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Viernes, 22 Diciembre 2017 08:07

IV Domingo de Adviento

Feliz Navidad

 

            Confieso que no me gustan las felicitaciones de Navidad que silencian el misterio cristiano con un «felices fiestas». Comprendo que sea así, pues no todos profesan la fe cristiana ni celebran sus misterios. Me llama la atención, sin embargo, que en una sociedad hambrienta de compasión, solidaridad, ternura y cercanía, no se explote más la esencia de la Navidad: Dios hecho carne para vivir siempre junto a los hombres. Podrá creerse o no esta verdad, pero constituye un patrimonio del espíritu difícil de enajenar. Se ha hecho viral, diríamos con lenguaje moderno. Y hasta aquellos que no creen, desearían que fuera verdad.

            Dios no ha puesto límites a su comunicación. No le ha bastado crear el mundo, ha querido vivir en él como un hombre más – siervo, pastor, amigo, esposo, taumaturgo – y ha venido, en su Hijo, para consolar a su pueblo, como dice hoy Isaías. No ha querido seguir hablándonos por profetas, sabios y poetas de Israel, sino que nos ha enviado su propia Palabra, hecha carne. El Dios inefable, tres veces santo, cuyo nombre hebreo – Yahwé – no puede ser pronunciado en Israel, ha tomado un nombre nuevo, Enmanuel, «Dios con nosotros». Se llama Jesús, «Dios salva».

            Es cierto que la razón no llega a abarcar semejante misterio - ¿o locura? -, lo cual lo convierte en más creíble, más acorde a la naturaleza de Dios, que sobrepasa los argumentos de la razón para provocar la indagación del misterio y, sobre todo, la adoración, que es la postura más razonable del hombre ante lo inefable. Cuando el hombre se aproxima a esta verdad, con un corazón limpio, percibe que Dios es el más prójimo del hombre, su compañero más cercano. Y entiende las últimas palabras del evangelio de hoy: «A Dios nadie lo ha visto jamás. Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer». Aquí está la razón de la grandeza y universalidad de esta fiesta que une el cielo y la tierra, los ángeles y los hombres, la gloria divina y la paz humana. En sus Rimas, el gran artista Miguel Ángel Buonarroti dice así: «Mas, ¿qué puedo yo, Señor, si a mí no vienes con la inefable y acostumbrada cortesía».

            Si Dios hubiera venido en el estrépito de la tormenta, con rayos y fuego, como en el Sinaí; si hubiera desencadenado la furia de la naturaleza o aplacado la ira del mar, como en Tiberíades; si hubiera, con bota de hierro y brazo poderoso, aniquilado el mal como hizo con el faraón; si hubiera exterminado con ira santa a cuantos corrompen el mundo con sus crímenes innombrables, habríamos creído en él. En realidad, cuando se dice que Dios no existe, es porque anhelamos un Dios que actúe en el mundo con la justicia de los hombres y prepotencia de los poderosos. Pero no. El Dios cristiano viene a envolverse en pañales, presagio de los lienzos de su mortaja; viene en la fragilidad de un niño que gime y necesita ser amamantado; viene a dejarse agasajar por pastores, magos y, sobre todo, pecadores; viene a convivir, compadecer, conmorir con las víctimas inocentes de la crueldad del hombre; viene a ser cordero y comida de arrepentidos que buscan consuelo en el único que puede perdonar y recrear el mundo; viene con la inefable y acostumbrada cortesía de quien no impone su ley, se deja besar por un traidor y negar por su primer vicario en la tierra. Viene solicitando agua a la samaritana, cobijo en casa de amigos y pecadores, para ofrecerles su cortesía, la amable presencia  de quien se llamará, siendo adulto, manso y humilde de corazón.

            Este es el contenido de nuestra fiesta, la verdad que celebramos, el gozo desbordante de quienes saben que Dios nace para vivir y morir con nosotros y darnos la Vida. Dios mío, ¿cómo es posible que cueste tanto decir feliz Navidad?

+ César Franco

Obispo de Segovia

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Sábado, 03 Diciembre 2016 16:24

Segundo de Adviento: Dos bautismos distintos.

 

Cuando Juan Bautista aparece como Precursor de Cristo, ofrece un bautismo en el Jordán invitando a la conversión del corazón. Su predicación es dura, exigente, en línea con los antiguos profetas que exhortaban un cambio radical de vida para huir de la ira inminente de Dios. Las imágenes que utiliza Juan son muy expresivas: el hacha está puesta en la raíz del árbol, el que no dé fruto será talado y echado al fuego. También se sirve de la imagen del bieldo que separa la paja del trigo, para echar la paja al fuego y llevar el trigo al granero. Son imágenes propias de las amenazas proféticas que buscan llevar al hombre a la verdadera conversión.

            El uso de tales imágenes responde a la facilidad con que el hombre pretende huir de la conversión. Así lo dice el Bautista a los fariseos que acudían a bautizarse como si fuera un rito exterior sin correspondencia con la actitud interna del corazón. Juan Bautista no duda en desenmascarar la hipocresía de esta conducta. Les llama «raza de víboras», y les interpela con fuerza: «¿Quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión» (Mt 3,7-8). De nada sirve el bautismo -viene a decir- si el corazón no se pliega a las exigencias de la verdad de Dios y da frutos dignos de conversión, porque Dios es capaz de sacar de las piedras hijos de Abrahán. Ni siquiera este título, que se daban los fariseos y saduceos, les valía ante Dios si su conducta no cambiaba de rumbo.

            No es fácil convertirse. Más aún: es imposible sin la gracia de Dios. El hombre es muy hábil para acomodarse a su innato egoísmo. Nos acostumbramos al pecado, cualquiera que sea su forma. Es preciso que la gracia de Dios nos golpee con fuerza y arranque el corazón de piedra para sustituirlo con un corazón de carne. Precisamente esta es la misión del Adviento: conducirnos a la conversión profunda de nuestras actitudes. Retornar a nuestro Dios, dicho llanamente. Volverse a Él.  En esto consiste el secreto de la conversión.

            Juan Bautista anuncia que detrás de él viene uno más grande que él, capaz de realizar esta conversión perfecta del corazón porque viene con un bautismo distinto: el del fuego del Espíritu Santo. Jesús viene a purificar al hombre, a transformarlo con su gracia, a recomponer su naturaleza caída. Juan es el Precursor; Jesús es el Mesías. Juan prepara; Jesús realiza y cumple la promesa. Juan nos advierte del castigo con la palabra y nos lava con agua; Jesús nos purifica con el fuego de su misericordia. Pero los dos bautismos, el de Juan y el de Jesús no son ritos mágicos que actúan al margen de la libertad del hombre. Hay que dar el paso a la conversión con nuestra libertad humana. Dios no nos salva en contra de nuestra voluntad. Nos perdona, sí; pero nos quiere activos en el arrepentimiento. Purifica nuestro corazón, pero hemos de humillarnos y suplicar el perdón. Dios respeta la libertad del hombre. San Agustín decía: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Y este es el gran dilema y trabajo del hombre: salir de sí mismo, retornar al Padre, desandar el camino de la infidelidad y de la huida de la Verdad. Todos sabemos, por experiencia, que este trabajo no es fácil. Se trata de circuncidar el corazón, no la carne. Por eso necesitamos profetas como Juan que nos pongan ante la verdad de nuestra vida. Necesitamos dar el fruto que exige la conversión y no contentarnos con ritos externos, vacíos de sentido, aunque los hagamos en la Iglesia. La venida de Dios es inminente. Nadie puede ocultarse a su mirada de amor. Hay que mirarle a la cara, sin temores infantiles que nos lleven a la huida, al ocultamiento. Cara a cara, como hizo Jesús con los pecadores.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

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