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Domingo, 20 Mayo 2018 20:06

Domingo de Ramos

La Semana Santa es el centro del año litúrgico de la Iglesia. La liturgia de estos días reproduce los acontecimientos de la pasión, muerte y resurrección de Cristo y centra la atención en la persona de Jesús, que es el protagonista central de lo que se conoce como historia de salvación. Todas las miradas se centran en el Hijo de Dios que, levantado en la cruz sobre la tierra y resucitado de entre los muertos, ha dividido la historia en un antes y después de Cristo.

            Para entender bien la Semana Santa hay que tener en cuenta que en ella culmina una historia que Dios ha realizado a través de sucesivas alianzas con el hombre, desde Adán hasta Cristo. Nada entenderíamos, por ejemplo, del Jueves Santo si olvidamos el sacrificio del cordero pascual que el pueblo judío realizaba año tras año para celebrar el fin de la esclavitud de Egipto. La palabra pascua, que proviene del griego, da nombre al mismo tiempo al cordero y a la fiesta anual de la liberación.

Se nos escaparía también, en la liturgia del Viernes Santo, el significado de la cruz de Cristo, que revela, como dice san Pablo, que Dios no se reservó a su Hijo, sino que nos lo entregó como prueba irrefutable de su amor. Según dice Orígenes, lo que Dios no permitió a Abrahán -consumar el sacrificio de Isaac- se lo permitió a los hombres en la muerte de Cristo. Por eso, Isaac es presentado como figura de Jesús, que carga con el leño para el sacrificio, sube al monte y se ofrece a sí mismo como sacrificio perfecto que inaugura la alianza definitiva entre Dios y los hombres.

Finalmente, la vigilia pascual, en la noche del sábado, con su rica simbología, sería un conjunto de ritos sin sentido, si perdiéramos de vista que en esa noche todo converge en la luz de la resurrección, que ilumina el sentido de la vida de Cristo y de los hombres. En esa noche, al resucitar a su Hijo, Dios realiza lo que la teología de Pablo y de la primitiva Iglesia ha llamado «nueva creación». Nada es comparable con el hecho de la Resurrección, que define la fe cristiana, por la sencilla razón de que el pecado y la muerte son definitivamente vencidos. Por eso, resulta paradójico que la celebración más importante de la fe reúna a tan pocos cristianos, precisamente en la noche en que el último enemigo del hombre, la muerte, es aniquilado. Nos falta, pues, mucho para entender la Gracia que Dios nos ha dado en Cristo y que debería hacernos saltar de júbilo, llenar las calles y plazas de las ciudades para cantar un Aleluya sin fin y contagiar al mundo con la alegría del Resucitado.

            El cristianismo es una Pascua permanente, es decir, un paso de las tinieblas a la luz, de la esclavitud a la libertad, de la tristeza al gozo, de la muerte a la vida. El cristianismo es Cristo, crucificado y resucitado al mismo tiempo, que nos libera de toda atadura, como dice Pablo: Para ser libres nos libertó Cristo. La vida cristiana se caracteriza por la novedad de la Resurrección, que introduce en las venas del mundo una sangre nueva, gloriosa, que ilumina la cruz de forma inusitada. Porque la cruz, instrumento ignominioso de tortura y muerte, pasa a ser árbol de vida y de triunfo sobre la decrepitud, la corrupción y el sinsentido de una existencia que parece abocada a la desaparición. La Iglesia canta este triunfo con el solemne pregón pascual que invita, no sólo a los cristianos sino al universo entero, a dar gracias a Dios porque la luz ha brillado en la oscuridad de una noche, que no es sólo física sino espiritual. Por eso los cristianos somos llamados por Cristo hijos de la luz, porque nuestra vocación es iluminar el mundo con el Evangelio de la gracia y vivir -sobre todo vivir- como testigos de la alegría que tiene su fundamento en la acción de Dios.

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Domingo, 20 Mayo 2018 20:01

Un año más, día del Seminario

            «Según van pasando los años, comprendemos mejor la seriedad del problema de la escasez de vocaciones al sacerdocio en nuestra diócesis. Si en el Seminario han entrado durante el presente curso sólo dos jóvenes y nadie ha sido ordenado sacerdote, y no se ve que los próximos años las cosas, si Dios no lo remedia, vayan a cambiar notablemente, las bajas que los años, la enfermedad y la muerte producirán en el clero segoviano, no podrán ser cubiertas dentro de muy poco tiempo. Bastantes centros de culto no podrán ser atendidos cada domingo y, además, faltarán sacerdotes para los diferentes campos que exige la nueva evangelización y la nueva forma de sociedad que se asentará en nuestras tierras».

            Mons. Antonio Palenzuela escribía esto, como obispo de Segovia, el año 1992 para el día del Seminario. Han pasado 26 años y la situación no ha mejorado. El futuro no es alentador. Segovia sólo tiene un seminarista mayor, y cinco menores. Muchas parroquias carecen de sacerdotes y los relevos se hacen difíciles. Contamos con sacerdotes venidos de otras diócesis que nos ayudan en la atención a nuestro pueblo. ¿Hasta cuando?

            Desde que vine a Segovia mi preocupación por el seminario ha sido constante. Es una prioridad de mi ministerio y debe serlo de toda la diócesis. Cuando abrimos hace dos años el seminario menor, hice una consulta amplia sobre la conveniencia de hacerlo y la respuesta fue positiva. Sin embargo, el interés por las vocaciones, el trabajo por despertarlas y crear una cultura vocacional no es proporcional a nuestra necesidad. ¿Somos conscientes de la gravedad del problema?

            Las causas de esta penuria vocacional son varias y bien conocidas: falta de natalidad, despoblación, envejecimiento. Sin olvidar la fuerte secularización de padecemos. Entregar la vida a Dios y a los hombres no resulta atractivo cuando una «amnesia de lo eterno» atrofia los sentidos del espíritu. Todo esto es verdad. Pero podemos excusarnos con los datos sociológicos para no hacer todo lo que debemos en el  campo de las vocaciones. Toda la diócesis debe ser consciente de que sin sacerdotes no es posible subsistir. Cristo ha vinculado estrechamente la existencia de la Iglesia al ministerio sacerdotal que es el suyo propio, su forma de hacerse servidor de los hombres. El sacerdote hace presente a Cristo como maestro, predicador, médico, santificador y pastor. Ser sacerdote es hacer visible a Cristo en medio del pueblo, estrechamente unido a sus hermanos, como enseña frecuentemente el Papa Francisco, no sólo con sus palabras sino con los gestos elocuentes a que nos tiene acostumbrados.

            Las familias, las comunidades y cristianos de Segovia debemos orar y trabajar al mismo tiempo para suscitar las vocaciones que necesitamos. Es cierto que Dios es quien llama, pero se sirve de intermediarios, de testigos que valoran la gracia y la amistad con Dios y presentan la vocación sacerdotal como un hermoso camino de realización personal. Cristo llamó a las doce primeros apóstoles. No eran los mejores, humanamente hablando. Pero vivieron con él, y aprendieron, en su seguimiento, a imitarle, a servirle y a entregarse a los hombres como él mismo lo hizo. Esta historia se repite hoy cada vez que Cristo llama e invita, sin violentar la voluntad, a ser, actuar y vivir como él. Todos somos responsables de que esta llamada, que niños y jóvenes escuchan en su corazón, produzca el milagro -cada sacerdote es un milagro- de hacer presente a Cristo derramando su gracia a manos llenas, acompañando a los hombres y mujeres de esta tierra que no puede explicarse sin la fe cristiana, es decir, sin la presencia salvadora de Cristo entre nosotros.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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Viernes, 04 Marzo 2016 15:28

El valor de un sacerdote

El valor de un sacerdote

 

Me sorprende muy negativamente en mis encuentros con los jóvenes, adolescentes y niños que, cuando les insinúo si alguna vez han pensado ser sacerdotes, rechacen la idea, casi instintivamente, como si se les propusiera algo poco o nada estimable. Reaccionan como si dijeran: «¿sacerdote, yo?, ¡qué disparate!». Al preguntarme por esta reacción tan instintiva, y buscando sus posibles razones, pienso en la escasa valoración social de los sacerdotes, en la imagen que pueden tener de nosotros, quizás poco atractiva y estimulante, o sencillamente en el desconocimiento de qué es un sacerdote, «un cura de almas», expresión ya poco usada, que ha quedado reducida a «cura» sin más, dicha con más o menos aprecio. Para un obispo, naturalmente, esto da mucho que pensar. Y al acercarse el día del Seminario, no quiero pasarlo por alto.

Y comenzaré por algo que puede resultar muy fuerte, pero no quiero dejarlo en el tintero. Quien no valora al sacerdote, no valora a Cristo. Es verdad que somos pecadores, que no somos dignos del ministerio recibido, que no podemos ni compararnos mínimamente con él. Sería una pretensión inaceptable. Pero, queramos o no, él nos han hecho ministros suyos, y, con todos nuestros defectos y pecados, tenemos la gracia de hacerlo presente. «Es Cristo quien vive en mí», decía san Pablo. No somos funcionarios de la Iglesia, ni gestores de lo sagrado, ni moderadores de acciones eclesiales, ni simples ejecutores de planes pastorales. ¿Qué somos, pues? Citaré a san Juan Pablo II para apelar a una autoridad indiscutible: «El sacerdote encuentra la plena verdad de su identidad en ser una derivación, una participación específica y una continuación del mismo Cristo, sumo y eterno sacerdote de la nueva y eterna Alianza: es una imagen viva y transparente de Cristo sacerdote» (PDV 12).

Quien se fija sólo en los pecados de los sacerdotes olvida las palabras del Señor:  «El que esté libre de pecado, tire la primera piedra». Es verdad, somos pecadores. Todos los somos. Ante Dios, nadie puede presumir de justo. Al sacerdote se le exige más, ciertamente, porque ha recibido un ministerio de gracia y santidad, que le sitúa ante Dios y ante los hombres con una vocación ineludible a la santidad. Pero dicho esto, el sacerdote lleva en sus manos los tesoros de la salvación de Cristo, que, a pesar de su pobreza, sólo él puede conceder. Por eso la estima del sacerdote nace de lo que Cristo ha querido poner en sus manos: la salvación de los hombres en el orden de la gracia. Y un pueblo cristiano que no valora a sus sacerdotes es un pueblo que, en cierto sentido, no es agradecido con lo que Cristo ha hecho instituyendo el sacerdocio de la Nueva Alianza.

En el libro de sus Memorias dice el cardenal J. Daniélou, que «lo mas divino entre las cosas divinas es cooperar con Dios en la vida de las almas». Y esa es la tarea que Cristo ha encomendado a los sacerdotes, porque fue la tarea que Cristo recibió de su Padre. Hoy se valora poco la salvación, la gracia, los sacramentos, la acción de Dios en las almas. Como consecuencia, difícilmente se valorará el ministerio de alguien que se dedica a la «cura de las almas», es decir, a su cuidado, dirección y acompañamiento. Sólo quienes aprecian el hecho de que Cristo ha querido quedarse entre nosotros en la persona misma de quienes tienen autoridad para actuar en su nombre, valoran el misterio que llevamos en nuestros «vasos de barro» y firmarían las palabras de un conversa francesa, Madeleine Delbrel, que salió del ateísmo gracias a la ayuda de algunos sacerdotes, y decía: «La ausencia de un verdadero sacerdote en una vida es una miseria sin nombre; es la única miseria». Quiera Dios que descubran esta verdad los niños, adolescentes y jóvenes, en cuya vida se cruce Cristo, los llame mirándolos a la cara y, dejándolo todo, le sigan alegres de poder ser para los demás «otro Cristo».

+ César Franco

Obispo de Segovia.

                        

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Sábado, 13 Febrero 2016 17:08

Plantale cara al hambre: siembra

Plántale cara al hambre: siembra

Carta pastoral para la Jornada de Manos Unidas

La Jornada de Manos Unidas para este año 2016 se desarrolla bajo el lema «Plántale cara al hombre: siembra». Los datos son escalofriantes: en el año 2014 el hambre crónica afectaba a 805 millones de personas en el mundo. El fenómeno del hambre en el mundo abarca conceptos como malnutrición, subalimentación, desnutrición, hambruna. Lo dramático de la situación actual es que hay comida para todos, pero no todos pueden comer. San Juan Pablo II llamaba a esto «la paradoja de la abundancia». Una paradoja que, aunque no queramos, convierte a los que tenemos bienes en responsables de los que no tienen, como ha enseñado desde antiguo la tradición cristiana. De una u otra manera, todos somos responsables del mal que sufren nuestros hermanos. Y todos debemos acoger como dirigidas a nosotros las palabras del Señor: «Tuve hambre y no me disteis de comer».

El Papa Francisco nos ha pedido en este Año Jubilar de la Misericordia que reflexionemos sobre las obras de misericordia, corporales y espirituales. La primera de las corporales es «dar de comer al hambriento». Cristo ha querido identificarse con todos los que sufren, y, en primer lugar con los que padecen hambre. Dice el Papa Francisco que «la carne de Cristo se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado».

¿Cómo podemos hacerlo? Son muchos los medios a nuestro alcance, especialmente desde la conversión que nos exige la Cuaresma. El ayuno y la limosna tienen como finalidad practicar la justicia y la caridad con los más pobres. Podemos – y debemos – privarnos de gastos innecesarios, caprichos y gustos personales, vivir con mayor sobriedad y pobreza material, ofreciendo la limosna que brota de la caridad. Si observamos nuestro modo de vivir, rápidamente descubrimos cuáles son nuestras necesidades reales y cuáles las que nos creamos de manera superflua y egoísta. El afán de poseer no tiene límite en el corazón del hombre, como puede observarse en las diferencias que separan a los pueblos que viven en la opulencia de aquellos que se ahondan cada vez más en pobrezas crónicas, que claman al cielo. El mensaje del Papa Francisco en su encíclica «Laudato si´» es claro y rotundo. Nos exhorta a un cambio en el estilo de nuestra vida. «Cuando las personas se vuelven autorreferenciales y se aíslan en su propia conciencia, acrecientan su voracidad. Mientras más vacío está el corazón de la persona más necesita objetos para comprar, poseer y consumir. En este contexto, no parece posible que alguien acepte que la realidad le marque límites» (204).

Lo más grave de esta situación es que llegamos a acostumbrarnos a ella, perdemos sensibilidad para detectar el mal y socorrer a quien lo padece. Nos hacemos como el rico epulón de la parábola de Jesús que menospreciaba al pobre Lázaro que yacía a su puerta. Cristo nos invita a la «compasión», que no es una lástima superficial, sino a padecer con los que sufren compartiendo sus propios sufrimientos como ha hecho Cristo con nosotros. La caridad cristiana tiene su motivación última y su modelo perfecto en el mismo Cristo, que aceptó sobre sí, como el Buen samaritano, la carga de nuestras dolencias y pecados. Sólo el amor redentor de Cristo, que se ha hecho solidario con toda la humanidad, puede hacernos comprender la enorme dicha que tenemos los cristianos de hacernos semejantes a él y la grave responsabilidad de atender a quienes nos desvelan hoy el rostro sufriente del Señor. Plantarle cara al hambre sólo puede hacerse mirando cara a cara a Cristo y permitirle que sea él mismo quien siembre en nosotros su caridad.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

            

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Lunes, 28 Diciembre 2015 22:34

Dios, educado por hombres

Dios, educado por hombres

Dice el Papa Benedicto XVI que en el evangelio «no encontramos discursos sobre la familia, sino un acontecimiento que vale más que cualquier palabra: Dios quiso nacer y crecer en una familia humana. De este modo, la consagró como camino primero y ordinario de su encuentro con la humanidad». Si ya es sorprendente que el Hijo de Dios haya querido asumir la realidad familiar como propia, necesitando del cuidado de unos padres y aprendiendo a ser hombre en cada circunstancia de la vida, más lo es el hecho de haberse sometido a su autoridad, como dice san Lucas, durante su infancia, adolescencia y juventud. La familia fue para Cristo el lugar donde «iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (2,52).

La trascendencia del Dios creador y omnisciente se ha compaginado con la inmanencia de lo creado que encuentra en el hombre su más alta cima. Este hacerse hombre, carne y sangre nuestra, entrando en la historia humana como miembro de la familia de Nazaret, hace de la familia el lugar excelente donde el hombre alcance su plenitud. La familia, dice Gaudium et Spes, es «escuela del más rico humanismo». En ella, el hombre es amado por lo que es y no sólo por lo que vale según las cualidades que posea o el posible rendimiento y beneficio que pueda aportar a la sociedad. Se explica así que la familia sea el objetivo prioritario de la doctrina social de la Iglesia, pues de ella depende el progreso de la sociedad. Hoy, como recuerda el Papa Francisco, «la familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos» (EG 66). 

Si Dios ha querido hacerse hombre y alcanzar su madurez humana en la convivencia familiar, en el aprendizaje del oficio de su padre legal, y hasta en el crecimiento de la gracia, significa que la familia, si cuida los valores que le son propios —empezando por su dependencia de Dios— y se somete al designio de la creación, seguirá siendo la escuela de rico humanismo, capaz de ofrecer al mundo la solución de los muchos y graves problemas que oscurecen el panorama de nuestra sociedad.

+ César Franco
Obispo de Segovia

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Lunes, 28 Diciembre 2015 22:29

¿Qué debemos hacer?

¿Qué debemos hacer? 

En el evangelio de este domingo, por tres veces seguidas, preguntan a Juan Bautista: ¿Qué haremos? Esta pregunta posee un evidente sentido moral: ¿Qué debemos hacer? Quienes preguntan pertenecen a diferentes grupos sociales: el pueblo, los publicanos, los soldados. Y Juan contesta a cada grupo con llamadas a la caridad, a la justicia, y a evitar cualquier extorsión al prójimo. Para entender esta pregunta que, a primera vista, parece surgir de la nada, sin contexto, conviene recordar que en los versos anteriores, Juan Bautista había pronunciado estas severas palabras: «Ya toca el hacha la raíz de los árboles y todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego» (Lc 3,9). Se comprende, pues, que la gente, movida por la invectiva del profeta, le pregunte: ¿Qué debemos hacer?

Al final del pasaje evangélico de hoy, otra imagen ayuda a comprender la predicación del profeta. Aludiendo a Cristo, como Mesías, dice que «en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga» (Lc 3,17). Es evidente que la cercanía de Cristo como Mesías es el motivo por el que Juan invita a la conversión con palabras propias del lenguaje profético y apocalíptico, bien conocidas por sus oyentes.

Cuando, después de la Resurrección de Cristo, Pedro anuncie a los habitantes de Jerusalén el gran misterio que ha sucedido en Pentecostés, también les invita a convertirse, a tomar una decisión a favor de Cristo, que ha sido constituido Señor y Mesías. Y la gente, según el libro de los Hechos, conmovida y arrepentida de sus pecados, hacen la misma pregunta que los oyentes de Juan: ¿Qué debemos hacer? La respuesta de Pedro es clara: «Convertíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados y recibiréis el Espíritu Santo».

La conversión, cuando es verdadera, conlleva un cambio de vida, que implica obras de justicia y misericordia. Los conversos han experimentado que su vida, a punto de zozobrar, ha sido rescatada del peligro. Y, llevados por la intuición de la gracia, han encontrado la respuesta a la pregunta: ¿Qué hacemos? Cuando Carlos de Foucauld se convierte en una capilla de París, decide de inmediato consagrar su vida a Dios. Famosa es la conversión de san Agustín que, leyendo la Escritura, reconoce que su vida debe girar totalmente al haber hallado la verdad. Edith Stein, después de descubrir la verdad en los escritos de Santa Teresa de Jesús, que lee una noche en casa de su amiga, decide bautizarse y, para ello, compra un misal y un catecismo para conocer la fe cristiana y poder seguir sus ritos. Bastan estos ejemplos para entender que, cuando el hombre es tocado por la gracia de Dios, se pone en camino con el deseo de responder a la llamada recibida.

Cuando hoy abrimos solemnemente la puerta del perdón de la catedral, inaugurando el Año Jubilar de la Misericordia, nos alegramos por la gracia que Dios nos ofrece: su perdón infinito. Quienes no hemos recibido la gracia de una conversión fulminante, tenemos la oportunidad de dejarnos convertir por la predicación de la Iglesia. Estamos acostumbrados a creer, y posiblemente hemos hecho paces con la rutina, olvidando el encuentro personal con Cristo. El Año Santo de la Misericordia nos concede la alegría de festejar el perdón de Dios, pero al mismo tiempo es una llamada a dejarnos aventar con el bieldo de Cristo para entrar un día como trigo de su granero. Acojamos entonces las graves palabras del profeta y, abiertos a la gracia, crucemos el umbral de la Puerta Santa para preguntar cara a cara a Dios : ¿Qué hacemos?

+ César Franco
Obispo de Segovia

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