El signo del vino En el evangelio de Juan los milagros de Jesús son llamados «signos». El evangelista descubre en todos ellos un significado que trasciende el hecho milagroso. Si Jesús abre los ojos del ciego de nacimiento es para enseñar que él es la luz del mundo; si multiplica los panes y los peces, es para mostrarse a sí mismo como el Pan del cielo; y si resucita a Lázaro es para afirmar que es la Resurrección y la vida. El primer signo milagroso de Jesús se realiza en el contexto de una boda en Caná de Galilea a la que estaban invitados Jesús, sus discípulos y la madre de Jesús. Mirado como milagro, lo que Jesús hace es convertir el agua en vino sacando así de apuros a unos novios. Pero, si nos atenemos a que, según el evangelista, fue el primero de sus signos, quiere decir que este milagro queda vinculado a todos los que narre después en su evangelio. Es el primero de una cadena de signos cuya finalidad es mostrar quién es Jesús, ese Jesús de quien se dice en el prólogo que ha venido a traer la «gracia y la verdad». Se ha dicho con razón que el protagonista de la boda de Caná es «el vino» y no les falta razón a los críticos literarios. Todo gira en torno al vino que falta y al vino nuevo cuyo origen desconoce el maestresala. Este vino que llega por la acción de Cristo es «vino bueno», que desbanca al primero. Sobre este vino gira también la conversación de la Madre de Jesús con su Hijo: al hacerle ver que el vino de la boda se ha terminado, María está señalando una carencia grave en una boda. Pero ¿es sólo una carencia física o hay algo más? El vino, en la Biblia, es el símbolo de la alegría y de los bienes que traería el Mesías. Hay textos de los rabinos que hablan de la abundancia de vino cuando llegase el Mesías. El vino se convierte así en símbolo de la salvación. La afirmación de María: «no tienen vino», puede interpretarse como «no tienen la salvación». De ahí que Jesús interprete las palabras de María como una interpelación a hacer presente su «hora», es decir, el momento en que él aparezca como Mesías. Desde esta perspectiva comprendemos mejor la belleza del relato y su profundidad teológica. Transformando el agua en vino, Jesús manifiesta que ha venido a ofrecer lo anunciado por los profetas: El Mesías traería abundancia de vino, es decir, de dones salvíficos. Se comprende también el asombro del maestresala cuando prueba el vino nuevo, cuya calidad insuperable es el don del Mesías. Y, sobre todo, cobra sentido la afirmación final del relato: «En Caná de Galilea Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria y creció la fe de los discípulos en él». El signo de Jesús abre la inteligencia de los discípulos para descubrir que en su Maestro hay un misterio incalculable, el de la gloria de la Navidad, la gloria que se manifiesta en lo que hace y que no es otra que la que corresponde a la del Hijo único del Padre. Decíamos que el protagonista del relato era el vino. Pero, por la misma razón, podemos decir que es también Cristo, dado que sólo él puede dar el vino que trae para todos los hombres. No sólo los novios de Caná se beneficiaron de él, sino que al llegar el momento de la cruz, de su costado brotó un vino nuevo, único, misterioso, que san Juan de Ávila llamaba «el buen vino de la cruz». Cristo ha venido a saciarnos de alegría, paz, justicia y misericordia. En la última cena, se nos dio como pan y como vino, dos alimentos sencillos y ordinarios en la mesa de los hombres. Su amor los convirtió en el sacramento de la vida que quita los pecados del mundo y nos engendra para la inmortalidad. Pero estamos tan acostumbrados a ello que nos falta la admiración del maestresala para preguntarnos por el origen de este vino y por la razón de que haya aún mucha gente que no lo ha saboreado. + César FrancoObispo de Segovia