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Martes, 22 Mayo 2018 19:57

Pentecostés

Decía el beato Pablo VI que la Iglesia está necesitada de un Pentecostés permanente. Necesita fuego en el corazón y profecía en los labios. Así es desde sus orígenes: fuego que abrasa los corazones de los hombres y profecía en los labios para proclamar el evangelio de Jesucristo a todos los pueblos. La Iglesia se manifiesta públicamente en Pentecostés, cuando el grupo apostólico, con María, recibe el bautismo de fuego prometido por Jesús. En ese momento son investidos del poder espiritual de Cristo para continuar su obra y llamar a los hombres a formar parte del Pueblo de Dios que camina en la historia.

En el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra el acontecimiento de Pentecostés con todo detalle y se presenta Jerusalén como el lugar donde se ha reunido la totalidad de los pueblos conocidos, para indicar la unidad del género humano llamado a recibir el evangelio de Cristo. Es el fenómeno opuesto al que tuvo lugar en Babel. Allí, Dios castigó al soberbia del género humano, que pretendía escalar el cielo edificando una gran torre, confundiendo las lenguas, de modo que se rompió la unidad. En Jerusalén, sucede lo contrario. Dice san Lucas que todos entendían a los apóstoles en su propia lengua cuando les hablaban de las maravillas de Dios. Pentecostés representa la unidad de la Iglesia en la que tienen cabida todos los pueblos de la tierra. La salvación de Cristo se hace universal. Eso significa la palabra católica.

El Espíritu es el autor de esta unidad recuperada del género humano. Quien lee el Libro de los Hechos de los Apóstoles se da cuenta de que el protagonista fundamental es el Espíritu, que se sirve de los apóstoles para extender el evangelio. También hoy el Espíritu es el artífice de la evangelización en la medida en que nos dejamos conducir por él y ser dóciles a su acción. Por eso, el Papa Francisco termina su encíclica Evangelii Gaudium con un capítulo titulado Evangelizadores con Espíritu. Es el Espíritu quien conduce a san Pablo de un lugar a otro y le empuja a fundar las primeras comunidades cristianas. Se ha dicho que el Espíritu es el admirable constructor de la Iglesia, porque sin él, como ocurrió en la creación del mundo, todo es un caos informe. El Espíritu pone orden, purifica, alienta, consuela, fortalece. Es el alma de la Iglesia que reparte los dones y carismas para que se edifique según la voluntad de Dios.

El Papa Francisco ha utilizado una expresión para hablar de este dinamismo del Espíritu: Iglesia en salida. El día de Pentecostés, el Espíritu abrió las puertas que encerraban a los apóstoles en el miedo y la cobardía, y les hizo salir a la calle a predicar el evangelio de Cristo. Sacó a Pedro de la prisión, rompiendo sus cadenas, para que continuara su obra misionera. Hoy también el Espíritu es el que impulsa la misión y, si somos dóciles, nos convierte en discípulos misioneros para convocar a todos los hombres a la Iglesia de Cristo. Por eso, la actitud fundamental del cristiano es la docilidad al Espíritu, que nos ayuda a descubrir los signos de la presencia de Dios en el mundo y secundar su obra. En este tiempo de Pascua y Pentecostés, el Obispo administra el sacramento de la confirmación, que constituye a quienes lo reciben en apóstoles de Cristo, que se comprometen, como dice el Concilio Vaticano II, a defender y difundir la fe. La Iglesia vive del Espíritu. Cuando se aleja de él, se convierte en un cuerpo muerto, incapaz de evangelizar. Se cierra en sí misma, llena de miedo y cobardía. Se hace estéril e irrelevante en la sociedad. Pidamos al Señor vivir siempre en un Pentecostés permanente para ser misioneros ardientes y profetas de la verdad evangélica.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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En la Ascensión de Jesús a los cielos coincide la partida hacia su Padre y el comienzo de la Iglesia. Ambos aspectos son inseparables. Jesús deja de ser visible para los suyos y la Iglesia inicia su misión en el mundo. Dejar de ser visible no quiere decir que Jesús se convierta en un ser pasivo o mero espectador de lo que sucede en su Iglesia. Al final de su evangelio, Marcos dice que Jesús, sentado a la derecha del Padre, cooperaba con los apóstoles y confirmaba con señales su acción. Cristo sigue siendo el Señor de la historia y Cabeza de su Iglesia. Nadie puede ocupar su puesto, pues permanece vivo para siempre.

            Momentos antes de ascender a los cielos, Jesús anuncia a los apóstoles que serán bautizados con el Espíritu y éstos le hacen una pregunta muy significativa: «¿Es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel?». No han comprendido nada: siguen mirando la misión de Cristo desde una perspectiva política en la que el Reino que Jesús anuncia y establece es un reino temporal, donde los apóstoles, como sabemos por el episodio de los hijos del Zebedeo, solicitan ocupar los primeros puestos. No entienden que Jesús trae un Reino de un orden diferente y de dimensiones trascendentes. Su subida al Padre para sentarse a su derecha como Señor manifiesta que su «autoridad» sobre la Iglesia y el mundo sólo puede entenderse en el orden del Espíritu. De otro modo, Jesús habría establecido la paz  y la justicia entre las naciones de modo definitivo. Sabemos que no es así.

            La tentación de la Iglesia de todos los tiempos es olvidarse de que Cristo sigue siendo su Señor y el que dirige su destino bajo la acción del Espíritu Santo. El Papa Francisco nos ha advertido del peligro de «mundanizar» la Iglesia, que empieza por creernos nosotros los protagonistas indispensables de su crecimiento. Podemos caer en este peligro de forma grosera o sutil. Podemos groseramente tomar la espada para organizar revoluciones y reformas políticas; o podemos sutilmente aprovecharnos del poder espiritual para lograr éxitos o conquistas puramente temporales. En ambos casos, pretendemos llevar nosotros las riendas de la Iglesia buscando la «soberanía» temporal sobre los hombres, del mismo modo que los apóstoles soñaban con la restauración del Reino de Israel.

            La Ascensión de Cristo al Padre no es sólo el triunfo de Cristo, que consuma su obra en este mundo. En la carta a los Efesios, san Pablo desarrolla una imagen muy atrevida, utilizada en la historia del pensamiento cristiano, según la cual, el Padre, al resucitar a su Hijo y sentarlo a su derecha, lo ha puesto por encima de todo lo que existe en este mundo y en el venidero, y lo ha sometido todo bajo sus pies, constituyéndolo cabeza de la Iglesia que es  «la plenitud de quien lo llena todo en todos». Es imposible definir mejor la relación de Cristo con su cuerpo, que es la Iglesia. La Iglesia es la que hace posible que Cristo sea todo en todas las cosas, sencillamente porque es su cuerpo. Lo cual quiere decir que la Ascensión no separa ni aleja a Cristo de su Iglesia; todo lo contrario: le une de una forma real y misteriosa a la vez, de manera que le permite —valga la expresión— seguir actuando en el mundo de manera que todo sea conducido, recapitulado en él. La única condición es que la Iglesia no se separe jamás de Cristo, porque sin él es imposible dar fruto, como dice el evangelio de Juan. La Iglesia, por tanto, tiene que renunciar a todo poder que no sea la autoridad de Cristo y evitar sobre todo la sutil tentación que pretende manipular la autoridad de Cristo para conseguir éxitos mundanos. Es vieja la simonía, y los pecados capitales se dan en la carne y en el espíritu.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Martes, 22 Mayo 2018 19:54

«Os llamo amigos», VI D. Pascua

El concepto de amistad ha sido analizado desde muy antiguo por filósofos, teólogos y poetas. Ha llenado páginas en los tratados de sicología y sociología. Al definirla, suele decirse que es una relación de amor benevolente, basado en la igualdad entre quienes comparten ese afecto, tan noble en sí mismo que sólo busca el bienestar del otro. No hay amistad para el mal, dice un proverbio. En ella todo concurre hacia el bien. También necesita tiempo. Según Aristóteles, «el deseo de ser amigo puede ser rápido, pero la amistad no lo es. La amistad sólo se completa cuando media el concurso del tiempo». No es fácil llegar a la verdadera amistad, que el tiempo consolida y purifica. De ahí que encontrar un amigo -dice la Escritura- es encontrar un tesoro; y es claro que un tesoro no se encuentra todos los días.

            En el evangelio de este domingo, Jesús revela su propio concepto de amistad cuando dice a los apóstoles:  «Nadie tiene amor mayor que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15,13-15). Jesús parte de una afirmación común entre los filósofos griegos, que situaban la esencia de la amistad en la capacidad de dar la vida por los amigos. Platón, por ejemplo, dice en el Banquete: «A morir por otro están decididos únicamente los amantes».

            Jesús da un paso más y dice la causa por la que llama amigos a los suyos: les ha dado a conocer lo que ha oído del Padre. Los amigos se cuentan cosas, experiencias vividas, pensamientos íntimos. Jesús revela su relación con el Padre, aquello que le constituye como Hijo, su misma identidad. Es el más alto grado de confianza: revelar su ser. No hay secretos entre él y los suyos. Aquí radica el fundamento de la amistad con él, que, a diferencia de la que existe entre los hombres, supone una gran desproporción. La amistad con Cristo no se da entre iguales. Basta reflexionar lo que él aporta para reconocer la distancia enorme que nos separa. Y aún así nos llama amigos, como hizo con Judas cuando le dio el beso de la traición. Infinita desproporción. Pura y absoluta benevolencia.

            Otro rasgo nuevo de la amistad tal como la entiende Cristo es que él lleva la iniciativa. Lo dice claramente: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os destinado para que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (Jn 15,16). También aquí establece una diferencia con lo que ocurre entre los hombres. Los amigos se eligen mutuamente. En la fe cristiana, Dios siempre nos precede en el amor. Nos precede al crearnos, y nos precede al elegirnos como amigos de Cristo. Esta precedencia, absolutamente gratuita, nos recuerda que su amor siempre es un don inmerecido. Más aún si tenemos en cuenta nuestra condición de pecadores. Por eso dice san Pablo que la prueba de que Dios nos ama es que, cuando nosotros éramos pecadores, nos entregó a su propio Hijo. Y añade: Por un justo puede haber alguien que muera, pero ¿por un pecador?

            Como somos animales de costumbres, podemos acostumbrarnos a todo. También al amor y a la amistad que es la experiencia más humana (y divina) de cuanto existe. El tiempo, que consolida la amistad, es también su más sutil enemigo, porque puede robarnos el asombro de lo inefable: Que Cristo me llame amigo porque me ha dado a conocer todo lo que sabe de Dios. La vida cristiana consiste en saber cuidar esta amistad con Jesús que me da la vida eterna y que, como dice un teólogo contemporáneo, es «como un faro en el horizonte oscuro de nuestra época».

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Ha sorprendido en algunos medios que el Papa Francisco haya dedicado una exhortación apostólica –Gaudete et Exultate- a la santidad en el mundo actual. En realidad, desde que fue elegido Sucesor de Pedro no ha dejado de hablar de ella, porque nos ha remitido siempre al Evangelio, cuyo núcleo es la santidad. En el tiempo de Pascua, la invitación a ser santos recoge la enseñanza de Jesús en este domingo que nos pide permanecer en él. Quien permanece en Cristo se hace como él y da frutos de vida.

            No debería sorprender que Francisco se situara en la teología del Concilio Vaticano II con su llamada a la santidad de todo cristiano sin excepción. El capítulo V de la Lumen Gentium se titula precisamente «vocación universal a la santidad en la Iglesia». El Papa recoge esta enseñanza para decirnos que la santidad no es para unos pocos, sino para todos, sea cual sea la condición del bautizado. Somos los santos «de la puerta de al lado», es decir, los que viven codo a codo con la gente del barrio, del trabajo, de la empresa. Santos llamados a ser «más vivos, más humanos», al alcance de la mano.

            Nos advierte también el Papa de dos peligros actuales que pueden obstaculizar nuestro camino a la santidad: el peligro de una espiritualidad desencarnada, abstracta, que no toca la carne del hombre, y aspira a salvarse por medio del intelecto (gnosticismo); y el peligro del voluntarismo, que pone el éxito de la santidad en el esfuerzo personal, aislado de la gracia. Es el cristiano que se engaña pensando que bastan sus fuerzas para ser santo (pelagianismo). Son dos sutiles enemigos de la santidad. No son nuevos. El gnosticismo se remonta al siglo II después de Cristo. Contra el pelagianismo lucho san Agustín a comienzos del siglo V.

            El núcleo de la carta del Papa es un comentario precioso de las bienaventuranzas, que subrayan la relación entre ser santo y ser feliz.  Francisco recoge la célebre frase de L. Bloy: «Sólo existe una tristeza, la de no ser santo». Y nos invita a vivir contracorriente con las bienaventuranzas que son «como el carnet de identidad del cristiano» y expresan que «quien es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha». La felicidad que irradia el cristiano, cuando vive a la luz de las bienaventuranzas, es contagiosa y ayuda a comprender que los pobres, mansos, limpios de corazón, y misericordiosos, los pacíficos y perseguidos en razón de la justicia revelan el verdadero rostro del hombre que, desde Dios, se proyecta hacia el mundo para renovarlo. Francisco completa su reflexión con lo que él llama «el gran protocolo», el texto del juicio final (Mateo 25), que nos situará a todos ante la exigencia del amor sobre el que seremos juzgados: un amor que descubre a Cristo en el rostro de cuantos sufren.

            Por último, el Papa dedica su capítulo final a indicar algunas notas de la santidad en el mundo actual, que recuerdan y recogen las exhortaciones morales del Nuevo Testamento: se nos invita a la firmeza de la fe, a la paciencia y a la mansedumbre. Nos presenta la santidad revestida de alegría y buen humor recordando a Santo Tomás Moro, san Felipe Neri y san Vicente de Paúl, modelos de santa alegría. Y subraya la importancia de vivir en comunidad y en oración constante, porque en la comunidad se nos «labra y ejercita» (san Juan de la Cruz), y sin oración es una quimera pretender ser santo.

            La carta del Papa es una regalo para el tiempo de Pascua. El mejor comentario al misterio de Cristo vivo entre nosotros, que ha resucitado para soplar en nuestra carne su aliento de Vida y hacernos santos como santo es nuestro Padre del cielo. Así lo dice Jesús en el sermón del monte.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Martes, 22 Mayo 2018 19:50

Recuperar la vida, IV D. Pascua

Hay una frase en el evangelio de este domingo, que esconde el secreto de la vida humana, y, por supuesto, de la divina, dado que el hombre ha sido creado a imagen de Dios. Dice Jesús: «Por esto me ama mi Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla» (Jn 10,17). Jesús se refiere a su muerte y a su resurrección, momento en que recupera la vida. El Padre le ama por su entrega generosa a la muerte que le convierte en el Buen Pastor de su pueblo.

De las palabras de Jesús se puede deducir que sólo quien entrega la vida la recupera. Y no de cualquier manera. Cuando Jesús recupera la vida perdida por la muerte, la recupera de modo insospechable: venciendo la muerte de toda la humanidad. No sólo recupera la vida para sí mismo sino para toda la humanidad. La fecundidad de su amor alcanza a todos los hombres que pasen por este mundo.

El signo del amor es dar la vida por los demás. El amor no necesita explicación. Hace poco tiempo, todos quedábamos rendidos ante el gesto del policía francés, Arnaud Beltrame, que murió al intercambiarse con una rehén en un ataque terrorista. Salvó la vida de una mujer y «recuperó» la suya, si nos atenemos a las palabras de Jesús, porque quien ama salva su vida.

El hombre, sin embargo, padece en general la tendencia contraria. Vive de modo asalariado, es decir, huye cuando ve que el lobo viene a arrebatarle las ovejas. Piensa primero en salvarse a sí mismo. A medida que cumplimos años, hay un instinto natural de recuperar lo que llamamos el tiempo perdido. Tantas cosas hemos dejado de hacer por habernos dedicado a nuestra vocación, profesión, familia, etc. Es frecuente querer recuperar la vida, pero en un sentido diferente: Nos parece que merecemos un descanso, una satisfacción por lo que hemos hecho, y queremos recuperar el tiempo perdido, como si todo lo realizado por los demás (y por Dios) estuviera perdido. Miramos hacia delante, sabiendo que cada vez nos queda menos tiempo de vida, pero lo hacemos lanzando la mirada hacia atrás con la nostalgia de lo perdido. Entonces, la vida se centra en uno mismo, en un intento obsesivo por vivir lo que no que se ha podido hacer. El corazón, decía san Agustín, se curva sobre sí mismo. El hombre se sitúa en el centro de sus intereses.

Las grandes crisis de la vida tienen que ver con esta perspectiva equivocada de lo que significa vivir y recuperar la vida. Cuando se vive de verdad, nunca se pierde nada. Siempre se gana porque la vida trascurre en la dinámica del amor, de la entrega de sí, del olvido de uno mismo. Es la condición que pone Jesús para seguirle: olvidarse de sí mismo. Por el contrario, cuando se vive para uno mismo, perdemos la vida porque nuestras posibilidades de amar quedan cegadas, resultan estériles. Humanamente hablando, la vida de Jesús parece un fracaso: murió en una tremenda soledad, abandonado de los suyos y considerado como un maldito colgado del madero. Se perdió a sí mismo para ganarse. Y el Padre mostró su amor hacia él resucitándolo de entre los muertos.

Recuperar la vida en sentido cristiano quiere decir que siempre la vivimos desde la perspectiva del amor situando a Dios y a los hombres en el centro de nuestros intereses. Nada de lo que vivimos por amor es tiempo perdido que necesitamos recuperar en un determinado momento de la vida para ser felices y cumplir sueños no realizados. Hay que huir siempre de mirar hacia atrás con afán de recuperar lo perdido, a no ser que eso que llamamos perdido sean las ocasiones que hemos dejado pasar, consciente o inconscientemente, para manifestar nuestro amor a quienes en el camino han suplicado nuestra ayuda. Eso siempre podemos recuperarlo mediante la expiación.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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Martes, 22 Mayo 2018 19:48

Abrir la inteligencia, III D. Pascua

El hombre es un ser dotado de razón. Gracias a ella podemos relacionarnos con el mundo y con los hombres de forma verdadera, porque la razón apunta a la verdad de las cosas, aunque a veces nos cueste reconocerla. Con frecuencia es duro o difícil aceptar la verdad. Entonces tenemos dos caminos: abrirnos a ella humildemente porque las cosas son como son; o dar la espalda a la verdad construyéndonos nuestro propio mundo. Hoy está de moda, precisamente, la deconstrucción de la realidad objetiva y construir la que subjetivamente me conviene. Quiere decir que el peligro de ser razonable es dejar de serlo.

            En el evangelio de este tercer domingo de Pascua, Jesús se aparece de nuevo a los apóstoles para conducirles a la fe en su resurrección. No era la primera vez que se aparecía, pero, aún así, no estaban dispuestos a creer. En esta nueva aparición, los apóstoles, llenos de miedo, creen ver a un fantasma. Para conducirles a la verdad, Jesús da tres pasos. El primero es mostrarles las manos y los pies para que vean que es él mismo «en persona». Las manos y los pies portaban las señales de los clavos, el signo de su identidad. El segundo paso es invitarles a que le toquen porque un fantasma no tiene carne ni huesos como él tenía. ¿Puede haber algo más real que lo que tocamos con nuestras propias manos? En ese momento, el miedo ha dado paso a la alegría, pero incluso esta les impide creer, como dice el evangelista. Pensarían quizás que sufrían una enajenación colectiva, una especie de ilusión mística. Entonces Jesús da el tercer paso y pregunta si tienen algo que comer. Le ofrecieron un trozo de pez asado, que tomó y lo comió delante de ellos. Su pedagogía había llegado al final.

            Fue entonces cuando les abrió la inteligencia para que comprendieran lo que había sucedido. De todo ello les había hablado Jesús cuando vivió con ellos. Les había explicado su destino, conforme a lo dicho por los profetas. Pero no habían entendido. Los apóstoles, como todo hombre, contaban con la razón. Pero les faltaba leer en el interior de la realidad (eso significa entender), abrirse totalmente a la verdad que sucede en la historia, ante nuestros propios ojos. Tenían a Jesús delante, pero creían ver un fantasma; lo tocaban, pero dudaban; comía delante de ellos y no llegaban a creer. Fue necesario que Jesús les abriera la inteligencia.

            La fe es una gracia de Dios. Pero es una gracia que se otorga a seres inteligentes. Dios viene en ayuda de nuestra necesidad para abrirnos horizontes más amplios que los contemplados por los sentidos físicos, incluso por la razón. Dios respeta siempre al hombre, dotado de razón y libertad. Le da las pruebas suficientes para entender la realidad en su totalidad, pero es preciso que el hombre se abra a una inteligencia del espíritu que va más allá de lo meramente material. Un árbol siempre será un árbol, pero puede ser entendido de manera distinta por alguien que ha descansado a su sombra en una tarde calurosa, que por otro que lo ve como un árbol más. Dice el evangelista que Jesús abrió la inteligencia de los apóstoles porque quería hacer de ellos testigos de todo lo que había ocurrido con él según las profecías. «Vosotros sois testigos de estas cosas», les dice al final de su aparición.

            El cristiano tiene que acostumbrarse a indagar con la razón los secretos íntimos de la realidad, su nivel más profundo y escondido. Una mirada superficial y ligera no es propia del hombre. Significa quedarse en el nivel más sensible de las cosas. La inteligencia va siempre más allá: pregunta, indaga, busca. Y sabe leer la presencia del Ser que sostiene el mundo y deja ver los signos inequívocos de su actuar en él. Sólo así será testigo de lo que sucede.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Martes, 22 Mayo 2018 19:47

Las puertas cerradas , II D. Pascua

El evangelio del segundo domingo de Pascua afirma dos veces que los discípulos estaban reunidos «con las puertas cerradas». Y también dos veces dice que Jesús entró y «se puso en medio de ellos». Para el Resucitado no hay obstáculo que le impida estar con los suyos.

            Quiero detenerme en el hecho de las puertas cerradas, debido al miedo a los judíos. Los apóstoles pensaban que seguirían la suerte de Jesús y morirían como él. Lo llamativo de este miedo, justificado humanamente, es que la primera vez que se les aparece el Resucitado, se alegran de verlo y él, a su vez, soplando sobre ellos, les otorga el Espíritu Santo para perdonar los pecados y los envía  al mundo como él fue enviado por su Padre. Aún así, seguían con las puertas cerradas como se afirma en la segunda aparición en la que el apóstol Tomas es el protagonista. ¿Cómo es posible que tuvieran miedo si el Resucitado les había dado el Espíritu y encargado la misión? ¿Por qué permanecían con las puertas cerradas?

            El evangelista quiere subrayar que la fe pascual en el Resucitado encontró resistencias en los apóstoles. Como los discípulos de Emaús, eran «necios y torpes de corazón». A pesar de que María Magdalena les había anunciado que estaba vivo, y los mismos discípulos de Emaús habían participado con él en la fracción del pan, se resistían a creer y vivían apresados por el miedo, con las puertas cerradas. Tendrá que llegar Pentecostés con la efusión definitiva de la Gracia para que salten los cerrojos, pierdan el miedo y salgan a las calles, plazas y azoteas a proclamar que Cristo ha resucitado según anunciaron los profetas.

            Pero las «puertas cerradas» no es sólo una circunstancia de los primeros discípulos. La Iglesia tiene la tentación, a lo largo de su historia, de cerrar las puertas, por miedo, por respetos humanos, por cobardía, o por simple resistencia al evangelio. Porque el evangelio, si es acogido como palabra de verdad, de libertad y de salvación, arroja el miedo, supera los temores, inflama el corazón de valentía, y nos lanza a la vida diaria asumiendo hasta el riesgo de perder la propia vida. «No me avergüenzo del evangelio», decía san Pablo. El Papa Francisco nos dice a los cristianos que «nunca podremos convertir la enseñanza de la Iglesia en algo fácilmente comprensible y felizmente valorado por todos» (EG 42). El cristiano no es un ingenuo que piensa en la conversión de las masas que caen rendidas ante el predicador, en el caso de que éste tenga el arte de la retórica. No ha sido así ni nunca será así. La predicación del evangelio es la gracia que recibieron los apóstoles, bautizados con Espíritu Santo y fuego y, al término de su vida, con su propia sangre. Por eso, abrir las puertas, salir y exponerse al mundo con la libertad del Espíritu conlleva el riesgo de perder la vida. Así se explica la advertencia de Cristo: no es el discípulo mayor que su maestro. Y la vida se pierde, no sólo con el martirio. Se pierde también en el día a día de la predicación, de la edificación de la Iglesia, de la búsqueda de la oveja perdida, del acercamiento a los enfermos, ancianos y marginados de nuestro mundo. Se pierde cuando presentamos la verdad evangélica sin recortes ni prejuicios acomodaticios, y experimentamos rechazo, incomprensión, o la ironía con que despacharon a Pablo los atenienses cuando escucharon la palabra «absurda» de la Resurrección: «De eso, ya te oiremos hablar otro día»; y le dejaron solo. Sí, amigos, no se trata de abrir sólo las puertas físicas de la Iglesia, se trata de abrir las puertas de nuestro interior y quedar a la intemperie del Espíritu. No hay que temer: Cristo está en medio de nosotros.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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La mañana de la Resurrección debió ser un constante ir y venir al sepulcro. Desde el momento en que la Magdalena da la señal de alarma sobre la desaparición del cadáver de Jesús, es de suponer que los apóstoles y las mujeres galileas que habían acompañando a Jesús en Jerusalén fueran al sepulcro a comprobar con sus propios ojos que estaba vacío. No sorprende, pues, que los evangelios discrepen sobre el desarrollo de los hechos en esa primera mañana de Pascua.

            Tres personajes destacan por su importancia en el evangelio de Juan sobre esta primera visita al sepulcro. María Magdalena, la primera en hallarlo vacío, que corrió a comunicar a Pedro y Juan el suceso. Dice el evangelio que los dos apóstoles salieron corriendo -en esa mañana todos corrían- hacia al sepulcro para constatar lo sucedido. Merece destacarse un dato entrañable contado por su protagonista. Dice que los dos corrían juntos pero Juan corría más deprisa, sin duda porque era más joven. Al llegar el primero al sepulcro, no entró. Comentando este gesto, Urs von Balthasar dice que Pedro representa el ministerio eclesial y Juan el amor eclesial. De ahí que -continúa el teólogo- el amor ceda el paso al ministerio y sea Pedro el primero en entrar y ver el sudario enrollado, signo claro de que no había sido un robo. Después entró Juan, el amor eclesial, que «vio y creyó», no en la resurrección propiamente dicha, según dice Balthasar, «sino en la verdad de todo lo que ha sucedido con Jesús. Hasta aquí llegan los dos representantes simbólicos de la Iglesia: lo que sucedió era verdad y la fe está justificada a pesar de toda la oscuridad de la situación».

            Sólo en María Magdalena, la fe de los primeros momentos se convertirá en verdadera fe en la resurrección. Ella, que no ha perdido la esperanza de encontrar el cuerpo de Jesús, se queda junto al sepulcro llorando, se asoma y ve a dos ángeles, uno a la cabecera y otro a los pies del lugar donde había estado Jesús. Como si fuese lo más natural del mundo, le preguntan por sus lágrimas y ella responde que se han llevado a su Señor y no sabe dónde le han puesto. Preocupada sólo por el cadáver, María no repara en quienes le hablan ni en su insólita presencia dentro del sepulcro. Está atada a los recuerdos últimos de la sepultura.

            Jesús se hace presente y le pregunta por su llanto. María cree que es el hortelano y, por segunda vez, le manifiesta su deseos que encontrar el cadáver y recogerlo. Sólo piensa en un cadáver cuando tiene delante al Resucitado. Al llamarla por su nombre, María reconoce que es Jesús y, como en su vida pública, le llama Maestro. El texto da a entender que corre hacia él y se abrazó a sus pies, pues Jesús le advierte: «No me retengas, que todavía no he subido al Padre. Pero, anda, ve a mis hermanos y diles: Subo al padre mío y padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro» (Jn 20,17). María acaba de recibir su misión, definida por expreso deseo del Papa Francisco como Apostola apostolorum, porque recibió de Jesús resucitado el mandato de anunciar a los apóstoles la Resurrección. Como dice el prefacio de su fiesta, que tiene el mismo rango que la de los apóstoles, Jesús, «se apareció visiblemente en el huerto a María Magdalena, pues ella lo había amado en vida, lo había visto morir en la cruz, lo buscaba yacente en el sepulcro, y fue la primera en adorarlo resucitado de entre los muertos; y él la honró ante los apóstoles con el oficio del apostolado para que la buena noticia de la vida nueva llegase hasta los confines del mundo». María muestra su fe pascual en Jesús cuando, al evangelizar a los apóstoles, ya no le llama Maestro, sino Señor, que es el título propio del Resucitado.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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Viernes, 06 Mayo 2016 17:23

Ascender al cielo

El dogma de la ascensión de Jesús a los cielos ha sido uno de los más denostados por los críticos de la Ilustración. Si ya los milagros de Jesús se interpretaron como narraciones inventadas para divinizarlo, su ascensión a los cielos rompía los esquemas del racionalismo ilustrado y fue explicada como pura creación literaria. Sirviéndose del lenguaje mítico, los evangelistas habrían presentado a Jesús subiendo a los cielos mientras los bendecía, como dice el evangelio de este domingo. En la tradición judía existían además ejemplos de hombres santos, como Elías y Henoc, que fueron arrebatados al cielo de forma milagrosa. La ascensión de Jesus habría tomado pie de estas tradiciones dando lugar al relato evangélico.

No es éste el lugar para exponer los argumentos científicos que rebaten estas teorías ya superadas. Digamos, sin embargo, que los evangelistas no eran tan simples ni ingenuos como para afirmar que Jesús subió, a través de los cielos físicos, como quien viaja por los espacios siderales, para entrar en una morada de este mundo creado. En el lenguaje evangélico, subir a los cielos no significa otra cosa que retornar a Dios. La imagen del cielo como metáfora del lugar donde habita Dios es bien conocida en la literatura bíblica. Jesús, según dice la carta a los Hebreos, ha entrado en el santuario celeste donde habita Dios. Y para dejar claro que tal santuario no pertenece a esta creación, dice que no ha sido hecho por mano humana. Se trata del mundo increado de Dios. Por eso, cuando Jesús habla de su partida, dice sencillamente que vuelve al Padre. Y esto fue lo que experimentaron los apóstoles: que Jesús, después de resucitar de entre los muertos, pertenecía ya al mundo de Dios. Los apóstoles percibieron lo mismo que los discípulos de Emaús: que Cristo desapareció de su vista.

La ascensión a los cielos tiene además un significado eclesial. En el relato de los Hechos de los Apóstoles se afirma que cuando los apóstoles se quedan mirando al cielo, unos ángeles les dicen: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros, volverá como le habéis visto marcharse». Los apóstoles comprendieron que, con su partida, Jesús les pasaba el relevo de su actividad. No les había llamado para quedarse mirando al cielo sino para ser testigos de su vida y de su verdad por toda la tierra. Entendieron entonces sus palabras de permanecer unidos en oración esperando la venida del Espíritu que haría de ellos testigos autorizados del Señor. Jesus había terminado su tiempo entre los hombres y, en su partida, iniciaba el tiempo de la Iglesia o tiempo del Espíritu, porque sería éste quien condujera a la Iglesia y fortaleciera él testimonio de los apóstoles. Jesús no se desentendía de la comunidad que había formado, sino que le entregaba las riendas de una historia que se consumará cuando venga de nuevo.

La Ascensión de Jesús a los cielos nada tiene que ver con relatos míticos ni leyendas  de hombres célebres que son arrebatados al cielo sin pasar por la muerte. Cristo padeció la muerte y la venció. Resucitó y volvió al Padre. Al retornar al Padre, Cristo se lleva nuestra carne. En cierto sentido nosotros subimos con él. Tampoco nosotros somos los mismos. Somos miembros suyos, habitados por su Espíritu, llamados a ser testigos del Resucitado. Muchos piensan que son espirituales por mirar al cielo sin comprometerse con este mundo. Otros miran tanto la tierra que se olvidan de su destino último: el cielo. Unos y otros dejan de lado que Cristo no se ha ido del todo. Permanece en nosotros, su cuerpo, que, como decía Bossuet,  peregrina en la historia.

+ César Franco

Obispo de Segovia

 

 

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Viernes, 22 Abril 2016 07:05

Como yo os he amado

 

En su primera encíclica, Redemptor hominis, san Juan Pablo II define la naturaleza del hombre en estos términos: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente». Y añade que es Cristo quien ha revelado al hombre su propio ser. ¿Quiere decir esto que el hombre antes de la aparición de Cristo no estaba llamado al amor? ¿Qué en su naturaleza no bullía la necesidad de amar y de ser amado? No, de ninguna manera. Todo hombre ha sido creado por Dios a imagen y semejanza suya, y lleva en sí mismo la tendencia al amor, la necesidad de amar y ser amado. En el evangelio Jesús se remite al primer mandamiento de la Ley: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37-38).

En el evangelio de este domingo, sin embargo, Jesús habla de un mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». ¿Dónde reside la novedad de este amor? Jesús añade al mandamiento del amor la señal propia del cristiano: «como yo os he amado». En el Antiguo Testamento, dice A. Vanhoye, «no se podía tener un modelo tan perfecto de amor. El Antiguo Testamento de hecho no presentaba  ningún modelo de amor, pero formulaba solamente el precepto de amar. Jesús, sin embargo, ha dado un modelo, se ha dado a sí mismo como modelo de amor».

El hecho de que Dios sea visible en Cristo ha favorecido al hombre el ejercicio del amor. Al tomar nuestra carne, el Hijo de Dios se ha convertido en el Hombre nuevo que todos aspiramos a ser. De ahí la necesidad de fijar los ojos en él como hacían sus vecinos en la sinagoga de Nazaret. Así han hecho los santos en el apasionante intento de amar como él. Porque el hombre, dejado a sus propias fuerzas, es incapaz de amar como Cristo. Necesita su gracia, la fuerza de su Espíritu. Nuestra tendencia al amor está condicionada por los hábitos e inclinaciones de nuestra naturaleza caída por el pecado. Mirar a Cristo es el camino para purificar nuestra idea y vivencia del amor. Por ello, los santos han tomado a Cristo como modelo y realización del amor, y han hecho de él su referencia ineludible.

Los primeros cristianos gozaban del prestigio del pueblo por el amor que se tenían: «Mirad cómo se aman», decían admirados. Esta es la clave de la evangelización: un amor fuerte, generoso, alegre. Un amor que irradia paz, belleza, justicia. Es el amor que constituye a la Iglesia como la nueva humanidad, que brota del costado abierto de Cristo. San Pablo, en el himno de la caridad, recoge las características de este amor. Leídas fríamente, parece imposible amar así. Un amor que excusa, perdona, soporta todo. Un amor que lleva al hombre a expropiarse de sí mismo en favor de los demás. Leamos el bello comentario que el Papa Francisco hace de este himno del amor en su reciente exhortación Amoris Laetitia, dedicada a la familia, cuna del amor.

Amar así es posible. Nos lo garantiza Cristo, que ha ido por delante en esta  experiencia fundamental del ser humano. Para ello, necesitamos previamente dejarnos amar por él, reconocer que nos ha amado hasta el fin, hasta la renuncia total de sí mismo. Por eso, dice san Juan en su primera carta: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su propio Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados».

+ César Franco Martínez

Obispo de Segovia.

            

Published in Tiempo de Pascua
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