cesar

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Cristo y María. La gracia de la misericordia

 

Hemos comenzado el Año 2016 con dos signos elocuentes de la misericordia de Dios. El 13 de Diciembre abríamos la «puerta del perdón» de la catedral, inaugurando así el Año jubilar de la Misericordia convocado por el Papa Francisco. El 1 de Enero se iniciaba en nuestra diócesis el primer Centenario de la coronación canónica de la imagen de la Virgen de la Fuencisla. Es hermoso pensar que el Hijo y la Madre coinciden en mirar a Segovia con especial ternura en estas celebraciones jubilares.

Cristo y María aparecen ya unidos en las primeras páginas del Génesis cuando se anuncia la salvación después de la caída de nuestros primeros padres. Dios, rico en Misericordia, no ha tardado en responder a la necesidad del hombre caído. Ha vuelto su mirada hacia él, y le ha tendido la mano para sacarle de la oscuridad del pecado y de la muerte.

A medida que Israel avanzaba en su historia, Dios le fue dando pruebas de su misericordia y renovando su alianza de amor, a pesar de los pecados que cometía. Uno de sus más grandes profetas, Isaías, anunció el nacimiento del Enmanuel concebido en el seno de una virgen. Al llegar la plenitud de los tiempos conocemos el nombre de esa Virgen: María. Y sabemos que en esa concepción virginal Dios nos ha dado el signo definitivo de su misericordia, que no tiene vuelta atrás. Dios se ha unido definitivamente a los hombres en su propio Hijo, que comparte con nosotros todo, menos el pecado. Cristo es la misericordia viva del Padre, en cuyo rostro contemplamos el amor infinito de Dios por el hombre. Y en María contemplamos la puerta del cielo, porque, como dice el beato John H. Newman, Dios mismo desciende a nosotros por ella para ungir nuestras heridas con el bálsamo de su misericordia. María es, junto a su Hijo, el don de Dios que nos permite disfrutar del perdón y la redención del pecado.

María no se explica sin Cristo. Y Cristo ha necesitado del «fiat» de María para hacerse hombre. Este vínculo entre Cristo y María hace que sus voluntades se unan de modo admirable y que sus corazones estén en perfecta sintonía. En las bodas de Caná, por ejemplo, María descubre la necesidad de los novios haciendo notar que les falta el vino de la salvación, no sólo el vino de la boda. Y reclama de Cristo la actuación de modo que manifieste su «hora», es decir, el momento de la salvación definitiva. Parece que María se anticipa a Cristo, con la intuición de la Madre que detecta las necesidades de sus hijos. Y Cristo accede a la súplica de su Madre, aunque deje claro que sólo a él le corresponde cumplir el tiempo de la salvación.

Al pie de la cruz, momento en que Dios manifiesta de modo definitivo su misericordia, María se convierte en Madre de la Iglesia por voluntad explícita de Cristo. Diciendo a Juan «ahí tienes a tu madre», se lo dice a cada cristiano y a toda la Iglesia representada en el apóstol fiel. La misericordia que Cristo ha tenido con nosotros dándonos a su propia Madre, hace de María la Madre de la Misericordia. Como una nueva Eva está llamada a reunir a los hijos dispersos y mantenerlos en la fidelidad a Cristo. Por eso san Agustín la llama «Madre de la Unidad». ¿Hay misericordia mayor que ésta? ¿Hay mayor gozo que sabernos acompañados por la Madre que ha llevado en sus entrañas al Hijo de Dios? ¿Existe mayor consuelo que el de saber que nunca seremos huérfanos en tantas orfandades como nos depara la vida? ¡Qué gran oportunidad nos brindan ambos jubileos, el universal y el diocesano, para repetir con el salmo, llenos de alegría: «Eterna es, Señor, tu misericordia». Así cantó María en su Magníficat y así cantará la Iglesia hasta el fin de los tiempos.

+ César Franco
Obispo de Segovia.

Jueves, 07 Enero 2016 17:55

Cristo y el tiempo

Cristo y el tiempo

 

Hemos comenzado un año nuevo. Un compás de tiempo en la eternidad de Dios. Si consideramos el tiempo desde esta perspectiva, podemos decir con el salmista: «Mil años en tu presencia es un ayer que pasó». Sobrecoge pensar qué somos en la inmensidad del tiempo desde el inicio de la creación. Apenas un momento, Y sobrecoge más aún, si consideramos nuestra pequeña historia en la eternidad de Dios. A medida que cumplimos años, percibimos con mayor realismo que la vida se pasa como un soplo, como un suspiro, con la rapidez del rayo. El paso del tiempo pone al hombre en su lugar, por grande que se considere a sí mismo.

¿Por qué Dios ha querido entrar en el tiempo? ¿Qué ha movido al Eterno compartir nuestra condición temporal como dice un prefacio de Navidad? Podía habernos salvado desde fuera, desde su mismidad increada. Pero no, Dios ha querido cumplir años, crecer en edad como dice el Evangelio. Ha querido experimentar la infancia, la adolescencia y juventud, la edad adulta. Ha visto el amanecer y anochecer de los días esperando siempre la sorpresa del mañana, la incertidumbre de las horas, la llegada de la muerte.

El prólogo del cuarto Evangelio, que leemos en estos días de la Navidad, lo dice con una frase muy expresiva para la cultura semita: El Verbo «plantó su tienda entre nosotros». Como hacen los beduinos en el desierto: poner su tienda y habitar en ella. Es una metáfora hermosa para decir que el Verbo se encarnó, entró en la historia de los hombres con un cuerpo propio, sometido a las leyes del tiempo y del espacio. Para la cultura semita, el cuerpo es la tienda que habitamos. El Hijo de Dios ha puesto su tienda entre las nuestras para poder acompañarnos en el duro caminar por el desierto contando los días y las noches de nuestra peregrinación.

Al compartir el tiempo de los hombres, Cristo le ha dado un sentido nuevo. El tiempo también es de Dios, pertenece a su propia experiencia. Ha hecho suyo el devenir de la historia humana de forma que le ha dado finalidad, sentido, futuro. Cuando se dice que Cristo vino en la plenitud de los tiempos, se quiere afirma precisamente que el tiempo ha alcanzado su clímax cuando Dios entró en él para hacerse contemporáneo del hombre, partícipe de sus anhelos y esperanzas, incertidumbres y miedos, y, sobre todo, del miedo a morir.

+ César Franco
Obispo de Segovia.

Lunes, 28 Diciembre 2015 22:34

Dios, educado por hombres

Dios, educado por hombres

Dice el Papa Benedicto XVI que en el evangelio «no encontramos discursos sobre la familia, sino un acontecimiento que vale más que cualquier palabra: Dios quiso nacer y crecer en una familia humana. De este modo, la consagró como camino primero y ordinario de su encuentro con la humanidad». Si ya es sorprendente que el Hijo de Dios haya querido asumir la realidad familiar como propia, necesitando del cuidado de unos padres y aprendiendo a ser hombre en cada circunstancia de la vida, más lo es el hecho de haberse sometido a su autoridad, como dice san Lucas, durante su infancia, adolescencia y juventud. La familia fue para Cristo el lugar donde «iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres» (2,52).

La trascendencia del Dios creador y omnisciente se ha compaginado con la inmanencia de lo creado que encuentra en el hombre su más alta cima. Este hacerse hombre, carne y sangre nuestra, entrando en la historia humana como miembro de la familia de Nazaret, hace de la familia el lugar excelente donde el hombre alcance su plenitud. La familia, dice Gaudium et Spes, es «escuela del más rico humanismo». En ella, el hombre es amado por lo que es y no sólo por lo que vale según las cualidades que posea o el posible rendimiento y beneficio que pueda aportar a la sociedad. Se explica así que la familia sea el objetivo prioritario de la doctrina social de la Iglesia, pues de ella depende el progreso de la sociedad. Hoy, como recuerda el Papa Francisco, «la familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres transmiten la fe a sus hijos» (EG 66). 

Si Dios ha querido hacerse hombre y alcanzar su madurez humana en la convivencia familiar, en el aprendizaje del oficio de su padre legal, y hasta en el crecimiento de la gracia, significa que la familia, si cuida los valores que le son propios —empezando por su dependencia de Dios— y se somete al designio de la creación, seguirá siendo la escuela de rico humanismo, capaz de ofrecer al mundo la solución de los muchos y graves problemas que oscurecen el panorama de nuestra sociedad.

+ César Franco
Obispo de Segovia

Lunes, 28 Diciembre 2015 22:32

Saltó de alegría

Saltó de alegría

Cuando quedan tan sólo cuatro días para la celebración del nacimiento de Cristo, la Iglesia, con magistral sabiduría, lee en este cuarto domingo de Adviento la vista de María a Isabel como texto evangélico. Es un pasaje lleno de conmoción espiritual, de entrañable ternura y de confesión de fe sobre el personaje que ocupa el centro de la escena, pero que nada dice: el Verbo encarnado. Sólo su presencia justifica todo lo que sucede en este encuentro de gracia.

Dice san Lucas, que María «se puso en camino y fue aprisa a la montaña, a un pueblo de Judá, entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». Para el lector que sólo escucha esto, nada hay de misterioso en este relato de un viaje desde Galilea a Judea. Pero, momentos antes, el evangelista ha narrado el anuncio del ángel a María y el misterio de la concepción del Hijo de Dios en su seno de virgen. Como señal de que el anuncio es verdadero, el ángel informa a María de que su pariente Isabel, que era estéril, está ya en el sexto mes de embarazo por benevolencia divina. María, lejos de ensimismarse en sí misma y meditar lo que acaba de suceder en ella, «se puso en camino y fue aprisa a la montaña, entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel». Entre los judíos el saludo consistía en desearse la paz, como hizo Jesús con sus apóstoles, después de resucitar. La paz era el conjunto de los dones mesiánicos, el signo de la presencia del Mesías. Podemos suponer que éste fue el saludo de María.

Apenas oyó Isabel el saludo de María, «saltó la criatura en su vientre y se llenó Isabel del Espíritu Santo». Este salto de Juan es un signo precioso de lo que está sucediendo entre las dos madres. María porta en su seno al Hijo de Dios, y con su saludo, saluda también el Hijo, que hace saltar a Juan de júbilo. Isabel, al escuchar esas palabras, prorrumpe en alabanza y, llena del Espíritu, hace una hermosa confesión de fe afirmando que tiene delante a «la madre de mi Señor». Por eso el hijo de sus entrañas ha saltado de gozo. Afirma también que María es bendita porque ha creído y bendito el fruto de su vientre. Y se pregunta humildemente: «¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?», frase que da sentido todo el relato.

Esta escena se ha llamado la Visitación. Ciertamente, de María a Isabel. Pero también, del Señor a su pueblo, concentrado ahora en las venerables figuras de Zacarías e Isabel, que son el resto fiel de Israel que espera las promesas, los eslabones que unen el Antiguo Testamento al Nuevo. Son los pobres – no había pobreza más humillante que la esterilidad – que llegan a ser fecundos, los que ya nada esperaban y son enriquecidos con la visita de Dios. Salta Juan en el seno de Isabel, como queriendo comenzar ya su oficio de precursor, que le llevará al desierto a preparar un camino al Señor, que trae la alegría de la salvación. Este salto de Juan es el santo de toda la humanidad, y de la tierra entera, porque, como había dicho su padre Zacarías, «por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto».

Oculto en el seno virgen de María el «sol de lo alto» ha comenzado a brillar, ha iluminado la vida de Zacarías e Isabel, de María y José. Y su salvación comienza a surtir efectos. El protagonista de la escena está escondido, pero todo viene de él y por él. María se ha convertido en la primera «cristófora», portadora de Cristo, a cuyo paso la salvación se hace presente. No olvidemos que este nombre, «cristóforo», se dio a los cristianos porque eran portadores de Cristo. Si vive su fe, en cada cristiano acontece la visita de Cristo a los hombres, que les permitirá saltar de gozo como Juan Bautista al percibir cercana la salvación.


+ César Franco
Obispo de Segovia

Lunes, 28 Diciembre 2015 22:29

¿Qué debemos hacer?

¿Qué debemos hacer? 

En el evangelio de este domingo, por tres veces seguidas, preguntan a Juan Bautista: ¿Qué haremos? Esta pregunta posee un evidente sentido moral: ¿Qué debemos hacer? Quienes preguntan pertenecen a diferentes grupos sociales: el pueblo, los publicanos, los soldados. Y Juan contesta a cada grupo con llamadas a la caridad, a la justicia, y a evitar cualquier extorsión al prójimo. Para entender esta pregunta que, a primera vista, parece surgir de la nada, sin contexto, conviene recordar que en los versos anteriores, Juan Bautista había pronunciado estas severas palabras: «Ya toca el hacha la raíz de los árboles y todo árbol que no dé buen fruto será talado y echado al fuego» (Lc 3,9). Se comprende, pues, que la gente, movida por la invectiva del profeta, le pregunte: ¿Qué debemos hacer?

Al final del pasaje evangélico de hoy, otra imagen ayuda a comprender la predicación del profeta. Aludiendo a Cristo, como Mesías, dice que «en su mano tiene el bieldo para aventar su parva, reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga» (Lc 3,17). Es evidente que la cercanía de Cristo como Mesías es el motivo por el que Juan invita a la conversión con palabras propias del lenguaje profético y apocalíptico, bien conocidas por sus oyentes.

Cuando, después de la Resurrección de Cristo, Pedro anuncie a los habitantes de Jerusalén el gran misterio que ha sucedido en Pentecostés, también les invita a convertirse, a tomar una decisión a favor de Cristo, que ha sido constituido Señor y Mesías. Y la gente, según el libro de los Hechos, conmovida y arrepentida de sus pecados, hacen la misma pregunta que los oyentes de Juan: ¿Qué debemos hacer? La respuesta de Pedro es clara: «Convertíos y bautizaos en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados y recibiréis el Espíritu Santo».

La conversión, cuando es verdadera, conlleva un cambio de vida, que implica obras de justicia y misericordia. Los conversos han experimentado que su vida, a punto de zozobrar, ha sido rescatada del peligro. Y, llevados por la intuición de la gracia, han encontrado la respuesta a la pregunta: ¿Qué hacemos? Cuando Carlos de Foucauld se convierte en una capilla de París, decide de inmediato consagrar su vida a Dios. Famosa es la conversión de san Agustín que, leyendo la Escritura, reconoce que su vida debe girar totalmente al haber hallado la verdad. Edith Stein, después de descubrir la verdad en los escritos de Santa Teresa de Jesús, que lee una noche en casa de su amiga, decide bautizarse y, para ello, compra un misal y un catecismo para conocer la fe cristiana y poder seguir sus ritos. Bastan estos ejemplos para entender que, cuando el hombre es tocado por la gracia de Dios, se pone en camino con el deseo de responder a la llamada recibida.

Cuando hoy abrimos solemnemente la puerta del perdón de la catedral, inaugurando el Año Jubilar de la Misericordia, nos alegramos por la gracia que Dios nos ofrece: su perdón infinito. Quienes no hemos recibido la gracia de una conversión fulminante, tenemos la oportunidad de dejarnos convertir por la predicación de la Iglesia. Estamos acostumbrados a creer, y posiblemente hemos hecho paces con la rutina, olvidando el encuentro personal con Cristo. El Año Santo de la Misericordia nos concede la alegría de festejar el perdón de Dios, pero al mismo tiempo es una llamada a dejarnos aventar con el bieldo de Cristo para entrar un día como trigo de su granero. Acojamos entonces las graves palabras del profeta y, abiertos a la gracia, crucemos el umbral de la Puerta Santa para preguntar cara a cara a Dios : ¿Qué hacemos?

+ César Franco
Obispo de Segovia

Lunes, 28 Diciembre 2015 22:25

¿Un camino para Dios?

¿Un camino para Dios?

El hombre religioso se pregunta a menudo cómo es posible llegar a Dios. Son muchos los que han negado tal posibilidad, apoyados en la trascendencia de Dios, en su inaccesibilidad, en su profundo misterio. Se ha llamado a Dios «el totalmente Otro» para subrayar la infinita distancia que le separa del hombre.

Los místicos han lanzado hipótesis y abierto con prudencia y humildad caminos hacia Dios. Ahí está, por ejemplo, «La escala espiritual» de san Juan Clímaco, obra de enorme influencia en la espiritualidad, donde se describe el camino hacia la unión con Dios. Nuestro gran san Juan de la Cruz, en la «Subida al monte Carmelo» señala también el camino seguro para el encuentro con Dios.

Dios, por su parte, parece que no tiene tanta dificultad para llegar al hombre, puesto que él mismo, según dice el profeta Baruc, «ha mandado rebajarse a todos los montes elevados y a todas las colinas encumbradas; ha mandado rellenarse a los barrancos hasta hacer que el suelo se nivele para que Israel camine seguro, guiado por la gloria de Dios» (5,7).

Este texto en el que Dios prepara un camino recto parece contradecir la exhortación de Juan Bautista en este segundo domingo de Adviento: «Preparad el camino al Señor; allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y toda carne verá la salvación de Dios» (Lc 3,5-6). Aquí, todo depende del hombre. Es él quien debe preparar un camino al Señor para que pueda encontrarse con el hombre. ¿Cómo entender esta aparente contradicción?

En el encuentro de Dios con el hombre, ambos tienen su propia responsabilidad. Sucede algo semejante al encuentro de dos personas: cada una debe salir en búsqueda del otro. Sólo así se realiza la comunión interpersonal. Así como se ha dicho que dos no discuten si uno no quiere, se puede afirmar que dos no se encuentran si uno no quiere. Dios busca al hombre. Es propio del amor de Dios salir de sí mismo para encontrarse con el hombre. Sobran ejemplos de esta búsqueda del hombre por parte de Dios. Como dice Baruc, Dios ha allanado el camino. Pero, ¿y el hombre? También él debe ponerse a la tarea, como pide Juan Bautista en este tiempo de Adviento. Las montañas que debe abajar significan el orgullo, la suficiencia, creer que él puede salvarse a sí mismo. Y los valles que debe rellenar son los miedos y la pusilanimidad que le impiden moverse hacia Dios, salir de sí mismo y confiar en que Dios está esperando un primer paso.

En nuestras vidas hay mucho que enderezar. Tomamos caminos equivocados. Avanzamos con obstinación por sendas que nos llevan al abismo. Y hacemos las paces con actitudes que bloquean la conversión. Dios, en Adviento, nos invita a preparar un camino. Es una señal de que quiere encontrarse con el hombre. Más aún, él mismo lo prepara mediante la predicación de los profetas que hablan de un Dios próximo, cercano, tangible. No es el «totalmente Otro» del pensamiento moderno, que parece olvidar la Encarnación. Es el Dios que ha salido de sí mismo hasta caminar con el hombre, a veces en un silencio sobrecogedor, que nos hace dudar de su cercanía, en la «soledad sonora» de la que habla san Juan de la Cruz. Es el Dios que no se ha contentado con mostrar el camino para llegar a él, sino que él mismo se ha hecho camino, como dice Jesucristo con toda claridad: «Yo soy el camino… Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). ¿Seguiremos pensando que es difícil llegar a Dios? ¿Por qué no empezamos a caminar por la senda misma que Dios nos ha dado en su propio Hijo? Caminemos en él y veremos con nuestros propios ojos la salvación de Dios.


+ César Franco
Obispo de Segovia

Lunes, 28 Diciembre 2015 22:18

Isaías, Juan Bautista, el Papa Francisco

Isaías, Juan Bautista, el Papa Francisco



Dios no deja de llamar al hombre a la conversión. Insistentemente llama a su puerta y le importuna para que salga de su egoísmo y dureza de corazón. La voz es la misma, la de Dios. El contenido, siempre idéntico: la conversión. Las formas y estilos, el timbre de la voz, cambian según el momento histórico. Aunque puede hablar directamente, Dios se sirve de profetas, de enviados que le abran camino. En Adviento, hay dos protagonistas singulares: El profeta Isaías y Juan Bautista.

El profeta Isaías es el profeta del Adviento porque sus grandes oráculos anuncian el nacimiento del Mesías —el Enmanuel—, la llegada y la restauración de su pueblo que vive en el exilio de Babilonia. Durante el tiempo de Adviento, los textos de Isaías aparecen en la liturgia invitando al gozo de la salvación que se acerca y, por consiguiente, a convertirse al Señor para alcanzar de él la misericordia.

En el evangelio de hoy aparece la figura de Juan Bautista que cita precisamente al profeta Isaías para llamarnos a la conversión: él es la voz que grita en el desierto para que preparemos un camino al Señor, una calzada recta para nuestro Dios de forma que pueda llegar hasta nosotros allanando los montes y elevando los valles. Con estas imágenes, tanto Isaías como el Bautista, nos invitan a luchar contra todo lo que puede ser un impedimento para que Dios llegue hasta nosotros.

Los profetas no han terminado con el Bautista, como no ha terminado la llamada a la conversión. Los hombres de nuestro tiempo necesitamos profetas que sean «voz de Dios en el desierto». Nosotros no somos mejores que los contemporáneos de Isaías y los del Bautista. También Dios hoy habla a su pueblo mediante hombres de quienes se puede decir lo que dice san Lucas de Juan Bautista: «Vino la palabra de Dios sobre Juan». El Papa Francisco nos ha invitado en «Evangelii Gaudium» a vivir el gozo del Evangelio, la Buena noticia de Cristo, y, al mismo tiempo a la «conversión pastoral» que nos haga salir, también nosotros como profetas, a invitar a otros la salvación. «Ojalá todo el pueblo de Dios profetizara», exclamó Moisés en cierta ocasión. Ese anhelo se ha cumplido. Somos nosotros, los cristianos, los que no terminamos de creer que el Espíritu de Dios nos ha ungido para ser profetas.

+ César Franco
Obispo de Segovia

Lunes, 28 Diciembre 2015 22:11

La esperanza no defrauda

La esperanza no defrauda

La Iglesia empieza el año litúrgico con el tiempo de Adviento, que prepara la Navidad. Es un tiempo breve pero intenso porque se necesita mucha intensidad para avivar la esperanza. Hablo naturalmente de la verdadera y definitiva esperanza, que dinamiza al hombre hacia el futuro y le ayuda a pensar que puede ser mejor. Hablo de la esperanza que anida en cada uno de nosotros cuando se reconoce incapaz de ser mejor, de cambiar el corazón de piedra por otro de carne. Hablo de la esperanza de ser amado por lo que uno es y no por lo que tiene o aparenta. Hablo de la esperanza de que este mundo mejore y se trasforme en un mundo justo, fraterno, solidario. Y hablo, sobre todo, de la esperanza que supera el umbral de la muerte, y me sostiene en la fe de que existe la eternidad.

Sostener al hombre en esta esperanza sólo puede hacerlo Dios mismo. Y hasta Dios parece que lo tiene difícil cuando se trata de avivar en el hombre la esperanza. Charles Péguy, uno de los más grandes poetas cristianos del siglo pasado, ponía estas palabras en labios de Dios: «Que estos pobres hijos vean cómo marchan hoy las cosas y que crean que mañana irá todo mejor, esto sí que es asombroso y es, con mucho, la mayor maravilla de nuestra gracia. Yo mismo estoy asombrado de ello. Es preciso que mi gracia sea efectivamente de una fuerza increíble, y que brote de una fuente inagotable desde que comenzó a brotar por primera vez como un río de sangre del costado abierto de mi Hijo».

Durante el tiempo de Adviento la liturgia de la Iglesia está cargada de imágenes asombrosas que lanzan un reto al hombre cansado de esperar. Cansado y, al mismo tiempo, urgido a esperar. Se nos habla del desierto que se convertirá en un vergel; del león y del cordero que pacerán juntos; de la estéril que será madre fecunda; de la tristeza y del luto que se transformarán en cántico; de los opresores que serán castigados; de los montes y valles que formarán una calzada recta; de ciegos, sordos y cojos que verán, oirán y saltarán como gacelas; de leprosos que verán su carne limpia; de muertos que resucitarán. ¿Son sólo imágenes poéticas? ¿Son bellas metáforas? ¿De dónde viene esta cambio inaudito?

Dios entra en la escena de los hombres. Eso significa el Adviento. Se trata del advenimiento de Dios a nuestra tierra sedienta de esperanza, necesitada de redención. Es Dios mismo que enciende en el corazón de los pobres, como decía una poetisa, velas de esperanza. Todos somos pobres. Ciertamente, Dios lo tiene difícil cuando nos invita a esperar. ¿Hasta cuándo? dicen los pobres; ¿hasta cuándo?, gritan los humillados; ¿hasta cuándo? gemimos los que sentimos el peso del pecado que nos asedia cada día y nos hace caer. Nos parece que la esperanza es inútil, incapaz de sostener al hombre. Pero no es así. Esa «cosita de nada, esta pequeña niña esperanza» -dice Péguy- es inmortal y «ella sola atravesará los mundos llenos de obstáculos. Como al estrella condujo a los tres Reyes Magos desde los confines de Oriente, hacia la cuna de mi Hijo».

«La esperanza no defrauda», dice san Pablo. Esperar contra toda esperanza es la actitud de Abrahán, de María, de Cristo mismo, el Hijo de Dios, que se aventuró a vivir con nosotros, a sufrir y a morir, para que el hombre nunca perdiera la certeza de que es posible la esperanza de que esta vida tiene un sentido, una finalidad trascendente, un feliz cumplimiento de nuestras anhelos, porque el mismo Dios ha hecho suya nuestra propia carne. Aunque el Adviento dure sólo cuatro semanas, es el tiempo de toda la existencia humana. Por eso el evangelio de hoy nos invita a mantener erguida la cabeza porque se acerca nuestra liberación.

+ César Franco
Obispo de Segovia.