El evangelio del segundo domingo de Pascua narra la aparición a los Doce, encerrados en el Cenáculo por miedo a los judíos. Afirma que los «discípulos se alegraron al ver al Señor». ¡Cómo no alegrarse de verlo vivo al que contemplaron muerto y sepultado! La alegría es la nota distintiva de la Pascua y del cristiano. Tan distintiva es que, en la época del barroco alemán, se introdujo en la liturgia lo que se llamó el risus paschalis, «la risa pascual». El predicador debía incorporar a su homilía una historia que moviera a risa, para que la Iglesia retumbara de alegría. Se trataba naturalmente de una alegría externa, superficial, convertida en símbolo litúrgico de la alegría espiritual y profunda al celebrar el triunfo de Jesús sobre la muerte. En su libro Miremos al Traspasado, J. Ratzinger cita estas palabras del compositor Haydn a propósito de la alegría que sentía al pensar en Dios: «Cuando quise expresar las palabras de súplica no podía negar mi alegría, y por eso dejé de volar mis sentimientos y transcribí el miserere y las demás partes en la modalidad del alegro». La noche de Pascua, la Iglesia rompe la oscuridad de los templos con la luz del cirio pascual y entona el canto del «exultet», invitando a los fieles y a la tierra a sumarse a la alegría del Resucitado. Parece que el pueblo cristiano no ha entendido bien el significado de esa noche, que da fin a la tristeza y a la desesperanza que acosan al hombre. Somos más dados a celebrar la cruz que la gloria, más inclinados a la pasión que al triunfo. Esto explicaría por qué en el rostro de muchos cristianos ha desaparecido la alegría exultante de quienes viven la certeza de la Resurrección. El Papa Francisco nos ha invitado a recuperar la alegría del evangelio. «¡No nos dejemos robar —ha dicho— la alegría evangelizadora!». La misma que experimentaron los apóstoles al ver vivo a Jesús y proclamarlo a los cuatro vientos. En realidad, es la alegría del mismo Cristo, que se ríe de la muerte, porque, como decían los santos Padres, es el nuevo Isaac, que, como Resucitado, «baja del monte de la muerte con la sonrisa de la alegría marcada en su rostro» (Ratzinger). Por eso a las mujeres que le buscan en la tumba, Jesús les sale al encuentro y les dice sencillamente: «¡Alegraos». + César Franco Obispo de Segovia.