendum cum Christo (para resucitar con Cristo), sale al paso de ciertas prácticas, cada más frecuentes, como la de conservar las cenizas en el propio hogar, echarlas por aire, mar o tierra, e incluso convertirlas en piezas de adorno corporal. Quien lea detenidamente la breve instrucción descubrirá que la Iglesia quiere recuperar el carácter sagrado del cuerpo, que, aun después de la muerte, sigue siendo parte de la persona. En la antropología cristiana el cuerpo es parte integrante de la persona, llamado a resucitar. Basta asistir a las exequias cristianas para descubrir el respeto sagrado con que se tratan los restos mortales de un cristiano, que ha sido ungido en el bautismo con el santo crisma convirtiéndose en miembro de Cristo y de la Iglesia. Por eso, la Iglesia, desde sus inicios, ha tratado el cuerpo de los difuntos con sumo respeto y veneración, especialmente en el caso de los mártires y santos. Esta costumbre se remonta al trato que tuvo el cuerpo muerto de Cristo, que fue ungido para la sepultura y depositado en el sepulcro. El cuerpo de Cristo no fue un accidente pasajero en su existencia humana, sino parte del Hijo de Dios encarnado que resucitó, con su propio cuerpo, en la mañana del domingo.

El cuerpo del hombre, decíamos, es parte esencial de la persona. Se explica, así, que sea tratado con el máximo respeto y depositado, aunque sean cenizas, en un lugar santo donde acudir para su recuerdo y oración. Así lo ha entendido desde siempre la fe cristiana, que permite por supuesto la cremación, aunque recomiende la inhumación del cadáver, por ser más conforme a la sepultura de Cristo y al hecho de entregar el cuerpo a la tierra de donde fue tomado.

La sepultura, tanto del cadáver como de sus cenizas, recuerda a los familiares y a la Iglesia que la vida del hombre no termina en la tumba. Aunque, después de morir, el alma -que es inmortal- alcanza su destino último, el cuerpo humano, que ha vivido en estrecha comunión con el alma, espera el momento de resucitar según la imagen del cuerpo de Cristo resucitado. La Iglesia afirma que resucitaremos con Él y como Él, y lo que enterramos en debilidad y corrupción resurgirá en fortaleza e incorrupción. El evangelio del primer domingo de Noviembre afirma que Dios, «no es Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos». Esta es la razón última, bíblica y teológica, para tratar los restos de quienes han muerto como propiedad del Dios Creador, quien, según la Escritura, no es autor de la muerte. Gracias al cuerpo que, unido al alma inmortal, recibimos al inicio de nuestra vida, hemos hecho todo lo que constituye nuestra existencia temporal. Los restos mortales, aun convertidos en cenizas, siguen siendo parte de lo que somos y seremos en la resurrección. Bien lo entendió Francisco de Quevedo en su soneto amor constante más allá de la muerte, que termina con estos dos versos magistrales:

«serán ceniza, mas tendrá sentido;
polvo serán, mas polvo enamorado».

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Al concluir las fiestas en honor de la patrona de Segovia, la Virgen de la Fuencisla, quisiera destacar algunas actitudes de María que son siempre actuales en la tarea evangelizadora de la Iglesia. La devoción mariana no es un invento de piedades superadas por el tiempo, sino que pertenece a la entraña misma del evangelio. Y aunque éste nos dice poco de María, ha trazado los rasgos de su personalidad creyente, que la convierten en tipo perfecto de la Iglesia. María es llamada «estrella de la evangelización» porque ilumina a cuantos nos sentimos enviados por Cristo a llevar el evangelio a todos los hombres. He aquí dichos rasgos:

  1. Acoge y obedece a la Palabra de Dios. Preocupados por la acción, que muchas veces deriva en activismo estéril, olvidamos que un evangelizador es el que vive atento a lo que Dios quiere de él para ponerlo en práctica. Nadie mejor que Cristo ha alabado a su madres: «Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen», dijo pensando en ella. La evangelización es tarea fundamental del Espíritu y de quienes, dóciles a él, secundan sus planes. María acogió la Palabra de Dios, la hizo propia en su corazón y en su carne, y la conservó en la contemplación fiel de Cristo. La Virgen es fiel reflejo de Cristo que vino a hacer la voluntad de su Padre.
  2. Pronta para el servicio. María está urgida por la misma caridad de Cristo para ponerse a disposición de quienes la necesitan, como sabemos por la escena de la Visitación a Isabel. Sale «deprisa» a la montaña, una vez conocida la necesidad de su pariente y la sirve con humildad. Servir es propio del cristiano. Es la vocación explícita de Cristo que no ha venido a que le sirvan sino a servir. Y es el mandato que nos dejó en la última cena mediante el gesto de lavar los pies a los apóstoles. La prontitud de María expresa la urgencia de Cristo por servir a los hombres con la entrega de su vida.
  3. Detecta la necesidad de salvación. En las bodas de Caná, María constata la necesidad de salvación que tienen los novios. No se trata de la carencia del vino físico. El vino es el símbolo de los bienes de la salvación, y Cristo es el único capaz de ofrecerla. Por eso, ofrece un vino nuevo, mejor, definitivo, cuyo significado último sólo se descubre en la cruz, donde María aparece como la Madre de los creyentes. Evangelizar es detectar la necesidad de salvación que tienen los hombres y acercarlos a Cristo, como hizo María: «Haced lo que él os diga». María se sabe intermediaria, no protagonista. Sabe que sólo Cristo merece la obediencia de los hombres. Por ello no se calla, ni esquiva su papel de mediación. ¡Cuántas veces, por prejuicios o temores, desaprovechamos la ocasión de acercar a los hombres a Cristo!
  4. No rechaza la cruz. María supera con fortaleza el escándalo de la cruz permaneciendo junto a Cristo en el Calvario. Avergonzarse de la cruz es avergonzarse del evangelio, de su fecundidad oculta, de su aparente fracaso. Queremos triunfar, tener éxito, y nos olvidamos de la única sabiduría que salva al mundo: la de la cruz. No hay verdadera acción pastoral que no esté marcada por la paradoja de la cruz. «Predicamos a Cristo, dice san Pablo, y Cristo crucificado».
  5. María es la Iglesia orante. En Pentecostés, con los apóstoles, María permanece en oración a la espera del Espíritu. Los frutos de la evangelización nacen siempre de la oración intensa, comunitaria, que invoca al Espíritu. Sólo Él hace fecunda nuestra acción. Por ello, invito a toda la diócesis a orar con María para que nuestra acción misionera en este curso responda a la voluntad de Dios y Segovia sea bendecida con sus dones.

+ César Franco Martínez,

Obispo de Segovia.

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Sábado, 03 Septiembre 2016 07:21

Domingo XXIII: Cristo es todo.

            El evangelio de este domingo es oportuno para comenzar un curso. Todos hacemos planes. Programamos. Nos sentamos a recapacitar sobre los recursos que tenemos para realizar proyectos. También Jesús nos invita a hacerlo, pero desde una perspectiva radicalmente nueva: para seguirle, dice, hay que dejar todo. Desconcierta su radicalidad. Pero sus palabras son claras: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío». Y a continuación cuenta dos parábolas que invitan a la prudencia antes de tomar la decisión de seguirle: un rey que quiere batallar contra otro, dice, no se arriesga si antes no se asegura de tener un ejército superior al del enemigo. Un constructor que quiere hacer una torre, no empieza la tarea sin cerciorarse de que tiene medios para terminarla. De lo contrario, ambos serán el hazmerreír de todos. La conclusión de estas parábolas la saca el mismo Cristo al final del evangelio: «El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío».

            La pregunta surge espontánea: Entonces, ¿quién puede ser discípulo? Hasta los que siguen a Jesús se quedan con algo en la trastienda. Que sepamos, sólo san Francisco se quedó desnudo en mitad de la plaza cuando determinó seguir a Cristo, después de haber dado todo a los pobres. Se dice que el obispo tuvo que vestirlo con su propia capa para evitar que le vieran desnudo… Hay pocos san franciscos. Volvemos a la pregunta: ¿Quién puede ser discípulo? En primer lugar, quien se tome en serio estas palabras de Cristo, quien crea que son verdad. Nadie, en efecto, que no posponga todo a Cristo, incluso a sí mismo, no puede ser discípulo suyo. La razón no está en lo que vale todo lo que dejamos: nada más grande que los propios padres, la mujer y los hijos, la vida misma. Pero ahí no está la clave. La clave es Cristo, que vale mucho más. Él es todo. Nos faltan palabras para decir su valor: es el tesoro del hombre, la verdad eterna, la luz infinita, la resurrección de la carne, el perdón de todos los pecados. Es el Redentor del hombre, el Juez universal, la Belleza que salva al mundo y el Bien absoluto. Cuando uno se encuentra con él de verdad, lo que asombra es que se fije en nosotros, nos mire y ame con nuestras miserias, confíe en nuestras pobres y vacías manos, se atreva a buscar nuestra compañía, tantas veces engañosa e interesada. Ante esta confianza desmedida, a uno sólo se le ocurre decir como Pedro: «apártate de mí que soy un pecador». Es entonces cuando uno arriesga todo por seguirle, porque, sin él, se queda pobre y desnudo, tirado en el muladar de un mundo miserable, del que sólo él se ha compadecido de verdad.

            Sí, amigos, pensémoslo bien antes de seguirlo, porque Cristo es todo, y en él, como dice un antiquísimo himno de la Iglesia, todo tiene su consistencia. No dejéis que pase la Vida por delante, y optéis por la muerte; no dejéis que os mire el Amor, y desviéis la mirada como el joven rico. Os iréis tristes. Mirad a Cristo cara a cara, calculad si podéis librar la batalla y acabar la torre. Pero no hagáis los cálculos sin contar con él, con su fuerza y sabiduría. Sólo os pide que no antepongáis nada a él, como decía san Benito. Os pide que améis a vuestros padres, hijos, maridos y esposas, y a vosotros mismos, como dones que él os ha dado, porque él nos precede en todo, también en la riqueza de lo que somos y tenemos. Amemos sin condiciones, porque también Cristo ha dicho que quien ama así y le siga posponiendo todo, recibirá aquí cien veces más y poseerá la vida eterna. ¿Verdad que es una forma preciosa de plantear un curso?

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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Jueves, 25 Agosto 2016 17:14

Domingo XXII: Dos consejos de Jesús

         

Jesús es un atento observador del comportamiento humano. El evangelio de hoy dice que, al ser invitado a un banquete, observó que muchos buscaban ocupar los primeros puestos. Y, tomando pie de este hecho, contó una parábola en la que el anfitrión de un banquete tuvo que desplazar a quienes habían ocupado los sitios más relevantes hacia los menos honrosos, al llegar invitados de más honor. De ahí la conclusión de su enseñanza: «El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado». Si te ensalzas a ti mismo, quiere decir Jesús, corres el riesgo de que te pongan en tu sitio, pasando vergüenza pública. Si, por el contrario, te humillas escogiendo el último lugar, te ensalzará quien conozca tus méritos.

            Buscar la gloria, el brillo social y la alabanza de la gente es condición humana. Dejarse llevar de esta actitud, sin embargo, denota poca inteligencia y mucha vanidad. Siempre hay alguien que nos supera en ciencia, prestigio, capacidad intelectual. Jesús aconseja no buscar la gloria de los hombres. No hay que olvidar que también él, como Mesías, fue tentado de vanagloria. En las tentaciones del desierto, el diablo lo llevó al pináculo del templo y le dijo que se tirara desde lo alto para que los ángeles vinieran a recogerlo sin que su pie tropezara en ninguna piedra. El espectáculo estaba servicio. Aplausos de la gente, admiración pública, gloria mundana. También sus conocidos de Nazaret le pidieron que hiciera los milagros que había hecho en otros lugares. Se negó a ello. Cuando Pilato le envió a Herodes para intentar liberarlo de la muerte, éste pidió a Jesús que hiciera algún milagro, pero Jesús respondió con el silencio. Despechado por la negativa, Herodes le vistió con una túnica blanca, teniéndolo por loco, y lo devolvió a Pilato. Jesús, por tanto, ha conocido la tentación de la vanagloria y nos advierte del peligro.

            También en relación con los banquetes, Jesús brinda otra norma, más desconcertante. Aconseja convidar, no a quienes, en señal de agradecimiento, pueden a su vez invitarnos —familiares, amigos, vecinos ricos— , sino a pobres, lisiados, cojos y ciegos, que no podrán responder a la invitación. ¿Acaso está mal invitar —nos preguntamos— a los que amamos sin buscar por ello que nos devuelvan la invitación y nos paguen así nuestro gesto?

            El  consejo de Jesús adquiere su sentido en las palabras últimas, que son una especie de bienaventuranza, pues comienzan con las palabras «dichoso tú». Invitar a los pobres nos hace dichosos, porque ellos no pueden pagarnos el gesto. «Te pagarán, dice el Señor, cuando resuciten los justos». Y es fácil reconocer que entre la invitación y la paga no hay proporción. Jesús aconseja no pensar en la paga que recibimos de los hombres, que siempre será con moneda de este mundo y pasajera, sino en el premio que recibiremos cuando resuciten los justos, alusión clara a nuestra propia resurrección, a saber, a la certeza de que un día podremos sentarnos, en el banquete eterno, con nuestro propio cuerpo, al lado de Cristo, en la gloria de Dios. Jesús no critica en absoluto la costumbre social del banquete entre familiares, amigos y conocidos. Él mismo se dejó invitar en varias ocasiones y compartía el gozo de la amistad en casa de Lázaro, Marta y María. Critica, más bien, la intención que dirige nuestros actos; en este caso, el que nos devuelvan la invitación, el reconocimiento de lo que hemos hecho. Y nos exhorta a la máxima generosidad: a hacer cosas sin pensar en recompensas humanas, sino en la única recompensa que irá mucho más allá de lo que el hombre pueda imaginar, porque es la que sólo Dios puede concedernos: la resurrección final.

+ César Franco Martínez

Obispo de Segovia.

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Sábado, 20 Agosto 2016 09:10

Domingo XXI: ¿Serán pocos los que se salven?

Hay preguntas a las que Jesús no quiere dar respuesta porque reflejan curiosidad morbosa. Por ejemplo, la del número de los que se salvarán, que aparece en el evangelio de hoy. Jesús no responde, y reacciona con una llamada a tomarse en serio la salvación eterna. «Esforzaos, dice, por entrar por la puerta estrecha». Jesús, en línea con la enseñanza sapiencial, retoma la idea del camino, o la puerta, que conduce a la vida. Exige esfuerzo, renuncia, fidelidad. Hay que esforzarse para entrar. Y añade algo que nos afecta de modo directo a quienes tenemos una relación personal con Cristo. Pensamos muchas veces que, para salvarse, basta una relación externa con él: haber comido y bebido con él, haberle tratado familiarmente. Cuando la puerta del Reino se cierre y muchos pidan que se les abra en razón de este trato y familiaridad, el amo de la casa les dirá: «No sé quiénes sois, alejaos de mí malvados».

Por mucho que queramos suavizar estas palabras de Cristo, pues molestan a la sensibilidad actual, son palabras duras que requieren atención. Jesús no es dado a rebajar las exigencias del Reino de Dios. Todo lo contario: las presenta con toda claridad y sencillez. Si el hombre no se toma en serio la salvación, puede encontrarse con la puerta cerrada por mucho que insista en que le abran. ¿Qué quiere decir esta seria advertencia de Cristo? Jesús se refiere a los miembros del pueblo de Israel, que, por descender de los grandes patriarcas —Abrahán, Isaac, Jacob— podían pensar que tenían asegurada la entrada en el Reino de los cielos. Elegidos por Dios para ser su pueblo, tenían el riesgo de dormirse en los laureles, y creer que bastaba su título de ser los «primeros» en la elección para asegurarse el premio eterno. Jesús les dice que vendrán de Oriente y de Occidente, del Norte y el Sur, es decir, de pueblos paganos, y se sentarán en la mesa del Reino mientras ellos serán echados fuera, porque hay «últimos que serán primeros y primeros que serán últimos». Cuando Lucas escribe su evangelio ha comenzado ya la misión entre los gentiles. Él ha sido compañero de Pablo en la misión y es testigo de que los gentiles reciben el evangelio con alegría y se adhieren a Cristo. Son los últimos, pero su respuesta de fe les coloca por delante de los primeros.

También en nuestro tiempo esta advertencia de Jesús tiene aplicación. Podemos pensar que por el hecho de pertenecer a la Iglesia y participar de vez en cuando en la liturgia, ya tenemos el cielo ganado. No cabe duda de que el cristiano debe cumplir con sus obligaciones en cuanto miembro de una comunidad creyente. Pero no basta una espiritualidad de mínimos, ni —como dice Jesús— darse golpes de pecho y llamarle Señor. Hay que esforzarse por entrar por la puerta estrecha: practicar la justicia y la misericordia; vivir en coherencia con el evangelio; luchar contra el mal en todas sus formas; compartir nuestros bienes con los necesitados; lanzarnos con pasión a la evangelización; acoger en nuestra vida el espíritu de las bienaventuranzas, que es la ley de Cristo para los suyos. Quien vive así no debe temer que le cierren la puerta del Reino. Por eso, lo importante no es conocer el número de los que se salvan, ni el puesto que van a ocupar en la mesa del Señor. Lo importante, dice Cristo, es hacer todo lo posible por entrar, por no quedar fuera, para que el amo de la casa no tenga que pronunciar unas palabras estremecedoras:  «no os conozco». No podemos decir que Cristo no habla claro. No es un adulador de oídos pusilánimes o seguros de sí mismos. Es la Verdad que nos ayuda a trabajar cada día por entrar  en el Reino de los cielos.

+ César Franco Martínez

Obispo de Segovia

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