La resurrección de Cristo es el acontecimiento trascendental de la historia y el que hace de ella historia de salvación. Que sea un misterio de fe no significa que pertenezca al mundo de las ideas abstractas. El Evangelio de este domingo de Pascua no narra el hecho de la Resurrección. Los Evangelios no dicen cómo sucedió, sencillamente porque trasciende la historia y pertenece al ámbito de Dios. Pero los discípulos vieron al Resucitado, comieron con él, según dice Lucas, y pudieron tocarlo y abrazarlo como las piadosas mujeres. Cuando Pedro y Juan van al sepulcro porque la Magdalena comunica que estaba vacío, corren y ven la piedra desplazada, la sábana mortuoria y el sudario doblado en el lugar donde reposó la cabeza de Jesús. Son las consecuencias de la resurrección, no el hecho mismo. Junto al sepulcro vacío, las apariciones completan lo que podríamos llamar huellas del misterio. El misterio en sí permanece en el ámbito de Dios que ha actuado, según las Escrituras, sacando a su Hijo de la muerte. La fe pascual no se edifica sobre un relato, sino sobre el testimonio fidedigno de quienes comieron con Jesús después de resucitar. «Hemos visto al Señor», dicen los primeros testigos. Que esta afirmación resulta creíble se debe a varias razones: Los apóstoles se negaron a dar crédito a las mujeres que decían haberlo visto, como dicen los discípulos de Emaús. Las mujeres, por otra parte, en tiempo de Jesús, no podían testificar en un juicio, por lo que resulta insólito que, de haber sido un embuste la resurrección, se otorgara a las mujeres el papel de testigos. Saulo de Tarso no solo no creía en Jesús, sino que perseguía con saña a sus seguidores para darles muerte. Su conversión resulta inexplicable sin la aparición del resucitado, como testimonia en sus escritos. El nacimiento de la Iglesia en los pocos días que van desde la resurrección a su presencia pública en Pentecostés sería un milagro aún más sorprendente si se niega el hecho de la resurrección. Basta revisar las interpretaciones racionalistas sobre estos datos para reconocer que se necesita más fe para no aceptar la resurrección que para «creer» en las construcciones ideológicas de quienes argumentan desde la llamada «crítica histórica». Reducir el cristianismo, como hacía Bultmann y sus seguidores —que, todo hay que decirlo, pronto lo dejaron solo— a una experiencia subjetiva de tipo existencial es suponer que un mito se puede crear en el espacio de un brevísimo tiempo cuando aún viven los testigos —amigos y enemigos— de los acontecimientos. La cristología tiene uno de sus mejores soportes, como señala M. Hengel, en la cronología del Nuevo Testamento. No hubo tiempo para crear el mito, que exige Bultmann en su teoría de la desmitificación. No hubo tiempo para crear un pensamiento tan desarrollado como el elaborado en el llamado tiempo pre-paulino —desde la muerte de Jesús hasta la conversión de Pablo—, que contiene ya los elementos esenciales de la fe cristiana. La aparición del domingo —dominica, dies Domini— es inexplicable sin el acontecimiento de la resurrección, del mismo modo que el monoteísmo resulta inexplicable sin la llamada de Dios a Abrahán, padre de los creyentes. Un Dios que no tuviese capacidad de intervenir en la historia, no sería Dios. Y un Dios que, al asumir nuestra carne, no tuviera el poder de vencer la muerte y salir victorioso del sepulcro, sería un dios inaceptable para la razón, por mucho que a esta le cueste entender el misterio. Pero la fe es, en muchas ocasiones, más razonable que el pensamiento de los hombres. Cuando la Iglesia confiesa la resurrección no se evade de la historia, la hace más comprensible.