Nuestro padre y pastor, D.César (4)

Sábado, 30 Abril 2016 10:01

Detrás de cada X hay una historia

Detrás de cada X hay una historia

 

            Llega el tiempo de la declaración de la renta y somos muchos los que marcamos la casilla para que una parte de nuestros impuestos vayan a la Iglesia. Sabemos que nuestro dinero servirá para que la Iglesia pueda desarrollar su misión evangelizadora que abarca multitud de campos: sostenimiento de los sacerdotes, seminarios, escuelas y centros de formación, templos y lugares de culto, actividades sociales y caritativas. No hay dificultad, incluso, en marcar también la casilla de fines sociales porque la Iglesia realiza una labor importante en el campo social. Al poner la cruz en estas casillas manifestamos al Estado nuestro deseo de contribuir con las necesidades de la Iglesia. Hacienda actúa como un cauce que canaliza nuestra aportación. Debe evitarse la confusión, muy generalizada, de que el Estado paga a la Iglesia mediante una partida en sus presupuestos anuales. No es así. Son los ciudadanos, creyentes o no, quienes aportan generosamente la parte de sus impuestos a la Iglesia Católica. Por eso, quiero manifestar mi gratitud a quienes depositan su confianza en la Iglesia y, con su confianza, su limosna. ¡Gracias a todos! ¡Dios recompensará vuestra generosa ayuda! Animo también a quienes desconocen lo que hace la Iglesia a informarse de los fines a que destina la ayuda económica, y contribuyan, si lo ven oportuno, marcando la cruz en su declaración.

El lema de este año para la campaña de la asignación tributaria es porque detrás de cada x hay una historia.  Una historia de quien da y una historia de quien recibe. Aunque permanezcan en el anonimato, quienes ayudan a la Iglesia tienen su historia de compromiso con la Iglesia, que sólo Dios conoce. Su decisión de ayudar a la Iglesia en sus necesidades nace sin duda de la gratitud por lo que la Iglesia hace a favor de los demás, y de la convicción de que quien siembra generosamente, generosamente cosechará. Es la historia de mucha gente que desea compartir los proyectos de la Iglesia y pone su granito de arena, el óbolo de su comunión.

            Detrás de cada x hay también una historia que se hace posible gracias a la ayuda de los demás. Es la historia del sacerdote que recibe sustento para su misión; del seminarista que recibe una beca de estudios; del colegio parroquial o diocesano, que no puede subsistir sin la ayuda que recibe; de cada proyecto caritativo o social que hace posible la solución de tantas necesidades que conocemos a través de las campañas eclesiales. Son historias que dependen de la generosidad de todos nosotros. La generosidad que contribuye a que la comunión espiritual y material crezca y se materialice en obras concretas.

            La Iglesia despliega su misión en el mundo por medio de la liturgia, de la evangelización y de la caridad. Por diferentes medios y cauces, desde sus orígenes, ha recibido la ayuda de creyentes y de hombres y mujeres de buena voluntad que le han ofrecido su limosna. Es la expresión del amor gratuito, de la cooperación en el bien común, de la confianza que suscita su misión en el mundo. Jesús instituyó entre sus apóstoles una comunión, no sólo espiritual sino material, que se concretó en una bolsa de dinero para los pobres. San Pablo organizaba colectas para los pobres de Jerusalén. y justificaba esta iniciativa en la caridad de Cristo que vino a enriquecernos con su pobreza. Esta caridad no ha dejado de existir en la Iglesia. Gracias a ella, la Iglesia se ha convertido en una comunión de bienes espirituales y materiales que permite, en un mundo que aspira a la solidaridad, a la fraternidad y a la compasión con los más necesitados, llevar a cabo tantas historias que se hacen posibles cuando marcamos la casilla de nuestra aportación a la Iglesia.

+ César Franco Martínez

Obispo de Segovia

Martes, 22 Marzo 2016 08:08

Ungidos como el Señor

Ungidos como el Señor

Homilía para la misa crismal

Segovia, 21 de Marzo de 2016

            Nos reunimos hoy con inmenso gozo como Iglesia diocesana para celebrar solemnemente la salvación de Cristo que en estos días se hace aún más patente ante nuestros ojos. Esta misa, llamada crismal, hace presente a Cristo como el Ungido de Dios. Su nombre, Cristo, nos remite a la unción del Espíritu que recibió en su naturaleza humana para poder trasmitir a los hombres la vida del Espíritu, la salvación y la inmortalidad. Nos llamamos cristianos porque Jesús, el Señor, nos ha dado parte en su misión de ungido, y ha querido que el Crisma del Espíritu descienda desde él, que es la Cabeza, a todos los miembros para que se manifieste a todo el mundo que somos su Cuerpo y poseemos su misma vitalidad salvífica. La Iglesia aparece hoy como un pueblo sacerdotal, es decir, consagrado a Dios, para llevar adelante la infinita misericordia de Dios, manifestada en Cristo. La unidad del presbiterio, y de los fieles cristianos con el obispo, manifiesta por sí misma el «signo» de la alianza de Dios con su Pueblo. A través de este pueblo, la humanidad será ungida por el Espíritu que es Amor. Alegrémonos y digamos con el salmo 133: «Ved que dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos. Es ungüento precioso en la cabeza, que va bajando por la barba de Aarón hasta la franja de su ornamento» (1-2). Vivamos esta unidad, hermanos, reflejo de la comunión trinitaria para que, a ejemplo nuestro, los hombres se sientan llamados a unirse a nosotros y a vivir como familia de Dios.

            En el centro de esta significativa liturgia se encuentra el aceite, fruto del olivo, criatura de Dios que se convertirá  por la acción de Cristo en cauce de salud, fortaleza, energía, medicina, belleza y suavidad. El aceite cura las heridas, restablece la belleza del cuerpo, alivia la rigidez de nuestros miembros, y es antídoto contra los agentes externos que deterioran nuestra frágil naturaleza formada del barro de la tierra. Por la acción del Espíritu, este aceite, criatura de Dios, se convierte en instrumento del Espíritu para fortalecer y aliviar a los enfermos, sanarlos en el cuerpo y en el espíritu; es fuerza para los catecúmenos en sus luchas contra el mal; penetra por los poros del cuerpo y del alma de los cristianos para asimilarlos a Cristo; y unge a los sacerdotes y obispos con la misma capacidad de Cristo para actuar en su nombre y propagar por todo el mundo «la fragancia de Cristo» (2Cor 2,15). Esta virtualidad sagrada del aceite nos remite al misterio de la Encarnación del Verbo, gracias a la cual todo lo creado recibe una nueva potencia y significación. El Ungido de Dios se convierte él mismo en Unción para nosotros, porque en él reside el Espíritu vivificador.

            ¿Qué significa esto, hermanos? El profeta Isaías nos ha descrito la misión de Cristo en la distancia de los siglos. Sus imágenes no pueden ser más expresivas: Los que sufren, los corazones desgarrados, los cautivos y prisioneros, los afligidos, los abatidos, los que se visten de luto y ceniza son llamados a la esperanza de una trasformación radical operada por Cristo y por su Pueblo, porque el Espíritu de Dios esta sobré Él y sobre nosotros, ungidos de Dios. ¡Qué hermosa y comprometida vocación, y qué irrenunciable misión! Cualquier dolor humano, cualquier esclavitud y atropello del hombre, cualquier tortura física o espiritual, cualquier abuso y arbitrariedad contra la dignidad de la persona humana serán superados y vencidos por la unción de Cristo y de los cristianos. Contemplemos el horizonte de nuestra misión y quedaremos sobrecogidos al experimentar que nos falta tiempo para llevarla a cabo. ¡Tanto es el sufrimiento que nos reclama bajar de nuestra cabalgadura y asistir al que yace al borde del camino! Miremos a Cristo, Buen samaritano, que carga sobre sí a la humanidad doliente para ungirla con su aceite regenerador e introducirlo en la posada donde sí hay sitio para todos, la Iglesia madre. El hombre no puede ser un desecho de la sociedad ni quedar convertido en objeto de mercado, que se intercambia por dinero o por papeles legales. El hombre tiene la dignidad que Cristo le otorga al asumir nuestra condición humana. Dios ha cambiado «su traje de luto en perfume de fiesta, su abatimiento en cánticos» (Is 61,9).

Pero no nos engañemos, hermanos: El origen del drama del hombre no se encuentra, como sabemos por la revelación, en circunstancias sociales, políticas, culturales o religiosas, que necesitan ser cambiadas. Se halla en el pecado. En la lectura del Apocalipsis se dice de Cristo «que nos amó, nos ha librado de nuestros pecados por su sangre». La unción de Cristo, el óleo y el crisma que pone en nuestras manos sacerdotales, representan la gracia que vence el pecado. Somos ministros de nuestro Dios para establecer el Año de gracia del Señor mediante los sacramentos que sanan al hombre de la herida profunda del pecado. La misión de Cristo trasciende las capacidades que el hombre tiene para vencer el mal. Por eso, él ha tenido que pasar por el camino de la cruz, perfeccionado mediante sufrimientos (cf. Heb 2,10), para poder ungirnos con el Espíritu vivificador. Ha tenido que ser traspasado en su propia carne para que de ella manaran los torrentes del Espíritu y de la gracia. La gracia del cristianismo no es una gracia barata, sino cara, como decía Bonhöffer, porque le ha costado a Cristo la vida. Hemos sido comprados y rescatados por la sangre de Cristo.

            La unción que hemos recibido para que el hombre sea recreado, hecho nueva criatura, y pueda vivir en la libertad, la fiesta y el cántico, conlleva que cada uno de nosotros, cristianos y sacerdotes, pasemos por la Pascua de Cristo. El Espíritu que nos ha ungido, nos ha capacitado para poder entregarnos a la misión de Cristo poniendo nuestra vida a su disposición. Eso significa la renovación de las promesas sacerdotales que nos disponemos a hacer. Con ella queremos confesar que retornamos al origen de nuestra unción y misión en la Iglesia; significa que ahuyentamos de nosotros la mundanidad espiritual y recuperamos el amor primero, ilusionado, fresco y decidido del primer sí; que decimos a Cristo que le amamos a pesar de nuestros pecados, y que no miramos atrás sino adelante cuando hemos puesto la mano en el arado de la cruz, que abre las entrañas de este mundo a la compasión y a la misericordia que se prodigan gracias a nuestro ministerio. Prometemos que dedicaremos nuestras energías a la predicación de la palabra, al ejercicio gozoso de los sacramentos, de los que no somos dueños sino servidores, como nos ha recordado el Papa Francisco, a la reconciliación de los pecados, a la visita consoladora de ancianos, pobres y moribundos, al acompañamiento de niños, adolescentes y jóvenes y a vivir con nuestro pueblo en la entrega diaria de nuestras vidas, ungidas por el amor. Al recoger los óleos y volver a nuestras comunidades no cumplimos con un simple protocolo ritual. Expresamos que somos portadores de la gracia, mensajeros de la paz, audaces testigos de la misericordia, que se desentrañan como Cristo para que otros vivan. «Somos, en definitiva, fragancia de Cristo».

            Vosotros, fieles laicos, ungidos del Señor, partícipes de su misma misión en medio del mundo, no sois meros espectadores de nuestro compromiso sacerdotal. Vuestra vida, afecto y oración sostiene a los ministros de la Iglesia, que viven dedicados a vosotros para que la unción que habéis recibido no disminuya, ni se entibie, sino crezca y madure en frutos de santidad. Vivimos en una mutua donación: somos para vosotros, y vosotros os debéis a nosotros en el amor porque os hemos engendrado en el Señor. Así, como único pueblo sacerdotal, compartimos la misión de Cristo sin rivalidades ni discordias, como miembros de un único Cuerpo.

            Vuestra vocación bautismal necesita del ministerio ordenado para que seáis fermento en la masa, luz en el mundo y sal en las realidades temporales, a las que os debéis de modo prioritario. La unción que habéis recibido en el bautismo y en la confirmación os capacita para trasformar este mundo según el designio de Dios. ¡Creedlo de verdad! Cada uno de vosotros puede decir como Cristo: «el Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha ungido». Sois miembros santos de Cristo, llamados a santificar los ambientes, el trabajo, la convivencia social, el difícil mundo de la política, la cultura y la economía. No huyáis de las dificultades que conlleva la misión, no os recluyáis en las acciones intraeclesiales, donde sin duda es necesaria vuestra presencia, pero no la agota. El mundo, en cuanto ámbito propio de vuestro compromiso cristiano, espera vuestra presencia, necesita el testimonio de vuestra fe, esperanza y caridad, porque el mundo, hermanos, ha sido creado, como decían los Padres, para ser Iglesia, casa de la salvación y de la misericordia.

            Oremos, pues, unos por otros. Gocemos con esta comunión que Cristo realiza en su Iglesia y dejemos que penetre hasta lo más íntimo de nuestro ser la unción del Espíritu para que Cristo sea todo en todos y la humanidad entera mire al que atravesaron y reconozca en él la fuente de la salvación. Que María, Vaso sagrado en que la divinidad y la humanidad se abrazaron, nos conceda vivir siempre en la alegría de su cántico al Misericordioso. Amén.

 

Misa Crismal

 

 nuestro padre y pastor

 


 

Monseñor César Augusto Franco Martínez nació el 16 diciembre de 1948 en Piñuecar (Madrid) donde su madre ejercía como maestra.

Ha ejercido los siguientes cargos: Vicario parroquial de San Casimiro, de Santa Rosalía (1973-1975) y de Nª Señora de los Dolores (de 1975 a 1978 y de 1981-1986). En 1978 consiguió la licenciatura en Teología por la Universidad Comillas (Madrid). Durante este tiempo colaboró, además, como secretario de redacción, en la puesta en marcha de la revista “Cuadernos de Evangelio”, donde publicó diversos artículos sobre temas de Nuevo Testamento. De 1978 a 1980 realizó estudios superiores de Sagrada Escritura en L´École Biblique et Archéologique de Jerusalén, bajo la dirección del P. M. E. Boismard, O.P., obteniendo el título de Diplomado en Ciencias Bíblicas con trabajos relacionados con la eucaristía y la cristología sacerdotal. A su regreso de Jerusalén fue nombrado capellán de las Hijas de la Caridad en el colegio de San Fernando de la Diputación de Madrid (1980-1981).960 ingresó en el Seminario Conciliar de Madrid. El 20 de Mayo de 1973 fue ordenado sacerdote por el cardenal Vicente Enrique Tarancón. 

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En 1983 obtiene el doctorado en Sagrada Teología en la Universidad Comillas de Madrid con una tesis publicada con el título “Jesucristo, su persona y su obra en la carta a los Hebreos“. En 1986 es nombrado por el cardenal Angel Suquía Consilario diocesano de Acción Católica General, cargo que alterna con las capellanías de la Escuela de Ingenieros de Caminos y de la facultad de Derecho. Durante este tiempo impulsó la renovación de la Acción Católica restableciendo en la Diócesis las secciones de jóvenes y juveniles y promoviendo la formación integral para el apostolado según las directrices del Concilio Vaticano II y del Magisterio del Papa y de los obispos españoles. El Cardenal Suquía le nombra también Rector del Oratorio del Santo Niño del Remedio, adscrito a la Acción Católica General. El 13 de Septiembre de 1995 es nombrado por el arzobispo Antonio María Rouco Varela Vicario episcopal de la Vicaría VIII.

De 1986 a 1994 fue elegido por los sacerdotes miembro del Consejo Presbiteral de la archidiócesis en el que ha desempeñado las funciones de secretario. Como sacerdote ha dedicado gran parte de su ministerio a la predicación y al trabajo con jóvenes impartiendo numerosos cursos de teología y ejercicios espirituales. También ha dado cursos de formación bíblica en institutos seculares y de vida consagrada.

El 14 de mayo de 1996 el Papa San Juan Pablo II lo nombra Obispo titular de Ursona y auxiliar de Madrid. Recibe la ordenación episcopal el 29 de junio de 1996. Desde 1996 a 2011 fue Consiliario Nacional de La Asociación Católica de Propagandistas. En el año 2011 fue el Coordinador general de la Jornada Mundial de la Juventud. Desde el año 2012 es Deán de la Catedral de Madrid. En la Conferencia Episcopal Española ha trabajado en la Comisión episcopal de Catequesis como miembro del equipo que tradujo el Catecismo de la Iglesia Católica. También ha sido miembro de las comisiones de Liturgia, Relaciones Interconfesionales, Doctrina de la fe y de Apostolado Seglar, donde fue responsable del Departamento de Pastoral Juvenil. Actualmente preside la Comisión de Enseñanza y Catequesis.

El nombramiento como Obispo de Segovia lo hizo público la Nunciatura Apostólica el día el 12 de noviembre de 2014 y tomó posesión de la Diócesis el 20 de diciembre de 2014. En el terreno de la investigación, ha participado, como profesor del Centro de Estudios de Teología Espiritual, en diversas semanas organizadas por dicho centro en Toledo. También ha impartido cursos de Sagrada Escritura en la Universidad Eclesiástica San Dámaso y en la Universidad Complutense de Madrid. Ha participado, invitado por el Consejo Pontificio de la Cultura, en los congresos internacionales de Teología de Bogotá y Medellín (1999).

Además de su tesis doctoral ha publicado los siguientes libros de investigación bíblica: Eucaristía y presencia real: Glosas de san Pablo y Palabras de Jesús; La pasión de Jesús según san Juan; Pasión de Jesús según san Mateo y descenso a los infiernos; La Iglesia naciente: libros sagrados y don de lenguas (estos dos últimos en colaboración con J.M García Pérez). También ha publicado artículos bíblicos sobre temas relacionados con la filiación cristiana, la vida en el Espíritu, y la cristología del Nuevo Testamento, especialmente en la carta a los Hebreos. En 2010 publicó con carácter divulgativo «Cristo, nuestro amigo» (traducido al italiano), que, bajo la forma de un diálogo entre un obispo y un joven, presenta la vida cristiana como un camino de amistad con Cristo.

Entre sus aficiones figura la literatura, especialmente la poesía y el teatro, y la pintura. En su trabajo pastoral con jóvenes ha utilizado precisamente la poesía y el teatro como elemento pedagógico para introducirlos en el horizonte de la belleza y de la fe cristiana.

 

 

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Domingo, 25 Enero 2015 20:33

¿Qué buscáis?

LA VOZ DEL OBISPO. Es significativo que las primeras palabras de Jesús en el Evangelio de Juan sean: «¿Qué buscáis?». Al darse cuenta que dos discípulos del Bautista le siguen, se vuelve y les dirige la pregunta. No es una mera pregunta, pues está relacionada con el hecho de seguirle. Y esta circunstancia hace de la pregunta una provocación a tomar conciencia de los motivos por los que le siguen. Como si dijera: ¿Qué buscáis al seguirme? De hecho, los discípulos manifestaron su curiosidad sobre el lugar donde vivía Jesús y contestaron: «¿dónde vives?».

Quizás sea mucho decir que estas primeras palabras de Jesús constituyan una clave para entender el cuarto evangelio. Pero tampoco es descaminado. A lo largo de su relato, el evangelista ensarta diversas escenas dónde Jesús, de una o de otra manera, se cuela con sus palabras en los entresijos del alma de los personajes con quien dialoga: Natanael, Nicodemo, la samaritana, el paralítico de la piscina, el ciego de nacimiento, Marta, la hermana de Lázaro, Poncio Pilato; y el fascinante diálogo de Jesús resucitado y Pedro a orillas del lago, que termina con las últimas palabras que pronuncia Jesús: «Tú, sígueme». En todos estos encuentros late la pregunta del inicio: ¿qué buscáis? y en todos ellos se explicita el reto que Jesús ha venido a plantear al hombre: Sígueme. Se puede decir que el Hijo de Dios ha querido hacerse el encontradizo con el hombre para dirigirle estas dos palabras: «¿Qué buscas?» y «sígueme». La primera y la última palabra del evangelio.

El hombre es un buscador insaciable. Busca vivir en plenitud, la felicidad. Tiene un hueco dentro que necesita llenarlo, como escribe Carlos Murciano en su soneto autobiográfico: «Palabra que procuro, mas en vano / llenar tu hueco, rellenar mi hueco». Debajo de la higuera como Natanael, buscando el agua del pozo, como la samaritana, o echándole en cara a Jesús, como Marta, no haber estado junto a Lázaro para evitar su muerte, el hombre —cualquiera sea su condición y su nombre— está hecho para buscar el sentido de su vida, que no puede acallar con curiosidades más o menos anecdóticas, como aquellos dos primeros discípulos: ¿dónde vives?; o, como la samaritana, que pretendía ocultar su grave problema moral con una pregunta piadosa: ¿en qué monte debemos dar culto a Dios? No. Cuando Jesús inquiere, lo hace en profundidad: ¿qué buscas? ¿en qué dirección camina tu alma? ¿hacia dónde te diriges?

La crisis de interioridad que el hombre padece desde hace tiempo, como denuncia el filósofo Sciacca, le impide entrar dentro de sí con determinación y valentía y preguntarse en primera persona: ¿qué busco? Se queda en los aledaños de su ser más íntimo, perdido en la maraña de sus emociones y sentimientos y volcado en la exterioridad. ¡Qué bien lo describe san Agustín al narrar su propia conversión! «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo fuera de mí, y fuera te andaba buscando. Como un engendro de fealdad, me lanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Estabas conmigo, pero yo no estaba contigo... Y entonces me llamaste, me gritaste y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste ante mí, y tu resplandor disipó mi ceguera. Exhalaste tu perfume, aspiré hondo y te deseé. Te gusté, te comí y te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz».

Cuando los dos discípulos de Juan preguntan a Jesús: «¿dónde vives?», éste les contesta: «Venid y veréis». En realidad, iban siguiendo a Jesús, pero la invitación de Cristo les introduce en una forma nueva de seguirle, que consiste en experimentar dónde vive, es decir, en habitar con él, gustando, comiendo y bebiendo de él, como dice Agustín de Hipona. Y pasaron de la simple curiosidad a la experiencia del encuentro con aquel, que, antes de que lo conocieran, ya los había encontrado.

+ César Franco

Obispo de Segovia.