El 15 de agosto la Iglesia celebra la Asunción de María a los cielos en cuerpo y alma, último de los dogmas católicos definido solemnemente. En el Nuevo Testamento no hay referencia alguna a la muerte (o dormición de María) ni a su asunción al cielo. Sin embargo, desde los orígenes del cristianismo se mantiene la tradición de esta elevación de María a los cielos en cuerpo y alma, como aparece en textos apócrifos primitivos, especialmente en el «Transitus Mariae», que se lee en la vigilia de la solemnidad de la Asunción junto al sepulcro de la Virgen en el torrente Cedrón de Jerusalén. La tradición de que María vivió sus últimos días en Jerusalén y murió allí está mejor atestiguada que la que sitúa estos hechos en la ciudad de Éfeso. El sepulcro de la Virgen ha pasado por muchos avatares históricos. Gracias a las excavaciones del padre franciscano Bagatti se sabe que la tumba de María formaba parte de un complejo sepulcral clásico compuesto de tres cámaras. En el siglo IV el emperador Teodosio construyó un santuario sobre el sepulcro, que embelleció el emperador Mauricio en el siglo VI construyendo una iglesia, quedando el sepulcro como cripta. Posteriormente los persas destruyeron el templo que fue reconstruido años después. Los cruzados encontraron de nuevo una iglesia en ruinas y la reedificaron dando su custodia a los benedictinos. Finalmente, durante la invasión de Saladino se demolió la parte superior para utilizar sus piedras en la construcción de la muralla de la ciudad. Sólo quedó la preciosa fachada ojival por la que se desciende por una gran escalinata al sepulcro de la Virgen, lugar de numerosas peregrinaciones. El dogma mariano de la Asunción de la Virgen, además de estar sustentado por la tradición y la fe del pueblo cristiano en Oriente y Occidente, posee una coherencia teológica de primer orden, que conforma el núcleo de la definición dogmática del 1 de noviembre de 1950 por el papa Pío XII. Esté núcleo se deduce de una interpretación de la Sagrada Escritura sobre la relación entre el pecado y la muerte. Según la doctrina bíblica, la muerte es fruto del pecado que, por envidia, introdujo el diablo en la historia de los hombres al engañar a Adán y Eva en el paraíso. La muerte aparece en el horizonte de la historia de la humanidad, no como obra de Dios, que no quiere la muerte, sino por envidia del diablo. La santidad de María, constatada en el relato de la Anunciación con términos inequívocos, hizo pensar a los teólogos que Dios mismo había preservado a la que sería Madre de su Hijo de toda mancha de pecado, incluido el original. La libertad de María no queda anulada con este privilegio de su santidad desde el primer momento de su concepción, sino fortalecida con la gracia de manera que siempre se orientó hacia el bien. Si esto es así, es razonable pensar que María, exenta del pecado, fue también eximida de la corrupción del sepulcro y llevada al cielo en cuerpo y alma conservando la unidad que Dios pensó desde el principio para el hombre creado en gracia. En realidad, el dogma de la Asunción muestra las consecuencias que habría tenido el plan de Dios sobre el hombre si este no hubiera pecado. Al celebrar esta gozosa fiesta, el pueblo cristiano mira a la Virgen no como un hada singular que hace piruetas por los aires. La misma palabra —asunción— indica que María no sube al cielo por su propio poder, como hace Jesús en la ascensión, sino que es elevada a la gloria por la acción de Dios para mostrar la obra acabada de ella, libre del pecado y de la muerte, y para que nosotros tengamos en ella un espejo de belleza y santidad para conocer nuestro último destino. + César Franco Obispo de Segovia.