Es muy propio del hombre dilatar la conversión, como si fuera señor de su futuro. «Mañana le abriremos, respondía, para lo mismo responder mañana», dice un famoso soneto. Se refiere a la respuesta que el hombre da a Cristo cuando éste llama a su puerta para que se convierta. En sus Ejercicios Espirituales, san Ignacio de Loyola presenta tres tipos de hombres que desean ordenar su vida. El primer tipo es el que dilata la decisión hasta la hora de su muerte, que nadie conoce. En tiempos de Jesús, las desgracias que sucedían al hombre, y entre ellas la muerte, se interpretaban como castigos de Dios por los pecados cometidos. En el evangelio de hoy, se recogen dos hechos que impresionaron a los habitantes de Jerusalén: la matanza ordenada por Pilato de algunos galileos rebeldes que fueron masacrados junto al altar de los sacrificios, y el derrumbamiento de la torre de Siloé que causó la muerte de dieciocho personas. Los oyentes de Jesús le pidieron su opinión sobre estos sucesos, y Jesús aprovechó la ocasión para invitar a la conversión con estas palabras: «¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que se cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera» (Lc 13,2-5). Jesús contradice la opinión general que unía el castigo divino al pecado del hombre; y se sirve, al mismo tiempo, de los acontecimientos para llamar a la conversión del hombre si quiere alcanzar la misericordia de Dios. El primado de la misericordia no substituye a la necesidad de conversión. Ambas realidades van de la mano. Y, sobre todo, Jesús urge a la conversión recordando al hombre que el tiempo no lo tenemos en nuestras manos. Para explicarlo, Jesús cuenta la parábola de la higuera que al cabo de tres años no da fruto. Cansado de la espera, el dueño ordena al viñador que la arranque. El viñador intercede con el pretexto de cavarla y abonarla durante un año más, a lo que el dueño se aviene. Si al cabo del año, la higuera sigue estéril, la cortará. En esta parábola, Jesús subraya la misericordia de Dios, que espera con paciencia los frutos. Pero insiste también en la urgencia de la conversión advirtiendo que el plazo es el de un año. Esta advertencia no es una amenaza inmisericorde, sino una llamada de amor al hombre para que le ofrezca los frutos de la conversión. El Señor nos da tiempo para que oigamos su voz, respondamos a su llamada y no nos suceda como a tantos miembros del pueblo de Israel en el desierto, que, a causa de su impenitencia, no entraron en la tierra prometida. Si el hombre no se convierte a Dios, dice Jesús, puede perecer. Y esto lo sabe muy bien el hombre cuando escucha la llamada de Dios a cambiar de vida, pero, como el personaje del soneto citado, deja para mañana lo que debía hacer hoy. Es el «hoy» de la salvación al que se refiere el salmo 95: «Si hoy escucháis la voz de Dios, no endurezcáis el corazón». Tomarse en serio el hoy de Dios es la tarea más exigente de la vida. Se trata de acoger la misericordia de Dios sin demora ni dilación bajo el pretexto de que Dios siempre estará a la puerta esperando. Eso es verdad, pero esta verdad es compatible con la inminencia del tiempo que pasa, del «año» que Dios da al viñador para que no corte la higuera. Dios se muestra como el enamorado que invita a tomar la urgente decisión de amar, porque el tiempo no está en nuestras manos y pasa inexorablemente. + César Franco Obispo de Segovia.