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Sábado, 19 Noviembre 2016 15:10

Domingo Cristo Rey: Sálvate a ti mismo

La máxima tentación sufrida por Cristo tuvo lugar en el Calvario, durante la terrible agonía de la crucifixión. Jesús recitó las estremecedoras palabras del salmo 22, que dice: «Dios mío, dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Al hacerlas suyas, Jesús expresaba la soledad con que se enfrentaba a la muerte. Sobre estas misteriosas palabras comenta Ortega y Gasset: «Es la expresión que más profundamente declara la voluntad de Dios de hacerse hombre, de aceptar lo más radicalmente humano que es su radical soledad. Al lado de esto la lanzada del centurión Longinos no tiene tanta significación». Desde el comienzo de la pasión, en Getsemaní, Jesús había empezado a quedarse solo: solo de los apóstoles, solo de sus amigos y seguidores. Al pie de la cruz quedaron los fieles: su madre, las piadosas mujeres y el apóstol Juan. Ahora experimentaba la soledad de Dios. Hay que decir que el Padre no lo abandonó nunca, pero en la experiencia humana de Cristo, éste sintió la soledad de Dios.

 ¿En qué consistió la tentación de Jesús? En el evangelio que se proclama este domingo, solemnidad de Cristo Rey, los soldados y uno de los malhechores, le dicen a Jesús en dos momentos: si eres el rey de los judíos, el Mesías, «sálvate a ti mismo». Jesús es tentado de mostrar su realeza o su mesianidad política —que es lo mismo—, abandonando el camino de la cruz, es decir, la voluntad del Padre. No es la primera vez que Jesús experimenta esta tentación: durante su oración y ayuno en el desierto, también el diablo le incita a hacerse dueño de todos los reinos de la tierra, y a manifestar su poder con un milagro extraordinario arrojándose desde el pináculo del templo para que los ángeles vengan a tomarlo en sus manos. Cuando terminan estas tentaciones, Lucas, cuyo evangelio leemos en esta fiesta de Cristo Rey, dice que «el diablo se marchó hasta otra ocasión». Esa ocasión es la cruz.

Para comprender bien la tentación de Cristo conviene recordar unas palabras suyas dirigidas a los discípulos: «El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí, la salvará». A la luz de este dicho entendemos que las palabras «sálvate a ti mismo» le sonaran en sus oídos como un reclamo a abandonar el camino que había propuesto a sus discípulos. «Salvarse a sí mismo» es la tentación del hombre que, dando la espalda a Dios, busca su realización personal mediante la glorificación de sí mismo. Cuando el ateísmo moderno alcanza su clímax con la expresión «Dios ha muerto», es porque coloca al hombre en el lugar de Dios. Es la tentación de  los ángeles caídos que quisieron ser dios. La que sugiere después la serpiente a Adán y Eva: seréis como dioses. La de los hombres que pretendieron construir la torre de Babel para arrebatar a Dios su señorío. Esa es la tentación que acecha a Cristo: «sálvate a ti mismo».

Jesús establece su reino, su señorío, perdiendo la vida por amor. Alcanza la gloria mediante la victoria de la cruz, que pone en entredicho todo intento del hombre por salvarse a sí mismo, que es por lo demás una empresa imposible. Entregando su vida, perdiéndola en aras del amor, Jesús la salva, porque, a pesar de experimentar la soledad de Dios, confía en él y sabe que lo levantará de la muerte y lo encumbrará a lo más alto de la gloria. «No bajó de la cruz, dice san Juan Pablo II, pero, como el buen pastor, dio la vida por sus ovejas. Sin embargo, la confirmación de su poder real se produjo poco después, cuando al tercer día, resucitó de entre los muertos, revelándose como el primogénito de entre los muertos». He ahí su realeza, la que desea compartir con los hombres que pierden la vida para salvarla.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

            

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Al concluir las fiestas en honor de la patrona de Segovia, la Virgen de la Fuencisla, quisiera destacar algunas actitudes de María que son siempre actuales en la tarea evangelizadora de la Iglesia. La devoción mariana no es un invento de piedades superadas por el tiempo, sino que pertenece a la entraña misma del evangelio. Y aunque éste nos dice poco de María, ha trazado los rasgos de su personalidad creyente, que la convierten en tipo perfecto de la Iglesia. María es llamada «estrella de la evangelización» porque ilumina a cuantos nos sentimos enviados por Cristo a llevar el evangelio a todos los hombres. He aquí dichos rasgos:

  1. Acoge y obedece a la Palabra de Dios. Preocupados por la acción, que muchas veces deriva en activismo estéril, olvidamos que un evangelizador es el que vive atento a lo que Dios quiere de él para ponerlo en práctica. Nadie mejor que Cristo ha alabado a su madres: «Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen», dijo pensando en ella. La evangelización es tarea fundamental del Espíritu y de quienes, dóciles a él, secundan sus planes. María acogió la Palabra de Dios, la hizo propia en su corazón y en su carne, y la conservó en la contemplación fiel de Cristo. La Virgen es fiel reflejo de Cristo que vino a hacer la voluntad de su Padre.
  2. Pronta para el servicio. María está urgida por la misma caridad de Cristo para ponerse a disposición de quienes la necesitan, como sabemos por la escena de la Visitación a Isabel. Sale «deprisa» a la montaña, una vez conocida la necesidad de su pariente y la sirve con humildad. Servir es propio del cristiano. Es la vocación explícita de Cristo que no ha venido a que le sirvan sino a servir. Y es el mandato que nos dejó en la última cena mediante el gesto de lavar los pies a los apóstoles. La prontitud de María expresa la urgencia de Cristo por servir a los hombres con la entrega de su vida.
  3. Detecta la necesidad de salvación. En las bodas de Caná, María constata la necesidad de salvación que tienen los novios. No se trata de la carencia del vino físico. El vino es el símbolo de los bienes de la salvación, y Cristo es el único capaz de ofrecerla. Por eso, ofrece un vino nuevo, mejor, definitivo, cuyo significado último sólo se descubre en la cruz, donde María aparece como la Madre de los creyentes. Evangelizar es detectar la necesidad de salvación que tienen los hombres y acercarlos a Cristo, como hizo María: «Haced lo que él os diga». María se sabe intermediaria, no protagonista. Sabe que sólo Cristo merece la obediencia de los hombres. Por ello no se calla, ni esquiva su papel de mediación. ¡Cuántas veces, por prejuicios o temores, desaprovechamos la ocasión de acercar a los hombres a Cristo!
  4. No rechaza la cruz. María supera con fortaleza el escándalo de la cruz permaneciendo junto a Cristo en el Calvario. Avergonzarse de la cruz es avergonzarse del evangelio, de su fecundidad oculta, de su aparente fracaso. Queremos triunfar, tener éxito, y nos olvidamos de la única sabiduría que salva al mundo: la de la cruz. No hay verdadera acción pastoral que no esté marcada por la paradoja de la cruz. «Predicamos a Cristo, dice san Pablo, y Cristo crucificado».
  5. María es la Iglesia orante. En Pentecostés, con los apóstoles, María permanece en oración a la espera del Espíritu. Los frutos de la evangelización nacen siempre de la oración intensa, comunitaria, que invoca al Espíritu. Sólo Él hace fecunda nuestra acción. Por ello, invito a toda la diócesis a orar con María para que nuestra acción misionera en este curso responda a la voluntad de Dios y Segovia sea bendecida con sus dones.

+ César Franco Martínez,

Obispo de Segovia.

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Sábado, 10 Septiembre 2016 15:47

Domingo XXIV: La alegría de la salvación

 

            Una sociedad que ha desterrado de su horizonte el sentido del pecado, difícilmente comprenderá el mensaje de las tres parábolas de la misericordia de san Lucas que leemos en el evangelio de hoy. El hombre de hoy es más sensible a los problemas materiales que a los del alma. Nos conmueven las pobrezas, miserias y carencias físicas, pero ¿y las del alma? ¿Nos mueve a compasión el pecado de los demás? ¿Nos preocupa el nuestro? ¿O nos hemos acostumbrado al pecado como algo inevitable, normal, y carente de importancia? Nos parecemos a aquellos personajes del evangelio que llevaron un paralítico a Jesús para que lo curara; cuando lo tuvo delante, Jesús le dijo: tus pecados quedan perdonados. Y aquellas gentes, escandalizadas, pensaron que Jesús blasfemaba, que sólo pedían la salud corporal. También hoy nos parece que lo urgente es lo material, lo que nos permite vivir bien, la salud, el bienestar. ¿Y el alma? ¿Tiene alguna importancia el pecado? ¿Pasa algo porque el hombre viva de espaldas a Dios?

            En las parábolas de la misericordia —la oveja perdida, la dracma perdida, el hijo pródigo—, Jesús habla de la alegría de la salvación, de la necesidad de que un pecador sea perdonado. Jesús subraya la importancia que tiene un hombre ante Dios, que hace todo lo posible por buscarlo y manifestarle su perdón. Mirada humanamente, la actitud del pastor que, por buscar una oveja perdida, deja las noventa y nueve en el campo, a expensas de lo que pueda sucederles, es poco inteligente. Puede venir el lobo o los ladrones, y quedarse sin el rebaño. Dios piensa en el hombre, en cada hombre. Cada individuo es único para él, y tiene valor infinito. Por eso, lo busca, lo atrae hacia sí, lo regenera y lo salva. Y el cielo se colma de alegría por un pecador que se convierte.

            La actitud de la mujer que pierde una moneda y limpia toda la casa para buscarla resulta exagerada  si olvidamos que sólo tiene diez. Posiblemente Jesús se refiere a las monedas de la dote de bodas, que las mujeres lucían como adorno sobre la frente. Eran el último recurso para la vida, si venían días de necesidad. Una de diez era una décima parte de sus recursos. Se entiende pues el afán por encontrarla. Y, cuando la encuentra, llama a sus amigas para comunicarles su alegría: «Felicitadme, he encontrado la moneda que se me había perdido».

            Que un hombre se pierda espiritualmente es una tragedia inmensa, que sólo captan los que, como Cristo, han luchado contra el pecado como el peor mal que puede sucedernos. Por eso, cuando nos acostumbramos al pecado, al personal o al ajeno, es que hemos perdido el sentido mismo de la existencia. Hacemos las paces con el mal. Así de claro. Renunciamos al bien como aspiración y meta del hombre. Y al renunciar al bien, en sentido pleno y absoluto, abrimos las puertas a tantos otros males que afligen al hombre y lo reducen a esclavitud. Sólo así se comprende que Cristo haya querido entregar su vida por los pecados de los hombres, o, dicho de otra manera, para salvar al hombre de sí mismo y de su tendencia a la muerte total. Las páginas más bellas del evangelio, además de las que leemos hoy, son aquellas en las que Cristo salva a alguien de su pecado y le reconcilia con Dios. Son páginas que revelan la alegría de la salvación, cuando, alguien que estaba perdido, es hallado. Por eso, a un cristiano, el pecado no puede dejarlo indiferente, como no nos deja indiferente que alguien a quien amamos pueda caer en un abismo, perder la vida. Al final de la parábola del hijo pródigo, el padre se lo dice claramente al hijo mayor, que no entendía la alegría de la fiesta: «Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido».

+ César Franco

Obispo de Segovia.

            

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