cesar

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Domingo, 30 Abril 2017 13:01

Encuentros Jóvenes con Talento

ENCUENTROS JÓVENES CON TALENTO

¿Jóvenes con talento? 

Reflexionando en la parábola de los talentos, el Santo Padre nos dijo a los jóvenes en 2013: "es importante no encerrarse en sí mismos, enterrando el propio talento, las propias riquezas espirituales, intelectuales, materiales, todo lo que el Señor nos ha dado, sino abrirse, ser solidarios, tener cuidado de los demás"; "¿Han pensado en los talentos que Dios les ha dado? ¿Han pensado en cómo se pueden poner al servicio de los demás?; ¡No entierren los talentos! Apuesten por grandes ideales, los ideales que agrandan el corazón, aquellos ideales de servicio que harán fructíferos sus talentos"; "¡No tengan miedo de soñar cosas grandes!". 

En base a los planteamientos del Santo Padre debemos tener presente que nosotros somos el tiempo de la acción, tiempo para sacar provecho de los dones de Dios, no para nosotros mismos, sino para Él, para la Iglesia, para los otros. Partiendo de esta propuesta te invitamos a participar en los encuentros de jóvenes con talentos, hechos para ti porque en ti...¡¡hay talento!!

 

¿Te animas?

 

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En la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús cautiva la sencillez del relato al describir el momento del encuentro. Dice simplemente que «se les acercó y caminaba con ellos». Nada hay de sobrenatural en el hecho mismo de la aparición. Sorprende, además, que los discípulos no temieran ni se preguntaran de dónde venía ni cómo se había unido a ellos el desconocido. ¿Les seguía de cerca y aceleró el paso? ¿Salió a su encuentro en un recodo del camino? Dos verbos indican su presencia: acercarse y caminar juntos. Con ellos, el narrador describe el significado de la resurrección como una forma nueva de vivir en la que Cristo se acerca a los suyos de modo inmediato y camina junto a ellos. El Resucitado se acerca  al hombre y camina con él. No hay fronteras ni obstáculos.

El obstáculo no está en el Resucitado, sino en el hombre, que no sabe reconocerlo. Así sucedió a los de Emaús: «sus ojos eran incapaces de reconocerlo». Cuando Jesús les pregunta sobre el tema de su conversación, «se detuvieron entristecidos». Hay una relación entre la incapacidad para reconocer a Cristo y la tristeza que les invade. Sin embargo, lo tienen delante. Es de suponer que, al pararse, mirarían al desconocido cara a cara, observarían sus gestos. Sus ojos, sin embargo, estaban ciegos. Y Jesús inicia una pedagogía que dura hasta hoy: «Y comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas, les explicó lo que se refería a él en toda la Escritura». Debió ser una experiencia única cómo Jesús hizo esta presentación de sí mismo, que provocó en los discípulos la impresión de que el corazón les ardía. La palabra de Cristo estaba preparando el encuentro final, la revelación definitiva en la fracción del pan, el gesto que abrió los ojos de aquellos dos ciegos.

Dice Lucas que, cerca de la aldea donde iba, «él hizo ademán de seguir adelante». Este gesto intencionado buscaba excitar el deseo en los de Emaús para apremiarle a que se quedara con ellos. Jesús se hizo rogar: «quédate con nosotros, porque atardece y el día va de caída». ¡Qué ruego tan expresivo! El atardecer y la caída del día acentúa la soledad y evoca la muerte. El hombre siente su desvalimiento. Jesús se muestra como el compañero necesario para que los últimos destellos del sol se prolonguen en el calor de una presencia insustituible. Jesús «entró para quedarse con ellos». Esta es la irrevocable intención de Cristo. La que manifestó al tomar nuestra carne, y la que desvela el sentido de la resurrección: Cristo ha resucitado para quedarse con el hombre. Y bastó sólo un gesto —partir el pan— para que lo entendieran. Entre los diversos cuadros de Rembrandt sobre esta escena, hay uno muy inspirado: Cristo está nimbado de luz, quedando él en sombra. Su figura se impone con una poderosa majestad que llena la escena mientras parte un trozo de pan con su mano derecha. Un discípulo, rendido a sus pies, adora. El otro, mira las manos y el pan con ojos desorbitados, lleno de asombro. Al fondo, la casera trabaja en la cocina ajena a lo que sucede. Y en la pared, colgado de un clavo, pende el morral de un caminante. Es un cuadro fantástico, atrevido, que describe lo indescriptible de Emaús: el momento en que el peregrino revela su identidad y abandona la escena llenando todo de luz, la luz que nunca decae, el sol sin ocaso.

Si cada domingo, al ir a la Iglesia, recordamos esta escena, comprenderemos que Jesús se nos acerca, camina con nosotros, nos habla de sí mismo y comparte la mesa dándonos su pan. A su lado, nunca habrá atardecer ni caída del sol. Y nuestros ojos, aunque no lo reconozcan en el primer momento, se abrirán sorprendidos al descubrirlo, vivo y cercano, en la fracción del pan.

+ César Franco

Obispo de Segovia

           

            

 

El tiempo pascual es un tiempo hermoso que nos ayuda a comprender la nueva forma de vida de Jesús, el Resucitado. Las apariciones que narran los evangelios son hechos históricos, de los que fueron testigos quienes habían convivido con Jesús: las mujeres, los Doce, los discípulos de Emaús y otros, y el perseguidor Saulo de Tarso, que llegaría a ser san Pablo, apóstol de los gentiles.

Quienes afirman que las apariciones son proyecciones subjetivas de los discípulos de Cristo se basan en que los relatos tienen contradicciones, y resulta difícil compaginarlos. Es precisamente este dato el que los hace más verosímiles como señalan los críticos literarios. Si se hubieran inventado, es lógico pensar que sus autores habrían creado relatos bien pulidos y libres de toda incoherencia. No es este el lugar para explicar en detalle cómo la crítica ha dado razón de esas dificultades que llamamos contradicciones. Recomiendo a los lectores el capítulo que dedica Benedicto XVI en su libro Jesús de Nazaret al tema de la resurrección y de las apariciones. Baste decir aquí que la teoría de que los discípulos proyectaron su fe en Jesús creando estos relatos carece de lógica, puesto que, según los evangelios, no creyeron en la resurrección. Fue la resurrección y las apariciones las que provocaron la fe mostrando que Jesús vivía entre los suyos de forma nueva.

Los relatos de las apariciones nacieron de forma diferente a como nace el relato de la pasión. Éste nace como una crónica de los hechos que fueron seguidos por los discípulos de Cristo día a día. De ahí la coherencia de todo el relato a pesar de las diferencias que cada evangelista señala en razón de su intención literaria. Los relatos de apariciones nacieron como piezas sueltas, aisladas, porque no hubo una secuencia «histórica» de las mismas, sino que cada una de ellas tuvo su destinatario, personal o colectivo, y finalmente se unieron al relato de la pasión dejando las huellas de su origen singular. Cuando san Pablo recoge la tradición primitiva sobre estos hechos dice así: «Os trasmití lo que también yo recibí: que Cristo… resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas (Pedro) y más tarde a los Doce, después se apareció a más de quinientos hermanos juntos, la mayoría de los cuales vive todavía, otros han muerto; después se apareció a Santiago, más tarde a todos los apóstoles; por último, como a un aborto, se me apareció también a mí» (1Cor 15,3-8).

Hay dos claves literarias para entender los relatos de apariciones, que muestran la nueva vida del Resucitado. La primera, es la identidad y diferencia de su forma corporal. El Resucitado es el Crucificado, por eso puede mostrar sus llagas y decirle a Tomás que lo compruebe tocándolas y metiendo la mano en su costado. Pero su naturaleza humana ha sido transformada, glorificada. Aparece y desaparece y supera cualquier obstáculo de espacio y tiempo. Vive ya en una dimensión nueva, divina, fuera del curso de la historia, pero con el poder de intervenir en ella. La segunda clave consiste en la dialéctica entre no conocer y reconocer. En un primer momento Jesús no es conocido; sólo cuando él quiere se le reconoce. El misterio rodea su persona. Con esta clave se quiere recalcar lo que ya hemos dicho: Jesús ha pasado de este mundo al Padre y pertenece ya al ámbito de lo divino. Con sus apariciones quiere confirmar a los suyos en la fe y reanudar con ellos una vida distinta de la terrena, fundada en la fe. Por eso dice a Tomas: bienaventurados quienes crean sin haberme visto. Ellos vieron para que nosotros creamos. Con las apariciones, Jesús capacitó a los apóstoles para dar testimonio de que vivía para siempre.

+ César Franco

Obispo de Segovia

            Nada sería el cristianismo sin la resurrección de Cristo. La solemne vigila pascual del sábado santo no tiene comparación en la historia de las religiones. La victoria de Cristo sobre la muerte es el único acontecimiento que puede dar al hombre la certeza de vivir para siempre, no sólo mediante la pervivencia del alma más allá de la muerte, sino por la resurrección de la carne. El concepto de resurrección de los muertos sólo puede explicarse a la luz de la resurrección de Cristo. Cualquier teoría que pretendiera explicar la resurrección como un tipo de supervivencia espiritual que no implicara a la carne del hombre sería incompatible con la fe cristiana. La razón es sencilla: Dios ha creado al hombre, cuerpo y alma, para vivir eternamente. Resulta paradójico que en una época como la nuestra, que exalta el cuerpo humano y su dignidad, se den interpretaciones de la resurrección que excluyen nuestra carne de la gloria que merece en cuanto parte integral del hombre.

Se dice, por ejemplo, que la resurrección se da en el mismo momento de la muerte. Esta afirmación carece de la lógica más elemental. No hay resurrección si el cuerpo permanece en el sepulcro. Si fuera así, ¿qué ocurre con los restos mortales que yacen en los cementerios? ¿Serán eternamente polvo? ¿Se puede hablar de resurrección si se pierde una parte de nuestro ser? ¿Puede el hombre entenderse sin su propio cuerpo?

Cuando san Pablo reflexiona sobre este tema, se sirve de lo que ha sucedido en Cristo para afirmar que, así como él resucitó, también nosotros resucitaremos, según la imagen de su cuerpo glorioso. De lo contrario, nuestra carne humana no tendría ningún valor. Habría sido un mero accidente de nuestra existencia. Y no es así. El Hijo de Dios, al asumir nuestra carne en su encarnación, le ha dado una dignidad trascendente, un destino eterno. Tomó nuestra carne, vivió en nuestra carne, murió en la carne y resucitó con su carne. Dice Benedicto XVI que a partir de la encarnación de Cristo «sucede algo conmovedor: el régimen de contacto salvífico con Dios se transforma radicalmente y la carne se convierte en el instrumento de la salvación, “el Verbo se hizo carne”, escribe el evangelista san Juan, y un autor cristiano del siglo III, Tertuliano, afirma: Caro salutis est cardo, “la carne es el quicio de la salvación”». Dios ha asumido nuestra carne y la ha convertido en el eje o quicio de la salvación. Cristo ha resucitado con su propia carne y este es el modelo ejemplar de nuestra propia resurrección.

La experiencia de los apóstoles está bien atestiguada: vieron a Cristo resucitado, comieron y bebieron con él, les mostró las llagas de la pasión y permitió a Tomás, aunque el texto no confirma que lo hiciera, meter su dedo en los agujeros de los clavos y su mano en la llaga del costado. Cristo resucitado no es un fantasma, ni una sugestión de los apóstoles o una visión de alucinados. Los relatos de las apariciones coinciden en afirmar que se les «mostró», «se hizo ver». Es verdad que al principio no le reconocen, pero este hecho indica que, por sí mismos, no llegaron a la fe. Fue necesario que Cristo les abriera los ojos y lo reconocieran. Dicho esto, vieron y tocaron su carne viva y gloriosa, transformada por el Espíritu, es decir, resucitada a una vida inconmensurable, eterna. Así sucederá con nuestra carne, la que recibimos al ser engendrados. Aunque sufra la corrupción del sepulcro, está llamada a resucitar con Cristo, porque su carne y la nuestra son inseparables desde el momento en que él mismo quiso trasmitirnos su espíritu que restaurará nuestro cuerpo, el mismo que nos constituye, y sin el cual no podríamos aspirar a la resurrección.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Viernes, 07 Abril 2017 16:20

Domingo de Ramos (A): El hombre nuevo

           

El domingo de Ramos leemos solemnemente el relato de la Pasión. Es la mejor forma de introducirnos en la semana santa, que revive los últimos hechos de la vida de Cristo. Los evangelios nacieron precisamente con el relato de la pasión, por el impacto que produjo en los apóstoles. De ahí que la pasión y muerte del Señor se siga como una crónica diaria de los hechos esenciales: institución de la eucaristía, oración en el huerto, traición de Judas y prendimiento, negaciones de Pedro, juicio ante el Sanedrín y ante el procurador de Roma, escarnios y burlas de la soldadesca, camino de la cruz,  crucifixión, muerte y sepultura.

San Mateo introduce en varios momentos del relato la expresión «según las Escrituras» para mostrar que la pasión de Cristo no se debe al azar ni a simples circunstancias históricas. Todo ocurre de modo que se cumplen las Escrituras, es decir, las profecías inspiradas por Dios. Jesús no muere por una casualidad. Su muerte forma parte de lo que llamamos «plan de salvación». Dios está en el origen de su entrega a la muerte. Los actores del drama que se desarrolla ante nuestros ojos, y del que las procesiones son sólo un pálido reflejo, son actores secundarios, provistos sin duda de su propia libertad, pero no tienen en sus manos el destino de Cristo de modo absoluto. Así lo dice Jesús a quien, movido por la rabia, corta la oreja de un soldado cuando intentan prenderlo: «Envaina la espada; que todos los que empuñan espada, a espada morirá. ¿Piensas tú que no puedo acudir a mi Padre? Él me mandaría enseguida más de doce legiones de ángeles. ¿Cómo se cumplirían entonces las Escrituras que dice que todo esto tiene que pasar?» (Mt 26,52-55).

En el centro del drama, la persona de Cristo se impone en su desnuda humanidad. Dicen los estudiosos que su divinidad se esconde para manifestar que se ha hecho uno de nosotros. Anonadado, escupido y convertido en un guiñapo. «He aquí al hombre», dice Pilato. Es el varón de dolores, anunciado por Isaías. Pero Pilato, un pagano sin escrúpulos, no pensaba en la profecía. No le interesaba la verdad. Cuando dice «he aquí al hombre», es el evangelista quien habla por él, con fina ironía, para revelarnos al Hombre por antonomasia: el que se entrega libre y amorosamente a la muerte por la humanidad. Es el Hombre nuevo del que hablará san Pablo. El Hombre que rehace a Adán, el hombre viejo, cuya calavera es representada al pie de de la cruz para indicar que el Nuevo ha venido a redimirlo. El evangelio de la pasión y muerte de Cristo es el relato del Hombre que se convierte en prototipo de todo lo humano porque en él se da muerte a todo lo que el hombre tiene de viejo: la sórdida amistad y traición de Judas, la arrogancia y cobardía de Pedro, la crueldad sin fin de los soldados, la envidia de los líderes religiosos, y, en último término, el pecado de todos nosotros, protagonistas y causantes de la pasión del Señor. Al dramatizar la lectura de la pasión, la liturgia quiere que nos sintamos actores del drama, no meros espectadores. San Pablo dirá: «el Hijo de Dios me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20). Esta es la esencia del drama, que no deja indiferente a quien tenga una mínima conciencia de su pecado, es decir, necesidad de ser salvado y alcanzar la figura y la edad del Hombre Nuevo.

El domingo de Ramos comienza con el triunfo agitado de las palmas. Dura sólo un instante. El justo para anunciar que el Mesías ha llegado. Este triunfo se troca en la condena a muerte de Cristo que, abandonado por los suyos y gustando la soledad de Dios, expira con un gran grito que desgarra el velo del templo, hace temblar la tierra y abrirse las tumbas anunciando ya la resurrección.

+ César Franco

Obispo de Segovia

A medida que nos acercamos a la Pascua, la liturgia dominical revela progresivamente el misterio de Cristo. Se orienta sobre todo hacia los catecúmenos, que recibirán el bautismo en la vigilia pascual, para que comprendan lo que Cristo aporta a la vida del hombre. Para llevar adelante esta pedagogía, la Iglesia utiliza relatos evangélicos de milagros en los que se hace patente quién es Jesús de Nazaret. En este cuarto domingo de Cuaresma se narra la curación del ciego de nacimiento en la piscina de Siloé.

Con este milagro, el evangelista Juan quiere dramatizar una verdad que se afirma ya en el prólogo del evangelio: Cristo es la luz del mundo y en él está la vida del hombre. Por eso, quien acoge a Cristo camina en la luz y su vida es arrancada de las tinieblas. Recordemos que en el Credo decimos de Cristo que es «Dios de Dios, Luz de Luz». Y Jesús dirá de sí mismo: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Ahora bien, también en el prólogo del cuarto evangelio se dice que la luz brilló en las tinieblas pero las tinieblas no la recibieron. Se refiere a quienes, habiendo visto la luz, se negaron a acogerla. Esto es lo que se dramatiza en la curación del ciego de nacimiento.

Al realizar el milagro, Jesús afirma claramente que lo hace para que en el ciego se manifiesten las obras de Dios, es decir, el milagro de Jesús que, al abrir los ojos del ciego, se presenta como Luz del mundo. El ciego es un símbolo del hombre que camina en tinieblas. Al encontrarse con Cristo, recibe la gracia de ver la luz física y, sobre todo, el don de creer en Cristo cuando éste le dice expresamente que es el Enviado de Dios. Postrado a sus pies, hace esta sencilla confesión de fe: «Creo, Señor».

En contraste con el ciego, aparece el grupo de quienes se oponen a Cristo rechazando incluso el milagro que ha sucedido. Resulta patético su interés por mostrar que el ciego no era ciego y que Jesús ha quebrantado el sábado haciendo el bien. Son los representantes de las tinieblas que rechazan la luz. Refiriéndose a ellos, Jesús dice: «Para un juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven, vean, y los que ven, se queden ciegos». Es obvio que Jesús se refiere a la ceguera espiritual del hombre que, teniendo ante los ojos la luz de la verdad, se niega a acogerla. Por eso, cuando sus oponentes le replican: «¿También nosotros somos ciegos?», Jesús les dedica estas duras palabras: «Si estuvierais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís “vemos”, vuestro pecado permanece».

El verdadero drama del hombre, viene a decir Juan, no es la ceguera física, sino la del espíritu que se cierra a reconocer la luz de Dios manifestada en Cristo. Es cierto que la fe es un don de Dios; pero no es menos cierto que Dios ofrece al hombre pistas para creer en Jesús, una de las cuales son sus milagros. Si no creéis en mí, dirá Jesús, al menos creed en las obras que dan testimonio de mi. En su ensayo Sabiduría griega y paradoja cristiana, Ch. Möller describe magistralmente, analizando las obras de Shakespeare y Dostoievski, la diferencia entre el pecado de fragilidad y el pecado contra la luz. En el primer caso, se trata del pecado del hombre esclavo de las pasiones, que, en el fondo, las reconoce y busca la salvación en Dios. En el segundo caso, es el pecado lúcido, hijo de la soberbia, que se niega a reconocer la necesidad de ser redimido de su propias tinieblas y se obstina en no dejarse iluminar por  la luz de Dios. Es el hombre que cree ver pero se encierra en sí mismo antes que reconocer que sólo la luz de Dios puede romper la ceguera del espíritu.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Mensaje del Santo Padre Francisco para la XXXII Jornada Mundial de la Juventud (Domingo de Ramos, 9 de abril de 2017) , 21.03.2017

 

Publicamos a continuación el texto del Mensaje que el  Santo Padre Francisco envía a los jóvenes y a las jóvenes del mundo con motivo de la XXII Jornada Mundial de la Juventud que se celebrará en ámbito diocesano el 9 de abril de 2017, Domingo de Ramos, y cuyo tema es:

«El Todopoderoso ha hecho cosas grandes en mí» (Lc 1,49)

 

Queridos jóvenes:

Nos hemos puesto de nuevo en camino después de nuestro maravilloso encuentro en Cracovia, donde celebramos la XXXI Jornada Mundial de la Juventud y el Jubileo de los Jóvenes, en el contexto del Año Santo de la Misericordia. Allí dejamos que san Juan Pablo II y santa Faustina Kowalska, apóstoles de la divina misericordia, nos guiaran para encontrar una respuesta concreta a los desafíos de nuestro tiempo. Experimentamos con fuerza la fraternidad y la alegría, y dimos al mundo un signo de esperanza; las distintas banderas y lenguas no eran un motivo de enfrentamiento y división, sino una oportunidad para abrir las puertas de nuestro corazón, para construir puentes.

Al final de la JMJ de Cracovia indiqué la próxima meta de nuestra peregrinación que, con la ayuda de Dios, nos llevará a Panamá en 2019. Nos acompañará en este camino la Virgen María, a quien todas las generaciones llaman bienaventurada (cf. Lc 1,48). La siguiente etapa de nuestro itinerario está conectada con la anterior, centrada en las bienaventuranzas, pero nos impulsa a seguir adelante. Lo que deseo es que vosotros, jóvenes, caminéis no sólo haciendo memoria del pasado, sino también con valentía en el presente y esperanza en el futuro. Estas actitudes, siempre presentes en la joven Mujer de Nazaret, se encuentran reflejadas claramente en los temas elegidos para las tres próximas JMJ. Este año (2017) vamos a reflexionar sobre la fe de María cuando dijo en el Magnificat: «El Todopoderoso ha hecho cosas grandes en mí» (Lc 1,49). El tema del próximo año (2018): «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1,30), nos llevará a meditar sobre la caridad llena de determinación con que la Virgen María recibió el anuncio del ángel. La JMJ 2019 se inspirará en las palabras: «He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), que fue la respuesta llena de esperanza de María al ángel.

En octubre de 2018, la Iglesia celebrará el Sínodo de los Obispos sobre el tema: Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional. Nos preguntaremos sobre cómo vivís vosotros, los jóvenes, la experiencia de fe en medio de los desafíos de nuestra época. También vamos a abordar la cuestión de cómo se puede desarrollar un proyecto de vida discerniendo vuestra vocación, tomada en sentido amplio, es decir, al matrimonio, en el ámbito laical y profesional, o bien a la vida consagrada y al sacerdocio. Deseo que haya una gran sintonía entre el itinerario que llevará a la JMJ de Panamá y el camino sinodal.

Nuestra época no necesita de «jóvenes-sofá»

Según el Evangelio de Lucas, después de haber recibido el anuncio del ángel y haber respondido con su «sí» a la llamada para ser madre del Salvador, María se levanta y va de prisa a visitar a su prima Isabel, que está en el sexto mes de embarazo (cf. 1,36.39). María es muy joven; lo que se le ha anunciado es un don inmenso, pero comporta también un desafío muy grande; el Señor le ha asegurado su presencia y su ayuda, pero todavía hay muchas cosas que aún no están claras en su mente y en su corazón. Y sin embargo María no se encierra en casa, no se deja paralizar por el miedo o el orgullo. María no es la clase de personas que para estar bien necesita un buen sofá donde sentirse cómoda y segura. No es una joven-sofá (cf. Discurso en la Vigilia, Cracovia, 30 de julio de 2016). Si su prima anciana necesita una mano, ella no se demora y se pone inmediatamente en camino.

El trayecto para llegar a la casa de Isabel es largo: unos 150 km. Pero la joven de Nazaret, impulsada por el Espíritu Santo, no se detiene ante los obstáculos. Sin duda, las jornadas de viaje le ayudaron a meditar sobre el maravilloso acontecimiento en el que estaba participando. Lo mismo nos sucede a nosotros cuando empezamos nuestra peregrinación: a lo largo del camino vuelven a la mente los hechos de la vida, y podemos penetrar en su significado y profundizar nuestra vocación, que se revela en el encuentro con Dios y en el servicio a los demás.

El Todopoderoso ha hecho cosas grandes en mí

El encuentro entre las dos mujeres, la joven y la anciana, está repleto de la presencia del Espíritu Santo, y lleno de alegría y asombro (cf. Lc 1,40-45). Las dos madres, así como los hijos que llevan en sus vientres, casi bailan a causa de la felicidad. Isabel, impresionada por la fe de María, exclama: «Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá» (v. 45). Sí, uno de los mayores regalos que la Virgen ha recibido es la fe. Creer en Dios es un don inestimable, pero exige también recibirlo; e Isabel bendice a María por eso. Ella, a su vez, responde con el canto del Magnificat (cf. Lc 1,46-55), donde encontramos las palabras: «El Todopoderoso ha hecho cosas grandes en mí» (v. 49).

La oración de María es revolucionaria, es el canto de una joven llena de fe, consciente de sus límites, pero que confía en la misericordia divina. Esta pequeña y valiente mujer da gracias a Dios porque ha mirado su pequeñez y porque ha realizado la obra de la salvación en su pueblo, en los pobres y humildes. La fe es el corazón de toda la historia de María. Su cántico nos ayuda a comprender cómo la misericordia del Señor es el motor de la historia, tanto de la persona, de cada uno de nosotros, como del conjunto de la humanidad.

Cuando Dios toca el corazón de un joven o de una joven, se vuelven capaces de grandes obras. Las «cosas grandes» que el Todopoderoso ha hecho en la vida de María nos hablan también del viaje de nuestra vida, que no es un deambular sin sentido, sino una peregrinación que, aun con todas sus incertidumbres y sufrimientos, encuentra en Dios su plenitud (cf. Ángelus, 15 de agosto de 2015). Me diréis: «Padre, pero yo soy muy limitado, soy pecador, ¿qué puedo hacer?». Cuando el Señor nos llama no se fija en lo que somos, en lo que hemos hecho. Al contrario, en el momento en que nos llama, él está mirando todo lo que podríamos dar, todo el amor que somos capaces de ofrecer. Como la joven María, podéis hacer que vuestra vida se convierta en un instrumento para mejorar el mundo. Jesús os llama a dejar vuestra huella en la vida, una huella que marque la historia, vuestra historia y la historia de muchos (cf. Discurso en la Vigilia, Cracovia, 30 de julio de 2016).

Ser joven no significa estar desconectado del pasado

María es poco más que una adolescente, como muchos de vosotros. Sin embargo, en el Magnificat alaba a su pueblo, su historia. Esto nos enseña que ser joven no significa estar desconectado del pasado. Nuestra historia personal forma parte de una larga estela, de un camino comunitario que nos ha precedido durante siglos. Como María, pertenecemos a un pueblo. Y la historia de la Iglesia nos enseña que, incluso cuando tiene que atravesar mares revueltos, la mano de Dios la guía, le hace superar momentos difíciles. La verdadera experiencia en la Iglesia no es como un flashmob, en el que nos damos cita, se realiza una performance y luego cada uno se va por su propio camino. La Iglesia lleva en sí una larga tradición, que se transmite de generación en generación, y que se enriquece al mismo tiempo con la experiencia de cada individuo. También vuestra historia tiene un lugar dentro de la historia de la Iglesia.

Hacer memoria del pasado sirve también para recibir las obras nuevas que Dios quiere hacer en nosotros y a través de nosotros. Y nos ayuda a dejarnos escoger como instrumentos suyos, colaboradores en sus proyectos salvíficos. También vosotros, jóvenes, si reconocéis en vuestra vida la acción misericordiosa y omnipotente de Dios, podéis hacer grandes cosas y asumir grandes responsabilidades.

Me gustaría haceros algunas preguntas: ¿Cómo “guardáis” en vuestra memoria los acontecimientos, las experiencias de vuestra vida? ¿Qué hacéis con los hechos y las imágenes grabadas en vuestros recuerdos? A algunos, heridos por las circunstancias de la vida, les gustaría “reiniciar” su pasado, ejercer el derecho al olvido. Pero me gustaría recordaros que no hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro. La perla nace de una herida en la ostra. Jesús, con su amor, puede sanar nuestros corazones, transformando nuestras heridas en auténticas perlas. Como decía san Pablo, el Señor muestra su fuerza a través de nuestra debilidad (cf. 2 Co 12,9).

Nuestros recuerdos, sin embargo, no deben quedar amontonados, como en la memoria de un disco duro. Y no se puede almacenar todo en una “nube” virtual. Tenemos que aprender a hacer que los sucesos del pasado se conviertan en una realidad dinámica, para reflexionar sobre ella y sacar una enseñanza y un sentido para nuestro presente y nuestro futuro. Descubrir el hilo rojo del amor de Dios que conecta toda nuestra existencia es una tarea difícil pero necesaria.

Muchos dicen que vosotros, los jóvenes, sois olvidadizos y superficiales. No estoy de acuerdo en absoluto. Pero hay que reconocer que en nuestros días tenemos que recuperar la capacidad de reflexionar sobre la propia vida y proyectarla hacia el futuro. Tener un pasado no es lo mismo que tener una historia. En nuestra vida podemos tener tantos recuerdos, pero ¿cuántos de ellos construyen realmente nuestra memoria? ¿Cuántos son significativos para nuestros corazones y nos ayudan a dar sentido a nuestra existencia? En las «redes sociales», aparecen muchos rostros de jóvenes en multitud de fotografías, que hablan de hechos más o menos reales, pero no sabemos cuánto de todo eso es «historia», una experiencia que pueda ser narrada, que tenga una finalidad y un sentido. Los programas en la televisión están llenos de los así llamados «reality show», pero no son historias reales, son sólo minutos que corren delante de una cámara, en los que los personajes viven al día, sin un proyecto. No os dejéis engañar por esa falsa imagen de la realidad. Sed protagonistas de vuestra historia, decidid vuestro futuro.

Cómo mantenerse unidos, siguiendo el ejemplo de María

De María se dice que conservaba todas las cosas, meditándolas en su corazón (cf. Lc 2,19.51). Esta sencilla muchacha de Nazaret nos enseña con su ejemplo a conservar la memoria de los acontecimientos de la vida, y también a reunirlos, recomponiendo la unidad de los fragmentos, que unidos pueden formar un mosaico. ¿Cómo podemos, pues, ejercitarnos concretamente en tal sentido? Os doy algunas sugerencias.

Al final de cada jornada podemos detenernos unos minutos a recordar los momentos hermosos, los desafíos, lo que nos ha salido bien y, también, lo que nos ha salido mal. De este modo, delante de Dios y de nosotros mismos, podemos manifestar nuestros sentimientos de gratitud, de arrepentimiento y de confianza, anotándolos también, si queréis, en un cuaderno, una especie de diario espiritual. Esto quiere decir rezar en la vida, con la vida y sobre la vida y, con toda seguridad, os ayudará a comprender mejor las grandes obras que el Señor realiza en cada uno de vosotros. Como decía san Agustín, a Dios lo podemos encontrar en los anchos campos de nuestra memoria (cf. Confesiones, Libro X, 8, 12).

Leyendo el Magnificat nos damos cuenta del conocimiento que María tenía de la Palabra de Dios. Cada versículo de este cántico tiene su paralelo en el Antiguo Testamento. La joven madre de Jesús conocía bien las oraciones de su pueblo. Seguramente se las habían enseñado sus padres y sus abuelos. ¡Qué importante es la transmisión de la fe de una generación a otra! Hay un tesoro escondido en las oraciones que nos han enseñado nuestros antepasados, en esa espiritualidad que se vive en la cultura de la gente sencilla y que conocemos como piedad popular. María recoge el patrimonio de fe de su pueblo y compone con él un canto totalmente suyo y que es también el canto de toda la Iglesia. La Iglesia entera lo canta con ella. Para que también vosotros, jóvenes, podáis cantar un Magnificat totalmente vuestro y hacer de vuestra vida un don para toda la humanidad, es fundamental que conectéis con la tradición histórica y la oración de aquellos que os han precedido. De ahí la importancia de conocer bien la Biblia, la Palabra de Dios, de leerla cada día confrontándola con vuestra vida, interpretando los acontecimientos cotidianos a la luz de cuánto el Señor os dice en las Sagradas Escrituras. En la oración y en la lectura orante de la Biblia (la llamada Lectio divina), Jesús hará arder vuestros corazones e iluminará vuestros pasos, aún en los momentos más difíciles de vuestra existencia (cf. Lc 24,13-35).

María nos enseña a vivir en una actitud eucarística, esto es, a dar gracias, a cultivar la alabanza y a no quedarnos sólo anclados en los problemas y las dificultades. En la dinámica de la vida, las súplicas de hoy serán mañana motivo de agradecimiento. De este modo, vuestra participación en la Santa Misa y los momentos en que celebraréis el sacramento de la Reconciliación serán a la vez cumbre y punto de partida: vuestras vidas se renovarán cada día con el perdón, convirtiéndose en alabanza constante al Todopoderoso. «Fiaros del recuerdo de Dios […] su memoria es un corazón tierno de compasión, que se regocija eliminando definitivamente cualquier vestigio del mal» (Homilía en la S. Misa de la JMJ, Cracovia, 31 de julio de 2016).

Hemos visto que el Magnificat brota del corazón de María en el momento en que se encuentra con su anciana prima Isabel, quien, con su fe, con su mirada perspicaz y con sus palabras, ayuda a la Virgen a comprender mejor la grandeza del obrar de Dios en ella, de la misión que él le ha confiado. Y vosotros, ¿os dais cuenta de la extraordinaria fuente de riqueza que significa el encuentro entre los jóvenes y los ancianos? ¿Qué importancia les dais a vuestros ancianos, a vuestros abuelos? Vosotros, con sobrada razón, aspiráis a «emprender el vuelo», lleváis en vuestro corazón muchos sueños, pero tenéis necesidad de la sabiduría y de la visión de los ancianos. Mientras abrís vuestras alas al viento, es indispensable que descubráis vuestras raíces y que toméis el testigo de las personas que os han precedido. Para construir un futuro que tenga sentido, es necesario conocer los acontecimientos pasados y tomar posición frente a ellos (cf. Exhort. ap. postsin. Amoris Laetitia, 191,193). Vosotros, jóvenes, tenéis la fuerza; los ancianos, la memoria y la sabiduría. Como María con Isabel, dirigid vuestra mirada hacia los ancianos, hacia vuestros abuelos. Ellos os contarán cosas que entusiasmarán vuestra mente y emocionarán vuestro corazón.

Fidelidad creativa para construir tiempos nuevos

Es verdad que tenéis pocos años de vida y, por esto mismo, os resulta difícil darle el debido valor a la tradición. Tened bien presente que esto no significa ser tradicionalistas. No. Cuando María en el Evangelio dice que «El Todopoderoso ha hecho cosas grandes en mí» (Lc 1,49), se refiere a que aquellas «cosas grandes» no han terminado, sino que continúan realizándose en el presente. No se trata de un pasado remoto. El saber hacer memoria del pasado no quiere decir ser nostálgicos o permanecer aferrados a un determinado período de la historia, sino saber reconocer los propios orígenes para volver siempre a lo esencial, y lanzarse con fidelidad creativa a la construcción de tiempos nuevos. Sería un grave problema que no beneficiaría a nadie el fomentar una memoria paralizante, que impone realizar siempre las mismas cosas del mismo modo. Es un don del cielo constatar que muchos de vosotros, con vuestros interrogantes, sueños y preguntas, os enfrentáis a quienes consideran que las cosas no pueden ser diferentes.

Una sociedad que valora sólo el presente tiende también a despreciar todo lo que se hereda del pasado, como por ejemplo las instituciones del matrimonio, de la vida consagrada, de la misión sacerdotal. Las mismas terminan por ser consideradas vacías de significado, formas ya superadas. Se piensa que es mejor vivir en las situaciones denominadas «abiertas», comportándose en la vida como en un reality show, sin objetivos y sin rumbo. No os dejéis engañar. Dios ha venido para ensanchar los horizontes de nuestra vida, en todas las direcciones. Él nos ayuda a darle al pasado su justo valor para proyectar mejor un futuro de felicidad. Pero esto es posible solamente cuando vivimos experiencias auténticas de amor, que se hacen concretas en el descubrimiento de la llamada del Señor y en la adhesión a ella. Esta es la única cosa que nos hace felices de verdad.

Queridos jóvenes, encomiendo a la maternal intercesión de la Bienaventurada Virgen María nuestro camino hacia Panamá, así como también el itinerario de preparación del próximo Sínodo de los Obispos. Os invito a recordar dos aniversarios importantes en este año 2017: los trecientos años del descubrimiento de la imagen de la Virgen de Aparecida, en Brasil; y el centenario de las apariciones de Fátima, en Portugal, adonde, si Dios quiere, iré en peregrinación el próximo mes de mayo. San Martín de Porres, uno de los santos patronos de América Latina y de la JMJ de 2019, en su humilde servicio cotidiano tenía la costumbre de ofrecerle las mejores flores a María, como signo de su amor filial. Cultivad también vosotros, como él, una relación de familiaridad y amistad con Nuestra Señora, encomendándole vuestros gozos, inquietudes y preocupaciones. Os aseguro que no os arrepentiréis.

La joven de Nazaret, que en todo el mundo ha asumido miles de rostros y de nombres para acercarse a sus hijos, interceda por cada uno de nosotros y nos ayude a proclamar las grandes obras que el Señor realiza a través de nosotros.

Vaticano,

FRANCISCO

 

 

Es llamativa la vergüenza de muchos cristianos a la hora de hablar de Dios en nuestras conversaciones habituales. Disfrazado de respeto a la intimidad, el hecho de sacar el tema de Dios nos parece intromisión en la vida del otro. Dios ha llegado a ser, en el lenguaje ordinario, un tema tabú, exclusivo de la conciencia individual. La Iglesia, sin embargo, nos invita a evangelizar, algo imposible si no hablamos de Dios. El Papa Francisco propone en Evangelii Gaudium el método de persona a persona: «Llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a los más desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de una conversación… Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle, en la plaza, en el trabajo, en un camino» (nº 127).

Hay que vencer los falsos pudores. Dios es actual, lo más actual y definitivo de la vida del hombre. «En él vivimos, existimos y somos», dice Pablo a los atenienses. Quizás nos falte la convicción de que, por nuestro medio, Dios puede llegar al otro. En el encuentro de Jesús con la samaritana, tenemos un ejemplo precioso de cómo hablar de Dios. Es un encuentro fortuito, junto al pozo de Jacob, en el camino a la aldea de Sicar. Jesús se detiene cansado junto al pozo e inicia un diálogo con una samaritana, partiendo de lo concreto e inmediato: el agua que necesita para apagar su sed. Y de lo concreto salta a lo universal y absoluto: el agua de Dios, la gracia que nos lanza a la vida eterna. No es un diálogo fácil, porque la mujer, interpelada por Jesús, tiene que reconocer que no vive en la verdad: Jesús le descubre que ha tenido cinco maridos y vive con otro que no es su marido. Aceptar este envite o desafío no fue fácil para la mujer. Pero reconoció la verdad. Y entonces la conversación tomó un cariz distinto: las cartas estaban sobre la mesa. Se comenzó a hablar de Dios sin tapujos ni máscaras. Porque Dios se convirtió en el verdadero problema moral de la mujer. Dios no en un monte sagrado ni en el pozo de Jacob. Dios estaba en la verdad de la vida. Al final, la mujer pasó de reconocer que Jesús era un profeta a confesarlo como Mesías. Y de retorno a su pueblo, se convirtió en una misionera de Cristo con un sencillo argumento: «Me ha dicho todo lo que he hecho».

Este evangelio ofrece una clave esencial para el diálogo sobre Dios, a saber, que Dios afecta a la vida personal. Quizás sea este el motivo por el que no nos atrevemos a hablar de Dios, porque le dejamos al margen de la vida diaria. Dios nos compromete hasta la médula. Si es Dios, tiene derecho a regir nuestra existencia. Y, si no aceptamos este presupuesto —lo que Jesús llama adorar a Dios en la verdad— nuestro diálogo con Dios y sobre Dios es pura comedia. Mientras la samaritana discute con Jesús sobre quién de los dos puede sacar agua del pozo, no sucede nada. Cuando Jesús, sin embargo, le pone el dedo en la llaga, y lo hace con una exquisita delicadeza, todo se vuelve trascendente. Ya no se trata de si los judíos y los samaritanos compiten sobre el verdadero monte donde dar culto a Dios; se trata de si la samaritana vive o no conforme a la verdad de Dios. Este evangelio pone de manifiesto que Dios es lo más real de cuanto existe, porque determina que una vida sea verdadera o falsa.

Es evidente que para dialogar así sobre Dios se necesitan dos convicciones: creer que Dios es más grande que nuestras ideas sobre él, y no tener miedo a proponerlo a los demás como Aquel que conoce nuestros entresijos vitales y se sirve de nosotros para conducir a la fe.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

            

La aspiración más profunda del hombre, creado a imagen y semejanza de Dios, es contemplar a Dios cara a cara. Saciarse con la belleza de su rostro. El pecado oscurece en ocasiones este deseo y lo relega hasta al olvido y la indiferencia. Pero está ahí, anclado para siempre en el corazón del hombre. «Al despertar (de la muerte) me saciaré de tu semblante», dice el salmo 17. En el Antiguo Testamento se dice que nadie puede ver a Dios y seguir con vida. El hombre mortal no puede soportar la luz y la belleza del Dios tres veces santo, cuya trascendencia desborda los límites de nuestra pequeñez. Cuando Moisés pidió ver a Dios cara a cara, éste sólo le mostró su espalda. También Elías tuvo una revelación de Dios, pero no de sí mismo, sino en la suavidad de una brisa ligera. Ninguno de los dos personajes vio a Dios.

Cuando Jesús se transfigura en el Tabor, aparecen con él Moisés y Elías hablando de su muerte. Dice san Marcos que el rostro de Jesús resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Los apóstoles pudieron contemplar a Dios cara a cara, porque en Jesús se reveló la belleza y la potencia de Dios. Lo que Moisés y Elías no pudieron ver, ahora se revela a tres testigos. Moisés y Elías fueron destinatarios de una revelación. Los apóstoles, sin embargo, participan en una «epifanía» de Cristo, imagen del Padre. Por eso dice la voz del cielo: «escuchadlo». Jesús aparece, por tanto, como la revelación de Dios mismo, de forma que se cumple lo que dice al apóstol Felipe. Cuando éste le pide a Jesús que les muestre al Padre, recibe esta respuesta: «Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre». Los apóstoles vieron en el Tabor precisamente lo que tantos justos del Antiguo Testamento, incluidos Moisés y Elías, no pudieron ver: la gloria de Dios. El rostro de Cristo se convierte así en la manifestación del Padre que se comunica con los hombres a través de la humanidad de Jesús.

No es de extrañar que Pedro, ante tanta belleza, dijera: «¡Qué bien se está aquí»! Es la experiencia de quien saborea la felicidad. Esta plenitud de Pedro se puede entender, por analogía, desde nuestra experiencia, cuando nos invade la percepción de una belleza inefable, inasible, que nos trasporta casi fuera del tiempo, como arrebatados por una fuerza todopoderosa que nos introduce en la paz y el disfrute del misterio. Es el misterio del bien absoluto, de la verdad y la belleza unidas, que se deja sentir en el gozo sensible. En esos momentos quisiéramos que el tiempo se parara, interrumpiera su inevitable fluir. Pedro pide hacer tres tiendas, es decir, tres moradas eternas para disfrutar para siempre del semblante de Cristo. La nube luminosa que desciende y los cubre con su sombra es el anticipo de esa tienda eterna, solicitada por Pedro, que nos cubrirá un día en la intimidad con Dios.

En el camino de la Cuaresma, la Transfiguración de Cristo preludia su triunfo sobre la muerte. Quiere confortar a los apóstoles, que serán testigos de su rostro escupido, abofeteado y sangrante, con el rostro semejante al sol. La muerte que acecha a Cristo no puede ser impedimento para que crean en él, como a la postre sabemos que sucedió. Jesús no hace un milagro para darse satisfacción a sí mismo, mostrando su gloria. Su pedagogía es otra: busca fortalecer la fe de aquellos tres testigos que corren el peligro de escandalizarse ante un mesías sufriente. Por eso les impone silencio sobre lo que han visto hasta que resucite de ente los muertos. Pero al mostrarles su rostro glorioso nos reveló a todos el rostro que contemplaremos pasado el umbral de la muerte: Dios cara a cara.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

            

Domingo, 05 Marzo 2017 11:15

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