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Sábado, 25 Febrero 2017 07:33

Domingo VIII (A): Los dos señores

 

Para comprender el evangelio de este domingo, se debe partir de la premisa que pone Cristo: «Nadie puede servir a dos señores, porque despreciará a uno y amará al otro: o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero». Servir al dinero significa dedicar la vida a almacenar riquezas. Y hay un proverbio que dice: «el dinero es un buen servidor pero un mal patrón». El dinero sirve para hacer obras buenas, loables empresas al servicio de la sociedad, limosnas y caridad con los necesitados. Pero es un mal patrón que esclaviza a quien se dedica a acumular tesoros viviendo para sí y dando la espalda a los más pobres. Querer servir a Dios y al dinero es vivir con el corazón partido. Dios no admite competencias. Exige amor absoluto.

Si este principio no está claro, la invitación de Jesús a confiar en la Providencia pueden parecer músicas celestiales o efluvios poéticos para almas cándidas. Jesús dice que Dios cuida de sus hijos como de los lirios del campo y de las aves del cielo. Y anima a no angustiarse por el comer y el vestir, porque nada falta a quienes son hijos de Dios. ¿Cómo sonarán estas palabras en quienes sufren hambre y desnudez? ¿Cómo serán recibidas por quienes viven sin lo necesario y están al borde de la muerte? ¿Acaso podemos decirles que Dios cuida de ellos y les alimenta y viste como a los pájaros del cielo y a los lirios del campo? Las palabras de Jesús no contemplan esta realidad, sino que ponen el acento en quienes luchan por atesorar y servir al dinero, añadiendo a su vida afán tras afán. En la enseñanza de Jesús tenemos suficientes palabras y bellas parábolas que hablan de la necesidad de cuidar de los pobres, hambrientos y desnudos como si fueran él mismo. Sería un escarnio decir a un pobre y desnudo que Dios cuidará de él y pasar a su lado sin mostrar compasión. Toda palabra de Jesús tiene su contexto en el que debe ser interpretado.

Jesús invita a confiar en la Providencia a sus discípulos que desean servir a Dios pero al mismo tiempo se ven acosados por la codicia del dinero. Por eso llama al dinero «mammona», palabra aramea que significa riqueza y posesión. El hombre, por la codicia, está tentado de convertir el dinero en su dios y someterse como esclavo a sus exigencias. Jesús exhorta a no poner el corazón en las riquezas, que tarde o temprano terminan esclavizando, con el consiguiente olvido y desprecio de los pobres, como ocurre en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro. Sólo quienes se ponen a sí mismos y a sus bienes al servicio de Dios pueden entender lo que significa la confianza en la Providencia y descubrir que Dios cuida, como hizo con el pobre de Asís y con tantos santos, de quienes se desprenden de todo para vivir como vivió Cristo. La pobreza voluntaria se convierte así en la suprema libertad del corazón, que  no anda dividido en el servicio de dos señores incompatibles. «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia; y todo lo demás se os dará por añadidura». Servir al dinero sólo trae esclavitudes. Es un afán inútil que Jesús compara con la pretensión de quien cree que, cavilando mucho, podrá añadir una hora al tiempo de su vida o un palmo a su estatura. Quien vive con la confianza puesta en Dios y en el tesoro de la vida eterna se vestirá con la belleza de los lirios del campo y no le faltará el sustento diario como a los pájaros del cielo. Jesús no era un ingenuo. Sabía que cada día tiene su afán por comer y vestir. Pero también sabía que la búsqueda de seguridades materiales en este mundo lleva al hombre a atesorar riquezas, de las que no depende en último término la salvación del alma.

+ César Franco

Obispo de Segovia

Published in Tiempo Ordinario
Sábado, 03 Diciembre 2016 16:24

Segundo de Adviento: Dos bautismos distintos.

 

Cuando Juan Bautista aparece como Precursor de Cristo, ofrece un bautismo en el Jordán invitando a la conversión del corazón. Su predicación es dura, exigente, en línea con los antiguos profetas que exhortaban un cambio radical de vida para huir de la ira inminente de Dios. Las imágenes que utiliza Juan son muy expresivas: el hacha está puesta en la raíz del árbol, el que no dé fruto será talado y echado al fuego. También se sirve de la imagen del bieldo que separa la paja del trigo, para echar la paja al fuego y llevar el trigo al granero. Son imágenes propias de las amenazas proféticas que buscan llevar al hombre a la verdadera conversión.

            El uso de tales imágenes responde a la facilidad con que el hombre pretende huir de la conversión. Así lo dice el Bautista a los fariseos que acudían a bautizarse como si fuera un rito exterior sin correspondencia con la actitud interna del corazón. Juan Bautista no duda en desenmascarar la hipocresía de esta conducta. Les llama «raza de víboras», y les interpela con fuerza: «¿Quién os ha enseñado a escapar del castigo inminente? Dad el fruto que pide la conversión» (Mt 3,7-8). De nada sirve el bautismo -viene a decir- si el corazón no se pliega a las exigencias de la verdad de Dios y da frutos dignos de conversión, porque Dios es capaz de sacar de las piedras hijos de Abrahán. Ni siquiera este título, que se daban los fariseos y saduceos, les valía ante Dios si su conducta no cambiaba de rumbo.

            No es fácil convertirse. Más aún: es imposible sin la gracia de Dios. El hombre es muy hábil para acomodarse a su innato egoísmo. Nos acostumbramos al pecado, cualquiera que sea su forma. Es preciso que la gracia de Dios nos golpee con fuerza y arranque el corazón de piedra para sustituirlo con un corazón de carne. Precisamente esta es la misión del Adviento: conducirnos a la conversión profunda de nuestras actitudes. Retornar a nuestro Dios, dicho llanamente. Volverse a Él.  En esto consiste el secreto de la conversión.

            Juan Bautista anuncia que detrás de él viene uno más grande que él, capaz de realizar esta conversión perfecta del corazón porque viene con un bautismo distinto: el del fuego del Espíritu Santo. Jesús viene a purificar al hombre, a transformarlo con su gracia, a recomponer su naturaleza caída. Juan es el Precursor; Jesús es el Mesías. Juan prepara; Jesús realiza y cumple la promesa. Juan nos advierte del castigo con la palabra y nos lava con agua; Jesús nos purifica con el fuego de su misericordia. Pero los dos bautismos, el de Juan y el de Jesús no son ritos mágicos que actúan al margen de la libertad del hombre. Hay que dar el paso a la conversión con nuestra libertad humana. Dios no nos salva en contra de nuestra voluntad. Nos perdona, sí; pero nos quiere activos en el arrepentimiento. Purifica nuestro corazón, pero hemos de humillarnos y suplicar el perdón. Dios respeta la libertad del hombre. San Agustín decía: «Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Y este es el gran dilema y trabajo del hombre: salir de sí mismo, retornar al Padre, desandar el camino de la infidelidad y de la huida de la Verdad. Todos sabemos, por experiencia, que este trabajo no es fácil. Se trata de circuncidar el corazón, no la carne. Por eso necesitamos profetas como Juan que nos pongan ante la verdad de nuestra vida. Necesitamos dar el fruto que exige la conversión y no contentarnos con ritos externos, vacíos de sentido, aunque los hagamos en la Iglesia. La venida de Dios es inminente. Nadie puede ocultarse a su mirada de amor. Hay que mirarle a la cara, sin temores infantiles que nos lleven a la huida, al ocultamiento. Cara a cara, como hizo Jesús con los pecadores.

+ César Franco

Obispo de Segovia.

Published in Tiempo de Adviento