Domingo, 20 Mayo 2018 19:30

«Y lo llevó a Jesús», II TO

 

El evangelio de este domingo narra el encuentro de Jesús con dos de sus apóstoles. La iniciativa parte del Bautista que, señalando a Jesús, dice: Este es el cordero de Dios. Juan y Andrés se interesan por Jesús, le preguntan dónde vive y, a la invitación de éste, le acompañan y pasan con él aquel día. Siempre me he preguntado qué sucedería en aquel primer encuentro para que salieran convencidos de que era el Mesías. Primero lo llaman Maestro; pero cuando Andrés encuentra a su hermano Pedro, le dice: hemos hallado al Mesías. Aquel primer día con Jesús supuso una revelación de su persona, que marcó para siempre la vida de los dos apóstoles.

            Andrés no se contenta con decir a Pedro que ha encontrado al Mesías, sino que «lo llevó a Jesús». Podemos decir que en ese momento empieza a funcionar el contagio de la fe, o, con palabra más clásica, el apostolado, que consiste en llevar la gente a Jesús. Si lo hizo Andrés por propia iniciativa o por consejo de Jesús no importa mucho; el hecho es que Andrés no pudo contener su hallazgo y lo comunica de inmediato a su hermano Pedro. Y lo llevó a Jesús. Comienza así una serie ininterrumpida de encuentros que en cierto sentido forman una oculta trama del cuarto evangelio. Cuando la samaritana descubra que Jesús es un gran profeta, correrá a su pueblo para comunicar a los vecinos la alegría de su encuentro. No la puede reprimir. Está feliz con su hallazgo y experiencia.

            En el encuentro de Pedro con Jesús, éste se le queda mirando fijamente y le dice: «tú eres Simón, hijo de Jonás, tú te llamaras Cefas, que significa piedra». Jesús le hace ver que lo conoce, y le indica su destino. Será la piedra, el cimiento de su iglesia. En estos primeros encuentros el evangelista está desvelando cuál es el plan de Jesús: constituir la Iglesia. No olvidemos que la palabra iglesia significa convocatoria. Es Jesús quien funda la iglesia, él es quien convoca.

            Jesús invita a la relación directa con él y les hace ver que le interesa su destino futuro. Más adelante se narra el encuentro con Natanael y con otros personajes que descubrirán en Cristo el sentido de su existencia. El evangelio es la historia del encuentro de Dios con los hombres que nos sale al paso en su Hijo. Siempre hay alguien que nos habla de él, un testigo, y siempre hay un encuentro personal con Jesús que nos invita a seguirle. En el testigo se supone la experiencia vivida, sin la cual su testimonio no será convincente. En el hombre, sería deseable la apertura para acoger a Cristo. Este proceso está muy bien descrito en el pasaje de la samaritana cuando los vecinos de su pueblo, al conocer personalmente a Jesús, que convivió con ellos dos días, dicen a la mujer: «ya no creemos por tus palabras, nosotros hemos visto y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42).

            Hoy se habla mucho de evangelización y transmisión de la fe. Creemos que todo depende de estrategias y marketing. Nada dice el evangelio de esto. La difusión del cristianismo en los primeros siglos se realizó de persona a persona, como dice el Papa Francisco. La fe es una vida que se trasmite de manera sencilla, directa, testimonial. Nos falta convicción para creer que Jesús atrae a la gente hacia sí; valentía para proponer acercarse a Cristo; y confianza en el hombre que puede abrirse a la fe cuando descubre a Cristo. Todo lo demás son excusas para evitar el riesgo de comunicar a otros lo que hemos vivido cuando encontramos la perla o el tesoro escondido, que es el mismo Jesús, porque tenemos miedo de no tener éxito. Si fuese así, es que, aunque seamos cristianos de toda la vida, quizá todavía no hemos pasado de verdad un día entero con Jesús.

+ César Franco

Obispo de Segovia

           

           

           

Published in Tiempo Ordinario
Sábado, 06 Febrero 2016 19:30

La barca de Pedro

La barca de Pedro

            La Iglesia ha sido llamada la barca de Pedro. Y con toda razón. En el evangelio de hoy, la barca de Pedro es el lugar al que se sube Jesús para, desde ella, hablar a la gente que se amotinaba para escucharle. Sentado en la barca, Jesús enseñaba a quienes le seguían.

La barca no es sólo el lugar de la enseñanza, sino de la pesca. Cuando Jesús terminó de enseñar, pidió a Pedro que remara mar adentro y echara las redes. Durante aquella noche, Pedro y sus compañeros no habían pescado nada y se lo dijo a Jesús, pero, en su nombre, echó las redes al mar. Y sucedió el milagro que pasará a ser el símbolo de la Iglesia desde aquella hora. Hicieron una redada tan grande que reventaba la red, de manera que tuvieron que llamar a los compañeros de otra barca para recoger la pesca, y aún así, dice san Lucas, las dos barcas casi se hundían.

Al ver los sucedido, Pedro se arrojó a los pies de Jesús, profundamente asombrado y conmovido, y le dijo: «Apártate de mí, que soy un pecador». Reconoció de inmediato que se encontraba ante alguien cuyo poder se acababa de manifestar. Jesús le respondió: «No temas: desde ahora, serás pescador de hombres».

La barca de Pedro se ha convertido en la imagen de una barca que surcará los mares de la historia y, desde la cual, Pedro y los apóstoles echan las redes para sacar a los hombres del mar, símbolo bíblico de la muerte, e introducirlos en la barca de Cristo que es la Iglesia.

Nos encontramos ante una bella parábola, que arranca de una historia real, la pesca milagrosa, para revelarnos otra historia que continúa escribiéndose aún entre nosotros. La historia de la vocación de Pedro y de sus compañeros, y la historia de los hombres que escuchan la palabra de Cristo y se dejan atrapar por la red de la gracia que nos arranca del mal.  Tan real como aquella primera pesca milagrosa es la tarea que Cristo encomienda a Pedro como «pescador de hombres». Hermosa definición para hablar del ministerio apostólico, por el cual los primeros apóstoles dejaron las redes y siguieron a Jesús.

Hoy el ministerio sacerdotal es poco apreciado, quizás porque quienes lo hemos recibido no sabemos trasparentar a Cristo, primer pescador de hombres. ¿Qué otra cosa hizo Jesús sino llamar a su seguimiento, hablar con la gente, abrirles el horizonte de Dios y de la gracia, mostrarles su grandeza? Al comprender quién era Jesús y cuál era su  misión, Pedro se arrojó a sus pies y se confesó pecador. Lo mismo hizo Pablo cuando se convirtió, y tantos hombres que han dejado todo para ser como Cristo y hacer lo que él hacía. Los encuentros de Cristo con la gente que narran los evangelios son un tratado del arte de «pescar» a los hombres. Pero se requiere la confianza plena y total en Cristo. «En tu nombre echaré las redes», dice Pedro. Muchas veces tenemos miedo de echar las redes, nos falta confianza en el poder de Cristo y también en la capacidad que tienen los hombres para dejarse atrapar por él. ¿Qué hubiera sido de Pedro, la samaritana, Zaqueo, Mateo, la Magdalena, si Cristo no se hubiera cruzado en su camino y hubiera echado las redes con su tacto y sabiduría? ¿Qué hubiera sido de Agustín de Hipona, de Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Teresa de Jesús? Se los habría tragado el mar de este mundo y el anonimato de la historia. Todo depende de echar las redes, aunque haya noches enteras sin pescar nada. Llegará el momento de Cristo en que la red se llenará de peces y la barca de Pedro, frágil y segura al  mismo tiempo, se llenará de la pesca milagrosa de tantos hombres y mujeres salvados por Cristo. Sólo se necesita que haya hombres que se fíen de Cristo y en su nombre echen las redes.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Published in Tiempo Ordinario
Sábado, 06 Febrero 2016 19:29

Pescador de hombres

«Pescador de hombres»

            El evangelio de este domingo presenta la vocación de Pedro, a quien Jesús dice que será «pescador de hombres». Pedro se dedicaba a la pesca en el mar de Galilea con su hermano Andrés y otros dos hermanos, Santiago y Juan. Jesús les cambia su destino, mediante el milagro de la pesca milagrosa, que provoca admiración y temor al mismo tiempo. Después de haber pasado la noche sin pescar nada, Jesús les ordena echar las redes y éstas se llenan milagrosamente de peces. Ante el asombro, Pedro cae rendido a los pies de Jesús y le dice: «Apártate de mi que soy un pecador». Esta es la experiencia de toda auténtica vocación. Jesús ahuyenta su temor y le dice que hará de él un pescador de hombres.

«Pescar» hombres es tarea ardua. En el interior del hombre existe un yo potente, autónomo, en ocasiones endiosado, que le cuesta reconocer que es un pecador necesitado de Cristo. Sin esta experiencia, es difícil que el hombre se deje «pescar» por Cristo. Que se lo digan a san Ignacio de Loyola, cuánto le costó la conversión de un joven altanero, seguro de sí, aplaudido por el mundo, que sería después un misionero sin igual, san Francisco Javier. Dicen que la obra más  grande de san Ignacio de Loyola no fue la creación de la Compañía de Jesús, sino la conversión de Francisco Javier. También a Pedro le costó dejarse atrapar por Cristo de verdad, hasta que tuvo que sufrir el examen del amor, después de haber negado a Cristo tres veces. Tres veces tuvo que confesar que amaba a Cristo a pesar de la triple negación.

El hombre se resiste a ser atrapado por Cristo, a entrar en la red de su seguimiento. Por eso el «pescador de hombres» no debe desanimarse jamás. Debe echar las redes, invitar, convencer, dialogar con los hombres para hacerles comprender que Cristo llama a su misma tarea. La beata Teresa de Calcuta comprendió que las palabras de Cristo en la cruz —«tengo sed»— la llamaban a tener sed de la salvación de los hombres, de los más pobres, y nadie puede dudar que ha sabido pescar a los hombres en las redes de la ternura, la misericordia, la compasión, el amor hasta dar la vida. Quien entiende esto, y se reconoce él mismo salvado por Cristo, no dudará en dedicar su vida a echar las redes en el nombre de Cristo. Es la tarea más hermosa que jamás pudo imaginarse.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Published in Tiempo Ordinario
Sábado, 30 Enero 2016 18:33

Nadie es profeta en su pueblo

Cuando Jesús dice que «ningún profeta es aceptado en su pueblo» sintetiza en gran medida la historia de Israel, que rechazó a grandes profetas, como Isaías, Jeremías, Juan Bautista. Acercándose a su destino último, Jesús exclamó ante la vista de la ciudad santa: «Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que te son enviados» (Lc 13,34). Jesús vivió en su propia carne este destino de los verdaderos profetas, como narra el evangelio de este domingo. Y todo fue por no plegarse a las expectativas del pueblo que le exigía milagros, como había hecho en Cafarnaún.

Llama la atención que los vecinos de Jesús en Nazaret pasan de la admiración ante su predicación a una actitud de ir porque Jesús se niega a realizar milagros por su falta de fe. Ese cambio de actitud se debe a que no se cumplen las expectativas que han depositado en Cristo. Jesús no se deja manipular. Como los grandes profetas, prefiere ser rechazado por su pueblo a renunciar a su misión de proclamar la verdad. Se une así al destino de quienes, por fidelidad a Dios, optan por la incomprensión, el desprecio y, en último extremo, la muerte. Es el signo del verdadero profeta.

Los falsos profetas se acomodan a los deseos del pueblo. Halagan los oídos, gustan de la adulación, no resisten las críticas ni el rechazo, se achantan ante el sufrimiento y la persecución, aborrecen la verdad. Pierden la libertad de hablar en nombre de Dios. Son profetas que buscan la alabanza, el aplauso, la complacencia de sus auditorios. En realidad, actuando así, conducen a la ruina y al desastre como aparece en la historia del pueblo elegido y de la Iglesia. Son «perros mudos» que, cuando tienen que ladrar, advirtiendo que viene el lobo, se callan por no ser acusados de profetas de calamidades. Quien lea detenidamente el evangelio entenderá la vida y el destino de Cristo desde unas palabras que le identifican: «la verdad os hará libres». En el evangelio de este domingo Jesús no renuncia a la verdad y advierte a sus vecinos de Nazaret de que Dios puede hacer milagros en los pueblos paganos, porque encuentra en ellos más acogida y fe que en su propio pueblo. Esto les indignó de tal manera que echaron a Jesús de su pueblo con intención de despeñarlo. Pero aún no había llegado su hora.

 

César Franco

+ Obispo de Segovia

           

            

 

Published in Tiempo Ordinario
Viernes, 22 Enero 2016 18:14

Historia y fe

 

           

De los cuatro evangelistas, Lucas es conocido como «el historiador», porque demuestra especial interés en enmarcar la vida de Jesús en su momento histórico. Quien lea, por ejemplo, la presentación que hace de Juan Bautista, observará que comienza con una especie de crónica histórica donde se enumeran los personajes que gobernaban en aquel momento. También el nacimiento de Jesús hace referencia al emperador Augusto y a Cirino, gobernador de Siria, en cuyo mandato se llevó a cabo el empadronamiento ordenado por el César de Roma. Este gusto por la historia no es pura erudición, sino que revela una intención que el mismo evangelista declara en el prólogo de su evangelio, a saber, trasmitir un relato de los hechos tal como fueron referidos por los testigos oculares y servidores de la Palabra. Esta fidelidad a los hechos tiene como finalidad que quienes lean su evangelio conozcan la solidez de las enseñanzas que han recibido, si es que profesan la fe cristiana, como lo hacía Teófilo, a quien destina su escrito. Por eso, Lucas afirma expresamente que ha investigado todo con diligencia desde el principio.

            Es sabido que Lucas no fue apóstol de Cristo. Tampoco sabemos con certeza que lo hubiera conocido personalmente. Aparece citado por san Pablo en sus cartas, lo que hace suponer una relación estrecha con él. Esto explica que, al escribir su evangelio, buscara documentarse bien acudiendo a las fuentes mismas de la historia que narra. Y para describir estas fuentes, utiliza dos expresiones muy significativas: «testigos oculares» y «servidores de la Palabra». La primera expresión habla de acontecimientos históricos, que pudieron ser constatados por contemporáneos. La segunda es una fórmula teológica para definir a quienes tenían como oficio en la Iglesia predicar el evangelio, «servir a la Palabra». Estas dos designaciones describen muy bien qué es el evangelio de Lucas y, por afinidad, los tres restantes. En ellos, la historia se convierte en objeto de la predicación. Los evangelistas narran la historia de Jesús, transmitiendo datos históricos, pues, de lo contrario, no se podría llamar historia; y, al mismo tiempo, narran la historia como servidores de una palabra que no es meramente humana, sino palabra que viene de Cristo, el Hijo de Dios. Los evangelios son la historia de Cristo narrada por quienes han visto los acontecimientos y, al mismo tiempo, iluminada desde la fe que tales acontecimientos han suscitado. Por eso hablamos de historia sagrada.

            Un ejemplo de esta forma de contar la historia tenemos en el evangelio de hoy, que narra la predicación de Jesús en la sinagoga de Nazaret. Jesús hizo, como era costumbre, la lectura de un pasaje del profeta donde se describe la misión del Mesías: «El espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado para evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor». Cuando terminó de leer, Jesús dijo: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». El evangelista narra lo que pasó en la sinagoga: un hecho histórico. Y recoge unas palabras de Jesús que lo interpretan: lo que había anunciado el profeta Isaías se cumple en Jesús. Este último dato también es histórico. Jesús dijo esas palabras, pero acogerlas o no, depende de la fe. Durante su vida Jesús mostrará que ciertamente él es el Mesías anunciado por el profeta, pero no todos lo acogerán como tal. La fe tiene su fundamento en la historia, pero el significado último de esa historia sólo es percibido por quienes la leen con la fe de los evangelistas, que, en último término, viene del mismo Cristo.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Published in Tiempo Ordinario
Lunes, 15 Junio 2015 10:05

Un bocado de pan

Jesús anunció en Cafarnaúm que daría a comer su carne y a beber su sangre. Sus palabras provocaron un enorme desconcierto, escandalizaron y «desde entonces muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él» (Jn 6,66). A esta primera desbandada de discípulos se la ha llamado la crisis de Cafarnaúm. El realismo de las palabras de Jesús resultó inaceptable a la razón porque, sin duda, las entendieron de forma burdamente materialista. Les faltó creer en Jesús, a pesar de haber visto la multiplicación de los panes y los peces, y no comprendieron lo que decía.

También entre los Doce surgió el rechazo. De otro modo, Jesús no hubiera preguntado: «¿también vosotros queréis marcharos?». Es Pedro, de nuevo, quien profesa la fe: «¿A quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6,68). Cuando Jesús, en la última cena, pronuncie las palabras de vida eterna —«esto es mi cuerpo, esta es mi sangre»— entendieron que Jesús era capaz de ofrecer a los hombres el pan y el vino que, en sus manos, pasaban a ser su cuerpo y su sangre. Y por primera vez entraron en la mayor comunión que puede darse entre Cristo y los suyos. Entonces comprendieron que él era el Pan vivo bajado del cielo, prefigurado en el maná que Dios dio a los israelitas en el desierto.

Que Dios pueda estar en un bocado de pan es una enorme provocación a la razón. Es la paradoja de que lo infinito pueda ser al mismo tiempo finito. Lo inefable, minúsculo; lo eterno, temporal. Dios hecho niño en Belén y crucificado en el Calvario. Y, en el colmo de la paradoja, hecho bocado de pan. He aquí el núcleo de la paradoja cristiana. Pero, miradas bien las cosas, esto es lo que hace más creíble al cristianismo. Como bien decía Romano Guardini sobre el ser de Cristo, sólo caben dos hipótesis: que sea una locura, o que sea verdad. Herodes tomó por loco a Cristo y lo vistió con una túnica blanca. Cristo guardó silencio ante el ultraje. Pero la mañana de la Resurrección despejó cualquier duda sobre la verdad que encerraba su persona, sus hechos y su enseñanza. San Pablo dirá que la locura de la cruz ha desbaratado la sabiduría del mundo y que la necedad de la predicación evangélica ha desbancado los artificios de la razón autosuficiente. Dios ha triunfado negándose a sí mismo y anonadándose en una carrera hacia abajo, hacia la pobreza radical, hacia el desprecio y la burla, hacia la pequeñez de un bocado de pan. Esto es lo más divino de Dios en su acción por el hombre.

Y ahí está la paradoja: ese trozo de pan consagrado en las manos de Cristo y del más humilde sacerdote que celebra la eucaristía en el último rincón del planeta ejerce una atracción irresistible en los hambrientos y sedientos de la vida eterna. Ante el sagrario y la custodia que porta al Sacramento solemnemente por las calles de nuestras ciudades se postran los sencillos de corazón, los cansados y agobiados por la vida, los sembradores de paz y justicia, los humillados por los poderes de este mundo, los misericordiosos y justos de la tierra que han superado el escándalo de la razón soberbia y adoran al Dios que según la fórmula antiquísima de san Justino se encuentra en el «pan y vino eucaristizados». Dios sale al encuentro del hombre en la
Eucaristía, con sorpresa, como le ocurrió a André Frossard, que no le buscaba, el día de su conversión en una capilla donde estaba expuesto el Santísimo Sacramento: «Una sola cosa me sorprendió —dice— la Eucaristía, y no es que me pareciese increíble; pero me maravillaba que la caridad divina hubiese encontrado ese medio inaudito de comunicarse y, sobre todo, que hubiese escogido para hacerlo el pan que es alimento del pobre y alimento preferido de los niños. De todos los dones esparcidos ante mí por el cristianismo, ése era el más hermoso».

+ César Franco
Obispo de Segovia

Published in Tiempo Ordinario
Lunes, 15 Junio 2015 10:03

Jesús y su Reino

LA VOZ DEL OBISPO. Las parábolas que Jesús utiliza para hablar a los hombres del Reino de Dios tienen mucho que ver con los interrogantes que suscitaba su persona y su enseñanza entre los oyentes. Hablaba de la llegada inminente de un Reino, que, sin embargo, tardaba en venir. Decía que los tiempos se habían cumplido, pero nada cambiaba a su alrededor. ¿Dónde estaba la novedad anunciada por Jesús? ¿A qué promesas se refería cuando decía de sí mismo que venía a cumplir lo que afirmaban los profetas? ¿Era Jesús realmente el Mesías?

Incluso hoy, después de tantos siglos de cristianismo, muchos siguen hablando del silencio de Dios porque, a su juicio, Dios no actúa en la historia con la prepotencia que ellos desearían: arrancar la cizaña de raíz, aunque se pierda el trigo. O hacer crecer la semilla, como se hace hoy en ciertas industrias, forzando los ritmos de su crecimiento. El hombre quiere aplicar a Dios su modo de actuar y olvida lo que decía el gran profeta Oseas: «Yo soy Dios, no un hombre» (11,9).

Dios tiene su ritmo, su tiempo, sus caminos, que, venturosamente, no son los del hombre. La parábola de la semilla que crece, sin que el sembrador sepa cómo, mientras él duerme y se levanta cada día, revela una verdad profundamente consoladora, que anima a la confianza. Jesús enseña que su palabra, simbolizada en la semilla, lleva en sí misma el fruto seguro. Posee la eficacia de Dios encerrada en su núcleo. La tierra, afirma Jesús, produce la cosecha ella sola. Y un día el sembrador podrá decir con júbilo: «Ha llegado el tiempo de la siega» (Joel 3,13). Con esta parábola, Jesús anima a la confianza de quienes pueden sentirse defraudados porque no ven crecer en su interior la palabra que Dios siembra cada día; se irritan ante la lentitud del crecimiento y piensan, quizás, que jamás recogerán el fruto esperado. Su parábola juzga también a los «labradores» que quisieran precipitar la cosecha, pensando que son ellos mismos los autores de la gracia y de la conversión de los demás. Se olvidan de que sólo Dios es el dueño de la mies y da a su tiempo el crecimiento.

Una verdad semejante se esconde en la parábola del grano del mostaza, considerada la más pequeña de la semillas. Quienes seguían a Jesús eran vistos por los fariseos y letrados como unos pobrecillos sin cultura. Se les llamaba despectivamente «gente de la tierra», de la que poco podía esperarse. ¿Cómo podría Jesús hacer de ellos los destinatarios y el germen de su Reino? Para responder a esta cuestión, Jesús apela a una verdad constante de la Escritura: Dios escoge lo pequeño, lo último, lo que no tiene apariencia. El profeta Ezequiel había dicho que Dios tomaría una rama tierna y la plantaría en lo alto de un monte y llegaría a ser un cedro noble donde anidarían las aves del cielo. Así sucederá con el pequeño rebaño de seguidores de Jesús que forman la primera iglesia: minúsculo como un grano de mostaza, acogerá en sus ramas a los pájaros del cielo.

Bien miradas las cosas, estas parábolas del Reino retratan a Jesús. Podían llamarse indistintamente parábolas del Reino o del Verbo de Dios. Porque Jesús es el grano de trigo sembrado en la tierra, cuya cosecha es inconmensurable. Mientras el mundo dormía, se levantó de entre los muertos llenando de vida el universo entero. Y siendo el último, el despreciado y humillado, con el rostro desfigurado y sin belleza, es el árbol que sigue creciendo con la energía de la resurrección de manera que todo hombre encuentra en él refugio, acogida, sombra y abrigo, como si fueran pájaros que anidan en sus ramas. Jesús nos ha contado su Reino con palabras bellas. Sólo él podía hacerlo, porque él es el Verbo, la Palabra que cumple lo que dice. Exactamente como había dicho Ezequiel: «Yo, el Señor, lo he dicho y lo haré» (17,24).

+ César Franco
Obispo de Segovia.

Published in Tiempo Ordinario
Domingo, 19 Abril 2015 21:48

Soy yo en persona

Jesús ha venido a espantar los miedos del corazón del hombre. Miedo a la soledad, a la enfermedad y, sobre todo, miedo a la muerte. Con cierta frecuencia, Jesús exhorta a sus discípulos a no tener miedo. Ante la tempestad del lago, ante el peligro de la persecución por la fe, ante el riesgo de perder la vida. También en su despedida, Jesús anima a su pequeño rebaño a confiar, a no temer la separación que conlleva el adiós del Maestro. Anuncia que vendrá, que estará siempre con los suyos, que su partida no es definitiva. Volverá y estará siempre con los suyos hasta el fin del mundo.

Cuando Jesús resucitado se presenta en medio de sus discípulos, dice san Lucas que «llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma». Jesús les espanta el miedo mostrándoles las manos y los pies, atravesados por los clavos, y dejándose tocar para hacerles comprender que era de carne y hueso. Más aún, come delante de ellos un trozo de pez asado. El realismo de la resurrección no puede expresarse de mejor manera, si se tiene en cuenta que Lucas, el tercer evangelista, escribe para cristianos de cultura griega, tan cerrada a una comprensión positiva de la carne. «Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona», dice Jesús mostrándose a sí mismo.

Por la resurrección, Cristo ha pasado a ser el Viviente, que se hace contemporáneo de cada hombre en cada circunstancia que se encuentre. Vive para siempre y se hace el encontradizo con el hombre que soporta sus propios miedos; miedos que, como los negros fantasmas que pintaba Goya, intentan devorarlo. La resurrección de Cristo ha arrojado una poderosa luz sobre la existencia humana al vencer de modo definitivo el fundamento de todos los temores, el miedo a morir, el miedo a la nada, a la infinita soledad de quien, a medida que cumple años, sólo le queda esperar la muerte. El hombre ya no es «el que nace, sufre y muere», como decía Unamuno. No es el hombre arrojado a una existencia sin sentido, o sin futuro. Desde la resurrección de Cristo, el hombre vive con la certeza de estar acompañado por el Viviente.

Esta es la experiencia que han vivido muchos conversos, empezando por Saulo de Tarso, fariseo cabal, que, aún creyendo en la resurrección, se obstinaba en negarse a creer que Jesús pudiera haber resucitado. Desde el encuentro con el Resucitado en el camino de Damasco, el converso Pablo vivirá con la convicción de que Jesús vive y se hace presente en todas las circunstancias de su vida. Cuando lo conducen ante el gobernador Porcio Festo para juzgarlo, éste reconoce que la única acusación que existía contra Pablo es que afirmaba que un tal Jesús, ya muerto, estaba vivo. No hay forma más sencilla de definir la fe cristiana. Todo se reduce a confesar que Jesús vive, como canta la Iglesia en la noche de Pascua.

En medio de su búsqueda intelectual del sentido de la vida y de su dramática soledad, apartado de su familia en un piso de París, otro converso, el filósofo García Morente, describe así el momento, llamado por él «hecho extraordinario», en que Jesús vino a espantarle los negros fantasmas de su mente para conducirlo a la fe: «Mi memoria recoge el hilo de los sucesos en el momento en que despertaba bajo la impresión de un sobresalto inexplicable. No puedo decir exactamente lo que sentía: miedo, angustia, aprensión, turbación presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable, que iba a suceder ya mismo, en el mismo momento, sin tardar. Me puse de pie, todo tembloroso, y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero Él estaba allí».

+ César Franco

Obispo de Segovia

Published in Tiempo Ordinario
Domingo, 25 Enero 2015 20:33

¿Qué buscáis?

LA VOZ DEL OBISPO. Es significativo que las primeras palabras de Jesús en el Evangelio de Juan sean: «¿Qué buscáis?». Al darse cuenta que dos discípulos del Bautista le siguen, se vuelve y les dirige la pregunta. No es una mera pregunta, pues está relacionada con el hecho de seguirle. Y esta circunstancia hace de la pregunta una provocación a tomar conciencia de los motivos por los que le siguen. Como si dijera: ¿Qué buscáis al seguirme? De hecho, los discípulos manifestaron su curiosidad sobre el lugar donde vivía Jesús y contestaron: «¿dónde vives?».

Quizás sea mucho decir que estas primeras palabras de Jesús constituyan una clave para entender el cuarto evangelio. Pero tampoco es descaminado. A lo largo de su relato, el evangelista ensarta diversas escenas dónde Jesús, de una o de otra manera, se cuela con sus palabras en los entresijos del alma de los personajes con quien dialoga: Natanael, Nicodemo, la samaritana, el paralítico de la piscina, el ciego de nacimiento, Marta, la hermana de Lázaro, Poncio Pilato; y el fascinante diálogo de Jesús resucitado y Pedro a orillas del lago, que termina con las últimas palabras que pronuncia Jesús: «Tú, sígueme». En todos estos encuentros late la pregunta del inicio: ¿qué buscáis? y en todos ellos se explicita el reto que Jesús ha venido a plantear al hombre: Sígueme. Se puede decir que el Hijo de Dios ha querido hacerse el encontradizo con el hombre para dirigirle estas dos palabras: «¿Qué buscas?» y «sígueme». La primera y la última palabra del evangelio.

El hombre es un buscador insaciable. Busca vivir en plenitud, la felicidad. Tiene un hueco dentro que necesita llenarlo, como escribe Carlos Murciano en su soneto autobiográfico: «Palabra que procuro, mas en vano / llenar tu hueco, rellenar mi hueco». Debajo de la higuera como Natanael, buscando el agua del pozo, como la samaritana, o echándole en cara a Jesús, como Marta, no haber estado junto a Lázaro para evitar su muerte, el hombre —cualquiera sea su condición y su nombre— está hecho para buscar el sentido de su vida, que no puede acallar con curiosidades más o menos anecdóticas, como aquellos dos primeros discípulos: ¿dónde vives?; o, como la samaritana, que pretendía ocultar su grave problema moral con una pregunta piadosa: ¿en qué monte debemos dar culto a Dios? No. Cuando Jesús inquiere, lo hace en profundidad: ¿qué buscas? ¿en qué dirección camina tu alma? ¿hacia dónde te diriges?

La crisis de interioridad que el hombre padece desde hace tiempo, como denuncia el filósofo Sciacca, le impide entrar dentro de sí con determinación y valentía y preguntarse en primera persona: ¿qué busco? Se queda en los aledaños de su ser más íntimo, perdido en la maraña de sus emociones y sentimientos y volcado en la exterioridad. ¡Qué bien lo describe san Agustín al narrar su propia conversión! «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo fuera de mí, y fuera te andaba buscando. Como un engendro de fealdad, me lanzaba sobre la belleza de tus criaturas. Estabas conmigo, pero yo no estaba contigo... Y entonces me llamaste, me gritaste y rompiste mi sordera. Brillaste y resplandeciste ante mí, y tu resplandor disipó mi ceguera. Exhalaste tu perfume, aspiré hondo y te deseé. Te gusté, te comí y te bebí. Me tocaste y me abrasé en tu paz».

Cuando los dos discípulos de Juan preguntan a Jesús: «¿dónde vives?», éste les contesta: «Venid y veréis». En realidad, iban siguiendo a Jesús, pero la invitación de Cristo les introduce en una forma nueva de seguirle, que consiste en experimentar dónde vive, es decir, en habitar con él, gustando, comiendo y bebiendo de él, como dice Agustín de Hipona. Y pasaron de la simple curiosidad a la experiencia del encuentro con aquel, que, antes de que lo conocieran, ya los había encontrado.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Published in Tiempo Ordinario
Página 3 de 3