Miércoles, 01 Febrero 2017 17:51

Canciones de la Pascua 2017

Aquí podrás escuchar las canciones que vamos a cantar en la Pascua Joven del 2017?

 

Jueves Santo:

 Jueves santo

 

Viernes Santo:

Viernes Santo

 

Vigilia Pascual:

Vigilia Pascual

Published in Pastoral de Juventud
Sábado, 30 Abril 2016 10:04

La morada y el huésped

 

Las palabras de Jesús en el evangelio de este domingo revelan la originalidad del cristianismo. A punto de partir hacia el Padre, Jesús prepara a sus discípulos para la despedida y les dice esta misteriosa frase: «Me voy y vuelvo a vuestro lado». ¿A qué se refiere Jesús? Ciertamente se va. Retorna al Padre. ¿Por qué dice entonces que vuelve a su lado?

Los discípulos no quedarán solos ni abandonados. No habrá motivo para la cobardía ni el temor: «Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde», dice Jesús. Su lugar será ocupado por el «Consolador», que es el Espíritu del Padre y del Hijo. Durante el tiempo de su presencia entre los hombre, Jesús ha realizado el oficio de consolar. En su condición de Mesías, ha sido el «Consuelo de Israel» (Lc 2,25), anunciado por los profetas. Viviendo y caminando con el hombres, Jesús ha enjugado lágrimas, ha curado heridas, y ha dado esperanza a los decaídos. Es normal, pues, que el anuncio de su partida provoque inseguridad, temor y desamparo. Pero no será así: él mismo afirma que vendrá «otro Consolador» y ocupará su puesto. Le llama Defensor y Espíritu de la verdad, cuyo oficio consiste en enseñar toda la verdad a los cristianos y recordarles lo que él ha dicho. El Espíritu viene a ocupar el puesto de Jesús y a hacer viva su memoria. ¿Existe mayor consuelo?

Las palabras de Jesús no se limitan a esto. Da un paso más. Su venida a nosotros será personal y directa. Vendrá con el Padre y ambos pondrán en nosotros su morada. «El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14,23). No hay mayor intimidad entre Dios y el hombre que ésta. El cristianismo se aleja de toda concepción panteísta de la relación con Dios, que disuelve el yo personal del hombre y el de Dios. Aunque Dios todo lo llena con su presencia y nada existe sin su aliento que sostiene la creación, su relación con el hombre es personal. San Pablo, predicando a los atenienses, dice que en Dios «vivimos, nos movemos y existimos».  El apóstol se remite a una concepción filosófica de Dios, principio de la vida, del movimiento y del ser. Las palabras de Jesús superan esta concepción, pues presentan al Padre y al Hijo viniendo al hombre y habitando en él. Esta enseñanza, que será llamada en la teología «inhabitación», convierte al hombre en la morada de Dios; y Dios, a su vez, se ha hecho huésped, inquilino del hombre que lo acoge bajo su techo. No existe mayor grado de intimidad y de relación interpersonal que este venir de Dios a nosotros y vivir en los entresijos del ser humano. Como dice el gran poeta Dámaso Alonso: «Hombre es amor, y Dios habita dentro/ de ese pecho y, profundo, en él se acalla».

Dios ha querido dar, con su venir a nosotros, una respuesta a la soledad del hombre, en ocasiones terrible e insoportable. El hombre no es un ser solo e inhabitable. Es un ser abierto a la relación y comunicación con Dios. Su cuerpo es un templo más hermoso que la catedral más bella. Porque es un templo a imagen del huésped que lo habita: el Dios personal y trino, hecho hombre en Jesucristo, el Dios que dentro de cada uno de nosotros contempla su creación y se aproxima a cada hombre desde nuestra carne, que él ha hecho suya, para poder consolar, amar, sanar y animar al que pierde la esperanza. Es el Dios que no sólo ha querido poner su tienda —es decir, su cuerpo— junto al nuestro, sino que ha optado por vivir dentro del hombre mismo, llenando el vacío de la soledad que tantas veces le lleva a preguntarse sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre el dolor que le atenaza. Dios vive en ese hombre, que, a veces sin saberlo, dialoga con él.

+ César Franco Martínez

Obispo de Segovia

Published in Tiempo de Pascua
Viernes, 22 Abril 2016 07:05

Como yo os he amado

 

En su primera encíclica, Redemptor hominis, san Juan Pablo II define la naturaleza del hombre en estos términos: «El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente». Y añade que es Cristo quien ha revelado al hombre su propio ser. ¿Quiere decir esto que el hombre antes de la aparición de Cristo no estaba llamado al amor? ¿Qué en su naturaleza no bullía la necesidad de amar y de ser amado? No, de ninguna manera. Todo hombre ha sido creado por Dios a imagen y semejanza suya, y lleva en sí mismo la tendencia al amor, la necesidad de amar y ser amado. En el evangelio Jesús se remite al primer mandamiento de la Ley: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente. Este mandamiento es el principal y primero. El segundo es semejante a él: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22,37-38).

En el evangelio de este domingo, sin embargo, Jesús habla de un mandamiento «nuevo»: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado». ¿Dónde reside la novedad de este amor? Jesús añade al mandamiento del amor la señal propia del cristiano: «como yo os he amado». En el Antiguo Testamento, dice A. Vanhoye, «no se podía tener un modelo tan perfecto de amor. El Antiguo Testamento de hecho no presentaba  ningún modelo de amor, pero formulaba solamente el precepto de amar. Jesús, sin embargo, ha dado un modelo, se ha dado a sí mismo como modelo de amor».

El hecho de que Dios sea visible en Cristo ha favorecido al hombre el ejercicio del amor. Al tomar nuestra carne, el Hijo de Dios se ha convertido en el Hombre nuevo que todos aspiramos a ser. De ahí la necesidad de fijar los ojos en él como hacían sus vecinos en la sinagoga de Nazaret. Así han hecho los santos en el apasionante intento de amar como él. Porque el hombre, dejado a sus propias fuerzas, es incapaz de amar como Cristo. Necesita su gracia, la fuerza de su Espíritu. Nuestra tendencia al amor está condicionada por los hábitos e inclinaciones de nuestra naturaleza caída por el pecado. Mirar a Cristo es el camino para purificar nuestra idea y vivencia del amor. Por ello, los santos han tomado a Cristo como modelo y realización del amor, y han hecho de él su referencia ineludible.

Los primeros cristianos gozaban del prestigio del pueblo por el amor que se tenían: «Mirad cómo se aman», decían admirados. Esta es la clave de la evangelización: un amor fuerte, generoso, alegre. Un amor que irradia paz, belleza, justicia. Es el amor que constituye a la Iglesia como la nueva humanidad, que brota del costado abierto de Cristo. San Pablo, en el himno de la caridad, recoge las características de este amor. Leídas fríamente, parece imposible amar así. Un amor que excusa, perdona, soporta todo. Un amor que lleva al hombre a expropiarse de sí mismo en favor de los demás. Leamos el bello comentario que el Papa Francisco hace de este himno del amor en su reciente exhortación Amoris Laetitia, dedicada a la familia, cuna del amor.

Amar así es posible. Nos lo garantiza Cristo, que ha ido por delante en esta  experiencia fundamental del ser humano. Para ello, necesitamos previamente dejarnos amar por él, reconocer que nos ha amado hasta el fin, hasta la renuncia total de sí mismo. Por eso, dice san Juan en su primera carta: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su propio Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados».

+ César Franco Martínez

Obispo de Segovia.

            

Published in Tiempo de Pascua