Decía Ch. Péguy que, en materia de cristianismo, nadie es más experto que el santo y el pecador. Parece una contradicción, pero es así. El santo, el verdadero, no es el que se considera a sí mismo como tal, sino el que se sabe redimido por Cristo. Así se definía el Papa Francisco: «Soy un pecador elegido por el Señor». El pecador, por su parte, es experto en cristianismo porque experimenta el amor de Dios cuando acoge su perdón. El evangelio de hoy narra la escena conmovedora de la mujer pecadora, llamada tradicionalmente la Magdalena, quien, venciendo respetos humanos y las normas religiosas de su tiempo, se atreve a acercarse a Jesús para postrarse a sus pies, cubriéndolos de lágrimas, besos y ungüento en señal de amor y arrepentimiento. Una pecadora pública no podía acercarse a un maestro de la Ley ni entrar en casa de un fariseo. Éste se llamaba Simón. Y aparece como contrapunto de la mujer. Él se cree justo y juzga a Jesús diciéndose a sí mismo: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, una pecadora». Adivinando sus pensamientos, Jesús le cuenta una historia que subraya el contraste entre la pecadora y el fariseo Simón. El fariseo, que se cree justo, se ha comportado ante Jesús sin los signos del amor: lo ha recibido en casa sin agua para lavarse los pies; sin el beso de la paz; sin el ungüento para la cabeza. La pecadora, por el contrario, ha derrochado amor postrada a los pies de Cristo. Las lágrimas, los besos y el ungüento son el signo del amor. Por eso, dice Jesús, «sus muchos pecados han quedado perdonados, porque ha amado mucho, pero al que poco se le perdona, ama poco». Esta es la clave del Cristianismo: el amor de quien se siente perdonado y redimido. Discuten los intérpretes del evangelio si la pecadora ya había sido perdonada por Cristo antes de entrar en el banquete o si el perdón tuvo lugar en aquel momento. En el primer caso, habría entrado para expresar su agradecimiento por el perdón; en el segundo, los signos de su amor habrían alcanzado de Cristo la absolución. En cualquier caso, los pies de Cristo fue «el lugar donde la santa pecadora se despojó de sus pecados para revestirse de santidad», dice san Bernardo. Me interesa resaltar la expresión la «santa pecadora», que recuerda la afirmación de Péguy. No hay ningún santo que no haya sido pecador. Ni existe pecador que no pueda llegar a santo. La conversión a Cristo ha hecho, de grandes pecadores, magníficos santos. Quien lo tiene difícil, aunque no imposible, en el camino de la santidad es el que se cree justo, el fariseo que actúa como Simón. Juzgando a la mujer se condena a sí mismo. La frialdad con que acoge a Cristo muestra claramente su tibieza, que le impide incluso darle el beso protocolario de la paz. Es el hombre seguro de su propia justicia y de sus méritos, que juzga también a Cristo por dejarse tocar por la mujer. Hombres así se incapacitan para dejarse amar por Dios. Necesitan postrarse a los pies de Cristo y llorar sus propios pecados. En el comentario de san Bernardo al Cantar de los Cantares, tiene un pasaje precioso sobre las palabras del Cantar: «Bésame con los besos de tu boca». Y habla del beso que se recibe en los pies, en la mano y en boca. Para llegar a este último, que corresponde al estado de los perfectos, hay que comenzar por el beso que se da a Cristo en los pies, que es el beso de los que comienzan la conversión y experimentan el arrepentimiento. Sólo con este beso se inicia el camino hacia la perfección del amor, el que llevó a la Magdalena hasta el Calvario para abrazarse a la cruz de Cristo como icono del discípulo perfecto. + César Franco Martínez Obispo de Segovia.