Una nota característica de la fe cristiana es su dimensión misionera. Si Cristo se presenta a sí mismo como el Salvador del hombre, es obvio que debe ser anunciado a todos los pueblos. La Iglesia es una casa abierta a todas las naciones, lenguas y culturas, porque Cristo, como decía san Juan Pablo II, es un derecho de todos los hombres. En el evangelio de este último domingo de Cuaresma, la mirada a la totalidad de los pueblos llamados a adherirse a Cristo aparece en un hecho que es más que una simple anécdota. Dice san Juan que entre la gente venida a Jerusalén a celebrar la Pascua, había algunos griegos, sin duda simpatizantes con la fe judía, que manifestaron al apóstol Felipe su deseo de ver a Jesús. Felipe lo comentó con Andrés y ambos fueron a decírselo a Jesús. Éste, en lugar de complacer de inmediato sus deseos, hace un breve discurso lleno de misterio en el que alude directamente a su muerte, presentada bajo la imagen del grano de trigo que cae en tierra y muere para dar fruto. Habla, incluso, de la necesidad de perder la vida quienes deseen seguirle y participar de su destino y revela que su alma está angustiada ante la hora que se le avecina. Nos encontramos, pues, en un contexto semejante al de la oración de Getsemaní. A primera vista, da la impresión de que Jesús no hace caso de la petición de los griegos que desean verlo. Pero es una falsa impresión. Porque al terminar su discurso, Jesús afirma que llega el momento en que el príncipe de este mundo -es decir, Satanás- será arrojado fuera, y añade «cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). El evangelista afirma que esto lo decía dando a entender la muerte que iba a sufrir. Ser elevado sobre la tierra es una clara indicación de la crucifixión, puesto que el reo era alzado sobre la tierra en el madero de la cruz. Jesús, por tanto, no desoye la petición de los griegos que deseaban verlo, sino que ensancha el horizonte de su mirada al afirmar que atraerá a todos hacia él. El Hijo de Dios no ha venido para ser sólo de los judíos o de los griegos. Ha venido para ser expuesto en la cruz como propiedad de todos los que, sin saberlo o no, le buscan para conocerlo y quieren acercarse a él buscando la salvación que ofrece. Por eso, los estudiosos del cuarto evangelio, explican el deseo de este grupo de griegos como una aspiración de todos los que no pertenecen al pueblo judío que, con la predicación del evangelio, se abrirán a la fe y serán atraídos por el Crucificado, cuyo amor alcanza a toda la humanidad. Jesús no es propiedad de un pueblo, ni de una raza ni de una cultura, como puede ser la occidental. Es patrimonio de la humanidad que busca la salvación. Como dice Jesús, al ser elevado sobre la tierra suceden dos cosas: Satanás pierde su poder sobre el mundo, y Él, el Elevado en la cruz, revela definitivamente su gloria -¡enorme paradoja!- al manifestar que ha venido a atraer a todos hacia sí mismo. Son muchos los que aún no conocen a Cristo pero anhelan la verdad y la salvación. Quizás han escuchado alguna vez su nombre, se ha despertado en ellos el deseo de conocerlo y buscan a alguien, como Felipe y Andrés, que les presente a Jesús: quieren verlo, descubrir la grandeza que encierra. La Semana Santa que estamos a punto de celebrar es el momento en que Cristo se da a conocer con toda su potencia salvífica. No se oculta a los ojos de nadie. Quienes desean verlo, basta que miren al que es elevado sobre la tierra para manifestar hasta qué punto Dios ama al mundo dándonos a su propio Hijo. Quienes tenemos la suerte conocerlo, no podemos por menos de señalarlo y decir: ése es al que buscáis. He aquí la dimensión misionera de la fe. + César Franco Obispo de Segovia.